El relato de Marcos es sobrio y preciso. En el capítulo 14, en dos versículos sucesivos, 9 y 10, une a dos personajes, muy ligados ambos a la vida del Señor Jesús, pero con muy distinta suerte. Dos personajes que son dos formas de estar delante del Señor.

El primero de ellos es una mujer, aquella que unge al Señor en casa de Simón el leproso. No se nos indica aquí su nombre, pero eso es lo de menos; lo que importa es el gesto.

Esta mujer lleva un presente al Señor. Ha escogido el mejor perfume y con él unge Su cabeza. Ella está llena de gratitud, de ternura por el Señor. Ha traído lo mejor de sus ungüentos. Es todo su tesoro. ¿No es un buen perfume un fino tesoro para toda mujer?

Los discípulos no entienden el gesto; su corazón es aún estrecho. Murmuran contra ella. No entienden. Ella se les adelanta en la valoración del Maestro. Más tarde, también ellos lo apreciarán así. Ahora es la mujer anónima que se les adelanta a amarle, a acariciarlo como ellos no podían hacerlo.

Pero aquí, en este momento, según el relato de Marcos, surge otro personaje: este sí es nombrado. Su nombre ha recorrido las épocas y latitudes con su peso de ignominia y muerte: es Judas Iscariote.

Él ha estado más de tres años con el Señor. Ha tenido oportunidad de verle, como pocos, en su debilidad y en su gloria. Ha escuchado desgranarse de sus labios la riqueza del Cielo. Las necesidades del hombre han ocupado los días y las noches del Maestro; ha recorrido toda la tierra de sus padres, palmo a palmo; ha llevado su provisión de vida para derramarla sobre los corazones afligidos.

Ahora, en el momento crucial, Judas le traiciona. Ha olvidado todo, ha desconocido todo, ha menospreciado todo. Transforma el abrazo fraterno en puñalada artera. Es uno de los íntimos, pero le traiciona.

La mujer y el hombre. Esta mujer y este hombre. La devoción y la traición. Dos extremos que se unen en la vida del Siervo de Dios, y en las de todos los siervos de Dios.

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