El Espíritu Santo es Dios. Él es, por lo tanto, una Persona con todos los atributos de tal. Sin embargo, para que podamos conocerle mejor, él se nos representa a través de algunos símiles. Uno de ellos es el fuego.

Cuando Juan el Bautista anunció el ministerio del Señor Jesús, dijo, entre otras cosas, que Él bautizaría en Espíritu Santo y fuego (Mat. 3:11). Esto se cumplió parcialmente en Pentecostés, cuando vino el Espíritu sobre los apóstoles y lenguas de fuego se aparecieron sobre cada uno de ellos (Hech. 2:3), y se ha seguido cumpliendo hasta nuestros días.

¿Qué significa que el Espíritu Santo sea fuego? El fuego purifica. Los metales nobles (y el creyente es precisamente eso) son purificados cuando son puestos en el crisol al fuego, y quedan así limpios de la escoria. El Espíritu Santo nos hace pasar por pruebas, tribulaciones y situaciones altamente difíciles para ser purificados de motivaciones impuras y de mezclas extrañas.

¿Qué más significa? El fuego también es el denuedo del creyente lleno del Espíritu. El fervor y arrojo de los apóstoles luego de Pentecostés es el ejemplo. Pese a las tribulaciones y amenazas, ellos predican la Palabra, la cual era confirmada con señales y prodigios de parte de Dios. En este sentido es como debe entenderse la exhortación de Pablo a Timoteo: «Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim. 1:6). Timoteo había recibido el Espíritu por la imposición de las manos de Pablo, pero él debía avivarlo.

El fuego de Dios puede ser avivado como también puede ser apagado. En la primera epístola de Pablo a los Tesalonicenses dice: «No apaguéis al Espíritu» (5:19). Esta expresión nos sugiere claramente la idea de fuego. Tanto la exhortación en positivo a Timoteo como ésta en negativo a los tesalonicenses, indica claramente que este asunto de apagar o avivar el fuego del Espíritu depende exclusivamente del creyente y no de Dios.

¿Cómo se puede apagar y cómo se aviva? El creyente debe saber que todo lo que está asociado al mundo, como también todo pecado, apaga el Espíritu. La incredulidad es un gran pecado, responsable de otros muchos, por tanto, es causal de apagar al Espíritu. Por otro lado, todo aquello que pone al creyente en contacto íntimo con Dios, sea la oración, la lectura o el oír la palabra de Dios, la comunión con otros creyentes, enciende el fuego del Espíritu. ¡Que nos libre el Señor de proceder en contra del Espíritu y tenerlo apagado dentro de nosotros!

El profeta Jeremías reconocía tener «como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude» (Jer. 20:9). Este fuego del profeta le libró de la apostasía. Él trató de zafarse de la encomienda que Dios le había dado, pero teniendo a Dios mismo –el Espíritu de Dios– metido en sus huesos, fue librado de ello. ¡Oh, que muchos Jeremías se levanten hoy en medio de la apostasía que vivimos para que nadie renuncie a su llamamiento, ni reniegue de su fe, sino, antes bien, sean valerosos portavoces del testimonio de Dios!

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