Por muy razonable que sea un acto de rebeldía contra la autoridad, jamás contará con el respaldo de Dios.

Lecturas: Lc. 22:42; Col. 4:12b; Jn. 18:1; 2 Sam. 15:23; 30; Heb. 1:13-14; 5:5a, 6a, 9a.

Siendo la desobediencia el pecado que trajo tanto mal, tanto en el cielo como en la tierra, hemos de considerar cuán importante es para Dios que se le obedezca. Por eso, las palabras «autoridad» y «sujeción» son de primordial importancia. Dios es autoridad, y toda su creación y sus criaturas están sujetas a él. Tanto el universo físico, como los seres inteligentes, están bajo su autoridad. El reino de los cielos es una jerarquía de autoridad, cuya cúspide es Dios. En el cielo, todos obedecen.

Sin embargo, hay un hecho que afectó los cielos, esta fue la rebelión de Luzbel y los ángeles que le siguieron. La misma situación se produjo en la tierra, por influjo del enemigo. El hombre también se rebeló, cayendo estrepitosamente en su asociación con el maligno. Cada vez que alguna de las criaturas desobedece a Dios, provocará el ‘recuerdo’ en Dios, acerca del origen del mal. Aunque el Señor Jesucristo ya venció y reivindicó la autoridad de Dios con su obra en la cruz, falta que la iglesia ponga al enemigo donde Cristo ya lo puso: bajo sus pies. Cada generación ha tenido un grupo representativo de cristianos que lo ha hecho; hoy nos toca a nosotros.

La obediencia de Cristo

Una de las crisis más grandes en la vida de Jesús como hombre, fue la que tuvo en el huerto de Getsemaní. Allí adoptó la resolución concreta de tomar para sí la copa de las maldiciones que había contra la humanidad de todos los tiempos. La ira de Dios estaba contra el hombre; el pecado demandaba la justicia divina, y allí estaba el Señor Jesucristo con un legítimo temor a la muerte – especialmente a este tipo de muerte, en la que él sería considerado por el Padre como un maldito, al cargar para sí con el pecado de la humanidad. Su alma sensible, más que la de cualquier ser humano, podía percibir lo que sería esta separación (pues la muerte es separación).

Si bien es cierto que el temor a la muerte que sobrecogió a Jesús lo hizo sufrir un sudor comparable a grandes gotas de sangre, es mucho más tremendo el hecho de que el mayor temor no era debido al dolor de la muerte en sí, sino por lo que podría haber significado un acto de des-obediencia.

El primer Adán, allá en otro huerto, el de Edén («Edén» significa placer), no tuvo la capacidad de medir el caos que desataría su acto de desobediencia. Cristo, en cambio, el postrer Adán, tenía el antecedente del origen del mal en el cielo, cuando el ángel principal no quiso aceptar para sí lo que Dios quería para él. Nuestro Señor estaba en el huerto de Getsemaní (y «Get-semaní» significa prensa de aceite). El significado de «Getsemaní» fue profético pues, efectivamente, el alma de Cristo estaba siendo sometida a una prensa que lo haría sufrir una agonía entre su voluntad y la del Padre. Nun-ca, entre las personas de la Trinidad, había existido un desacuerdo. Bendito es el Señor Jesucristo que pudo decir: «Padre, si hubiera otra forma de redimir…, pero que no sea como yo quiero sino como Tú quieres».

La rebelión de Absalón, el hijo de David, tiene las mismas características de la rebelión que hubo en los cielos. Un hijo quiere pasar por sobre la cabeza de su padre. Absalón no está ‘en sintonía’ con su padre, y empieza a tramar cómo derrocarlo. Para ello, durante unos tres años, se sentó a la puerta de la ciudad de Jerusalén a juzgar las causas del pueblo. A cada cual les decía algo agradable y así dejaba a todos contentos. Hasta que el pueblo rumoreó: «¡Quién nos diera que Absalón fuese nuestro rey!».

Engañosamente, Absalón pidió permiso para ofrecer sacrificios en Hebrón, ciudad donde David había comenzado su reinado. El padre se agradó que su hijo fuese a adorar a Dios; sin embargo estando allá, tomó la ciudad, se rodeó de consejeros, y tuvo la maliciosa habilidad de atraer a los consejeros de su padre. Cuando David lo supo, se cubrió la cabeza con un saco y salió descalzo y llorando de Jerusalén, con toda su familia y los 600 fieles extranjeros que siempre le acompañaron. Toda la gente que vio a David en estas condiciones imitó su gesto de dolor cubriéndose la cabeza y llorando a causa de la rebelión de Absalón.  A partir de este incidente, los judíos, hombres y mujeres, tomaron la costumbre de adorar a Dios con la cabeza cubierta hasta el día de hoy.

