Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos».

– Judas 3.

En esta común salvación que disfrutamos los creyentes, somos exhortados a contender ardientemente por la fe que nos fue dada. El objeto de nuestra fe es Cristo. En él, en el poder de su fuerza, hemos de batallar fervientemente. Hay una guerra permanente para los que somos de Cristo, pues nuestra fe es resistida, y no podemos permanecer pasivos.

Habiendo sido salvos por la fe en el Señor Jesús, nuestros ojos espirituales han sido abiertos. Pablo, en su carta a los Efesios, ora para que el Padre les dé «espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento…» (Ef. 1:17-18). No podemos ver a Cristo si Dios no abre nuestros ojos.

El Padre otorga la gracia de ver a su Hijo en plenitud: verle en la cruz triunfando sobre la muerte, sobre el mundo y sobre el diablo; verle ascendido a los cielos victorioso, coronado de honra y de gloria. Necesitamos ser alumbrados, necesitamos el toque de Dios en nuestros ojos. Cuando vemos a Cristo en su obra consumada y en su gloria, podemos vivir una vida victoriosa. En las dificultades, en las pruebas que enfrentamos a diario, iremos de victoria en victoria, porque Dios nos ha dado todo en Cristo Jesús, Señor nuestro.

«…el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (2 Cor. 4:4). El enemigo de nuestra fe no solo ciega a los incrédulos, sino que, además, intenta opacar la fe de los que creen. El dios de este siglo gobierna la sociedad y el sistema de este mundo, y quiere atraparnos en su corriente, quiere entretenernos para que estemos pasivos u ocupados en muchos afanes que nos aparten del propósito para el cual hemos sido llamados.

A medida que nuestros ojos son alumbrados, nos afirmamos en la victoria del Señor, y el enemigo pierde terreno. Es por eso que él se opone. De allí esa batalla permanente, esa contienda por la fe. El adversario no ataca abiertamente, sino mediante maniobras muy sutiles. No nos dice que le sigamos a él. No, eso sería muy evidente. Nos sugiere que actuemos independientemente, que tomemos nuestras propias decisiones, que sigamos nuestros propios caminos y no el camino de Dios. En el fondo, que no obedezcamos primero a Dios.

La palabra de Dios nos alumbra, es lámpara a nuestros pies. «Escrito está», es el arma eficaz para acallar todo susurro del maligno. Al que nos pretende atrapar en sus lazos, podemos declarar esta verdad: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál. 2:20). «Cristo en nosotros» es, indudablemente, la garantía de victoria y «la esperanza de gloria».

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