Cuando la mujer samaritana dio al Señor agua del pozo de Jacob, él le ofreció agua de una fuente. No se trata de una fuente natural, está claro, sino de la fuente de agua de vida. «El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente que salte para vida eterna» (Juan 4:14).

La palabra fuente, que puede entenderse como plato o vasija, puede traducirse mejor como manantial; y en vez de decir «que salte» pudiera traducirse «borbotee». Lo que tendrá la mujer en su corazón es un manantial de agua de vida borboteando.

El pozo espera por ti para que vayas y saques lo que necesitas; pero un manantial es autosuficiente. Y este manantial es aún más precioso, pues provee el suministro desde adentro, sin que tengas que ir a buscarlo. La fuente o manantial nos habla, pues, de un suministro permanente, y además, de que el agua correrá desde adentro de nosotros, por tanto, es un agua fluyente, no estancada; más pura que la de un pozo, más transparente y cristalina.

Sin embargo, la figura del agua no queda ahí. Poco más adelante en el evangelio de Juan encontramos un río. «El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior, correrán ríos de agua viva» (7:38). Es la continuación de la enseñanza sobre el agua de vida. Allí es un manantial y aquí es un río.

El río surge en un manantial, pero es más que un manantial. Es el cauce que avanza, vivificando a muchos a su paso. Y esta agua, primero en la fuente y ahora en el río, es el Espíritu Santo. Nos dice el Señor. «Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él» (v. 39). Es el Espíritu Santo, no fuera, sino dentro de nosotros.

Este Espíritu es fuente y es río. Fuente, porque provee el suministro, y río, porque fluye para bendición de otros. Es fuente, porque no cesa de abastecer, y es río, porque no cesa de bendecir.

En Apocalipsis vuelven a aparecer la fuente y el río. La fuente en el capítulo 21, y el río en el 22. El Señor invita: «Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida» (21:6). Y el río, está en la nueva Jerusalén; un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que sale del trono de Dios y del Cordero. Este río rodea al árbol de la vida, que produce doce frutos, y cuyas hojas son para sanidad de las naciones. El río de Dios es el que vivifica el árbol. Es el mismo río que nos vivifica hoy, y que seguirá vivificándonos por toda la eternidad.

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