Aquella noche, David hizo el mismo recorrido que haría nuestro Señor Jesucristo mil años más tarde. Cruzó el torrente de Cedrón y subió la cuesta del monte de los Olivos (Jn. 18:1). David lloraba por la rebelión de su hijo. (Si había alguien que fue delicado en cuanto al respeto a la autoridad fue David, y ahora tenía un hijo insensato que estaba haciendo algo tan contrario al carácter de su padre). Jesús, en tanto, sufría por la rebelión de todos los hombres y por el atentado acaecido en el cielo por Luzbel. ¿Por qué David se cubrió la cabeza?

Hay incidentes que son provocados por la soberanía de Dios y este es uno de ellos ¿Cuál es el mensaje? Que allá en el cielo, el ángel principal, el más hábil de todos, el más hermoso, más veloz, el director de la alabanza, el que hacía los arreglos musicales tomando los sonidos del espacio en la creación de Dios, este no quiso aceptar que en el futuro, ni él ni sus compañeros serían los protagonistas de la creación, sino una raza inferior a ellos llamada «hombre». «Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero… pero ¿qué es el hombre? Todo lo sujetaste bajo sus pies… todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos a Jesús…».

Los ángeles supieron, en algún momento, cuál sería su función en el futuro: Servir a los que serían herederos de la salvación. Fue en este punto donde el ángel principal y sus seguidores fueron tocados. Aquí encontró lugar la envidia, los celos, la arrogancia de no aceptar lo que Dios quiere. Tal vez el ángel principal dijo para sí: «Yo nunca he servido hacia abajo; siempre he servido hacia arriba. Sólo he servido a Dios, nunca he servido a nadie que sea inferior a mí. Acá en el cielo, toda la alabanza fluye a través de mí, ¿cómo se le ocurre a Dios quitarme esta gloria? ¡Ah, ah! Yo subiré por sobre la cabeza de Dios, subiré más allá de su trono, tomaré el reino en mis manos y haré lo que me plazca». Muchos de los que estaban subordinados a él le siguieron ciega-mente. Esto es exactamente lo que hizo Absalón: para tomar el reino tenía que matar a su padre, pasar por sobre su cabeza. Por eso David, en señal de tristeza, se cubrió la cabeza aquel día. Sabemos cuál fue el triste fin de Absalón.

Cuando Dios sufrió la rebelión de Luzbel, decidió entregar el reino a su Hijo hasta que el Hijo suprimiera todo dominio. Esta es una lección que nos enseña que, por muy razonable que sea un acto de rebeldía contra la autoridad, jamás contará con el respaldo de Dios.

Sujeción y autoridad en la Casa de Dios

La raza de Adán jamás aprendió la lección de la obediencia. Por esta razón fue exterminada con el último Adán en la cruz del calvario, y a partir de ahí se levantó una nueva raza, una nueva creación, cuya cabeza es Cristo el Señor.

El pueblo de Israel se comprometió solemnemente a obedecer todos los preceptos de la ley de Dios. Tal vez en ese momento fueron sinceros en prometer tal fidelidad, pero la experiencia demostró que nunca pudieron obedecer. El único de entre los hombres, que ha cumplido la ley de Dios, ha sido el Señor Jesucristo. Adán fracasó y luego todo Israel fracasó también. Cristo ha sido el único capaz de vindicar a los hombres.

Pero ahora está la iglesia como la casa de Dios, el único ambiente en el mundo donde a las personas les interesa lo que Dios quiere. Nadie más, fuera de la iglesia, está preocupado por lo que es la voluntad de Dios. Es más, el mundo es enemigo de Dios y está infectado con la rebelión de Luzbel. La naturaleza humana entró en concomitancia con la del enemigo, y no quiere lo que viene de Dios. El enemigo no se ha arrepentido de su rebelión y jamás lo va a hacer porque es tan enemigo que no quiere ni perdón, ni salvación, ni amor, ni nada que provenga de Dios.

Así mismo es el hombre que se encuentra lejos de Dios; mas la misericordia y el amor de Dios es persistente en procurar el regreso del hombre a la voluntad de Dios a través de la predicación del evangelio. Sólo cuando éste se encuentra con Cristo, y recibe la vida de Dios por la obra del Espíritu Santo, queda recién habilitado para empezar a querer lo que Dios quiere. De ahí en adelante, queda un largo camino que recorrer para aprender la lección de la obediencia.

La iglesia es el único ambiente donde la voluntad de Dios puede ser apreciada. La iglesia no puede perderse la bendición de obedecerle a Dios. El hermano Epafras, en Colosenses 4:12, estaba muy preocupado por este asunto y oraba intensamente «…Para que estéis firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere». En el único que podemos estar firmes, perfectos y completos es en Cristo, viviendo en él, por él, y con él. La voluntad de Dios es Cristo. Todo lo que Dios quiere se encuentra en él, de modo que cualquiera que desee estar en sintonía con Dios, tiene que conocer a Cristo y aprender lo que implica ser transformado a la semejanza de Cristo.

