Claramente, Isaac es un tipo de Cristo. Su lugar privilegiado en el corazón del padre, su condición de heredero de todo… Todo Isaac es Cristo prefigurado, anticipado. Pero hay una excepción notable.

Isaac era entonces un adolescente. Camina al lado de su padre; dos siervos le acompañan. El anciano ha estado particularmente enigmático esta vez. Nada ha comunicado a su hijo acerca del móvil del viaje. Caminan uno, dos, tres días. Por fin llegan al lugar. Los criados son dejados atrás. Siguen su viaje Abraham y su hijo. El rostro del anciano patriarca denota una velada preocupación.

– Padre mío.

– Heme aquí, mi hijo.

– He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?

– Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío.

Diálogo escueto. La fe del padre no alcanza a cubrir el desconcierto del hijo. El altar es levantado por cuatro manos anhelantes. Unas temblorosas, las otras intrigadas. La leña es puesta sobre las piedras. El joven es atado. Su desconcierto se convierte en estupor. El cuchillo brilla, el filo ha sido aguzado. La mano se alza, el niño se estremece. La mano tiembla, la mirada es un desesperado clamor. El padre vuelve sus ojos hacia otro lado…

Una voz imperiosa se oye. La mano se detiene justo a tiempo.

Dos mil años después, muy cerca de allí, la escena se repite con pasmosa similitud. El Hijo es puesto en el altar, la mano se alza, el joven se estremece. La mano tiembla, la mirada se torna un desesperado clamor. El Padre vuelve sus ojos hacia otro lado…

¿La voz imperiosa? No se oye. ¡Ay!, no se oye…

480