Poco después de la resurrección, el Señor, estando con los discípulos, sopló sobre ellos, y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». El mismo soplo de Dios que fue vida en la nariz de Adán (Gén. 2:7), fue aquí, para los apóstoles el Espíritu Santo. En el Edén fue vida para el alma; aquí fue vida para el espíritu. Este es el soplo del cual el Señor Jesús habló a Nicodemo con estas preciosas palabras: «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu» (Juan 3:8). Soberano. Misterioso. Así es el Espíritu en su actuar.

Este viento vivificador –el Espíritu Santo– puede ser un viento fuerte o bien una delicada brisa. En Pentecostés fue un viento recio que llenó toda la casa donde estaban sentados (Hech. 2:2). El viento recio es como el viento puelche que sopla en el sur de Chile. Es tan potente que se lleva las basuras de las calles, barre el polvo y todo aquello que no está suficientemente firme. El Espíritu Santo también hace una obra de limpieza así. Todo aquello que no está sujeto a Cristo es llevado lejos. Toda basura es quitada, toda impureza es barrida. ¡Qué sanadora es para el alma del creyente esta obra del Espíritu Santo!

Pero también el Espíritu es como la brisa, y entonces viene a aquietar nuestro espíritu con un silbo suave y apacible, tal como ocurrió con Elías en aquella cueva del monte Horeb. Su espíritu estaba agitado, su alma turbada. El celo de su corazón se había encendido sobre el monte Carmelo, y ahora descendía al valle del temor. Entonces Dios hace pasar delante de él un poderoso viento que rompía los montes y quebraba las peñas; luego un terremoto y un fuego, pero Dios no estaba ni en el viento, ni en el terremoto ni en el fuego. Dios vino, en cambio, como un silbo apacible y delicado (1 R. 19:11-13). ¡Qué maravilloso es el Espíritu de Dios!

En Ezequiel 37 encontramos una hermosa alegoría acerca del Espíritu. Allí se muestra cómo, a la palabra de Ezequiel, hubo un ruido, y luego un temblor, y los huesos secos diseminados por el valle se juntaron uno con otro. Luego, hubo tendones, más tarde subió sobre ellos carne, y después piel. «Pero –aclara– no había en ellos espíritu». Entonces, al profetizar Ezequiel «entró espíritu en ellos, y vivieron, y estuvieron sobre sus pies». Sin el espíritu, había solo huesos, tendones, carne y piel, es decir, había cadáveres, pero no había hombres. Así ocurre también en muchos ambientes cristianos. Hay abundantes expresiones de la naturaleza adámica, pero no hay mucho de la nueva creación. Todo lo que no es del espíritu, es de la carne (Juan 3:6; 6:63).

Mucho se ha pecado contra el Espíritu, menospreciando su obra, olvidándole e ignorándole. ¡Que el Señor derribe nuestra suficiencia para que tengamos al Espíritu de Dios actuando libremente!

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