Toda esta enseñanza necesita ser aterrizada. Para ello, Dios ha dejado autoridades delegadas, entidades de autoridad, como son la iglesia misma, la familia, y el mismo orden de Dios para el universo. En el capítulo 11 de 1ª Corintios encontramos el orden jerárquico para el universo. Es interesante observar que allí no están considerados los ángeles, porque Dios no los tiene contemplados para sujetarles a ellos el mundo venidero, sino al hombre cuya cabeza es Cristo y su cuerpo, que es la iglesia. Este hombre colectivo es el que está destinado a ser el protagonista en el universo de Dios. De éste se dice: «Aún no vemos que todas las cosas le sean sujetas… pero vemos a Jesús coronado de honra y de gloria».

A uno podría parecerle que Pablo debió escribir que Dios es la cabeza de Cristo, que Cristo es la cabeza de los ángeles, que los ángeles son la cabeza del hombre y que el hombre es la cabeza de la mujer. Pero no. Allí no están los ángeles, porque en las edades venideras no están contemplados para ejercer autoridad, sino para servir a los que serán herederos de la salvación.

La iglesia está llamada a sostener un testimonio ante las conciencias de las potestades superiores. El testi-monio consiste en decirles a ellos que nosotros tenemos a Cristo como nuestra cabeza, que nos sujetamos en todo a él y a todas las instancias de autoridad, que nadie en la iglesia pretende ser cabeza, que los que están en autoridad espiritual, en la iglesia, están para servir representando a la autoridad de la Cabeza, sin sustituirla jamás.

Cuando los serafines adoran a Dios en los cielos, ellos levantan sus alas para cubrir sus rostros delante del trono de Dios. Al hacerlo, necesariamente cubren sus cabezas ¿Por qué? Porque en ese sencillo acto, tal vez inadvertido por nosotros, ellos están dando una señal ante Dios, queriendo decir: «Dios, nosotros reconocemos que sólo Tú eres la cabeza del universo; el principal de nuestros congéneres se levantó contra Ti queriendo pasar por sobre Tu cabeza; nosotros, queremos decirte que cubrimos nuestras cabezas en señal de aceptación que sólo Tú eres cabeza, y que tal rebelión no se halle nunca jamás entre nosotros». El testimonio más contundente que la casa de Dios da ante las potestades superiores, tanto a los ángeles caídos como a los no caídos, consiste en qué tan entendidos somos de la voluntad de Dios y qué tan dispuestos estamos para obedecerla.

Cuando la autoridad y la sujeción se oficializan de modo institucional en la casa de Dios, se corre el riesgo de funcionar por la mecánica externa. Un pastor no tiene autoridad tan sólo porque se le ha reconocido como tal, sino en tanto a través de él pasa la autoridad de Cristo. Ningún ministro del Señor tiene autoridad en sí mismo, sino en tanto Cristo es representado. La autoridad de Cristo, la cabeza, está repartida en todo el cuerpo; pero, a menudo, los modelos de autoridad imitan la jerarquía del cielo, que es piramidal; en cambio, en la casa de Dios, el modelo es sujetarse unos a otros. Sólo Cristo es la cabeza. Luego, la gracia de Cristo pasa a través de los miembros del cuerpo y así toda la casa se beneficia; pero note que es por la gracia de Dios y no por una mera institucionalidad.

De un modo práctico, la palabra de Dios nos manda a obedecer a nuestros pastores. Note que no dice «al pastor» sino a «vuestros pastores» (Heb. 13:17). También nos manda a obedecer a nuestros padres, la mujer al marido, los siervos a los amos y en general a toda autoridad, porque toda autoridad ha sido puesta por Dios. La obediencia en la casa de Dios no es de todos a uno, sino unos a otros. En el único caso en que la obediencia es de todos a uno es hacia Cristo; no cuando levantamos la figura de un líder al que todos le obedecen. Todo hermano que en la casa de Dios es honrado en un lugar visible debe ser regulado por el cuerpo. La historia nos dice que cuando se levantan ‘generales’ en la casa de Dios causan un desastre. Lo más peligroso es que un individuo actúe sin contrapeso en un contexto de iglesia. La rebelión es una semilla que está en la naturaleza humana y es la esencia misma del pecado, y tiene mucho que ver con querer ser cabeza. Identificamos este pecado como el más grosero de todos porque por este pecado vino la desgracia y la ruina a los ángeles caídos y a toda la humanidad.