Casi al final de su ministerio, Jesús se retiró a un lugar cerca del monte Hermón, donde nace el río Jordán. Estando allí, él les preguntó a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”. Y ellos le informaron: “Dicen que tú eres Juan el Bautista, que se ha levantado de entre los muertos… eres Elías… eres Jeremías… o uno de los profetas…”.

Los discípulos habían estado con él durante tres años, y por tanto deberían conocerlo mejor, así que él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Y Simón Pedro dijo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. De inmediato, el Señor replicó: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.

Esta es la mayor revelación en todo el universo: Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. En cuanto a su persona, él es el Hijo de Dios; en cuanto a su obra, es el Cristo, enviado por Dios con la misión de salvar a los hombres de la condenación eterna. No hay revelación mayor que ésta – que el Padre nos revele al Hijo. Sin ella, los hombres pueden decir que Jesús fue un gran hombre, pero nada más.

“Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31). Los hombres y mujeres que han creído esto, reciben una nueva vida, la vida de nuestro Señor Jesús y el Espíritu Santo viene a habitar en ellos. Ellos son hechos hijos de Dios y pueden llamar a Dios, Padre.

“Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom. 10:8-9).

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