En el capítulo 26 de Éxodo se describe detalladamente las particularidades del tabernáculo. El tabernáculo nos habla de Cristo (no olvidemos que cuando él se hizo carne, habitó –o «tabernaculizó»– entre nosotros, Jn. 1:14), y también de la iglesia, que es llamada «tabernáculo de Dios con los hombres», Ap. 21:3). Es decir, nos habla del misterio de Cristo y la iglesia. Y hay aquí en este capítulo, señaladas tres cosas: las cubiertas (vv.1-14), los materiales para su construcción propiamente tal (15-30), y los velos (31-33).

El perímetro del tabernáculo, que incluía el atrio, estaba demarcado por diez cortinas. A la luz de Cantares 1:5, estas cortinas somos los creyentes – la sulamita, «las cortinas de Salomón». El número 10 representa a toda la humanidad; Dios ha escogido un pueblo de todo linaje, lengua, pueblo y nación (Ap. 5:9). En la cruz de Cristo murieron todas las diferencias (Col. 3:10-11), para crear un solo y nuevo hombre – un hombre universal, celestial (Ef. 2:15; 1 Cor. 15:47).

Las cortinas conformaban dos grupos de cinco cortinas; unidas con cincuenta lazadas (número de Pentecostés) con corchetes de oro, para dar la forma al único tabernáculo. Así también, en el principio de la iglesia, había dos grandes equipos apostólicos, uno para hacer la obra entre los judíos, y otro entre los gentiles. Pero finalmente, ellos eran uno solo, por el Espíritu, para edificar la única iglesia de Cristo sobre la tierra. Los corchetes de oro nos hablan de la vida divina, que hace posible la unión de los hijos de Dios.

Hoy Dios sigue realizando este trabajo en los que aman a Dios: derribando las múltiples barreras que se han levantado para separar a los hijos de Dios, porque la iglesia es universal, única, inclusiva.

Luego había tres cubiertas que se ponían sobre el tabernáculo. Una era de pelo de cabra, también compuesta por dos grupos de cortinas, una de cinco y otra de seis. La cortina número 11 se ponía al oriente y se doblaba hacia arriba, en el lugar de la puerta. Éstas cortinas estaban unidas por corchetes de bronce, lo que representa al hombre exterior que es tratado por la disciplina de Dios, para el quebrantamiento del alma y el gobierno del espíritu.

Había una segunda cobertura, de pieles de carneros, teñida de rojo. El carnero nos habla de Cristo; el rojo, de la sangre. Esto significa que Dios nos cubre por la sangre de Cristo aún en nuestros tratos, para no ser condenados con el mundo. Más allá de la disciplina, la sangre nos reclama para Dios, nos pone el sello de su protección, haciendo separación entre nosotros y el mundo.

Finalmente estaba la cubierta de pieles de tejones – que eran animales del desierto parecidos a un ratón. Así que, el aspecto exterior del tabernáculo no era hermoso, como tampoco lo fue el «varón de dolores», que no tuvo «apariencia ni hermosura». Las grandes obras de Dios no son para el mundo, que es incapaz de apreciar las cosas del espíritu. El Señor Jesucristo fue, para sus contemporáneos, solo un carpintero galileo; asimismo la verdadera iglesia, ha sido históricamente solo un puñado insignificante de hombres y mujeres.

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