EVANGELIO

Toda vez que Abel ofreció su ofrenda con fe, estaba siguiendo la dirección de Dios.

Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda».

– Gén. 4:4.

Han pasado muchos años desde que la tierra recibió la sangre de Abel. La suya fue la primera de las tumbas. Pero él no ha quedado en silencio. Su fe ha adquirido una voz eterna.

El tiempo no puede acallar su eco de amonestación solemne: «Y muerto, aún habla por ella» (Heb. 11:4).

Esto es lo que nos narra el cielo. Seguramente debe haber mucho de gran valor en este testimonio, cuando resuena de edad en edad. Nada puede comparársele: proclama al Señor Jesucristo.

Este es el propósito de su llamamiento a todos los hijos de los hombres: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo». Confía en su sangre. No presentes otra cosa delante de Dios más que su muerte expiatoria. Haz de su cruz tu única esperanza.

Lector, quizá tú no has encontrado nunca todo este Evangelio en la breve vida de Abel. Pero allí está. Abel se presenta delante de nosotros con el noble carácter de alguien cuyo espíritu se regocija en Dios su Salvador.

Esta es la característica prominente de este cuadro. Abel escoge el primogénito de su rebaño y lo presenta como ofrenda. Esta es su actitud y su conducta. Pero, ¿qué le movió a prestar esta adoración? Debía tener algún gran propósito. Indaguemos.

¿Le había convencido la razón de que era pecador? ¿Comprendió por ello que su propia vida estaba perdida? ¿Albergaba la esperanza de que podría recobrarse dando otra vida en su lugar? ¿Tuvo la idea de que una víctima sin mancha podía ser la liberación de un alma condenada? No podía ser eso. La ceguera del pecador no ve nunca el verdadero desierto que representa el pecado; mucho menos puede imaginar una propiciación a base de sangre. Dios tiene que hallarse en este pensamiento.

La fe de Abel

Mientras así indagamos, la Escritura levanta el velo y nos expone el principio que vivía en el alma de Abel. Era la fe. «Por fe Abel ofreció a Dios un sacrificio más excelente que Caín» (Heb. 11:4).

Esto aclara la cuestión. Porque fe es confianza en Dios y dependencia de su Palabra. Dios habla; la fe escucha, cree y obedece.

La fe es algo que se respira solo en la atmósfera de la revelación; se sostiene únicamente en la roca de las promesas divinas. Solo tiene oídos para las nuevas celestiales. No sabe leer otra cosa aparte de lo que el dedo de Dios escribe. Siempre está presta para dar la razón decisiva: «El Señor lo ha dicho».

Estamos seguros, pues, de que toda vez que Abel ofreció su ofrenda con fe, estaba siguiendo la dirección de Dios.

Somos conducidos así a vislumbrar muchos de los trabajos de su alma en este culto que rindió al Señor. No puede ser de otra manera: sus padres le harían saber, en términos que traducirían su vergüenza, la enormidad de su caída. De ahí que supiera lo ocurrido, que supiera que él mismo era un hijo de ira y heredero de una naturaleza corrupta.

Pero, ¿se detuvieron aquí sus padres? ¡Oh, no! En actitud de adoración agradecida, le contarían además que había sido prometido el perdón y que sería provisto un Redentor, plenamente calificado y poderoso para salvar, el cual ofrecería su vida en expiación. Le enseñarían también que había sido ordenado un rito por Dios mismo, mediante el cual podría ejercer su fe y mantener viva la expectación del Cordero salvador.

Esta era la Biblia de Abel. Así leía él las principales lecciones del Evangelio de la salvación. No vaciló en la incredulidad, sino que abrazó completamente la verdad para vida eterna. En la alborada del mundo, él vio el Sol de justicia.

La actitud de un pecador

Lector, ¿no acarrea esto mismo la condenación a las multitudes que, inmersas en el mismo resplandor de la luz, nunca consiguen la fe salvadora? Obtengamos así una visión de la intimidad espiritual de Abel. Allí, en aquel altar, está este hombre humilde, con fe y amor. Él tiene pleno sentido de su nulidad. Se humilla en polvo y ceniza. Su actitud confiesa que se ve perdido y arruinado, que es un pecador. Comprende que su paga ha de ser la eterna ausencia de Dios. Se da cuenta de que no tiene poder en sí mismo para ayudarse.

Pero está lleno de fe. Al no mirarse más a sí mismo, dirige su vista a otro. Sabe que en los cielos de los cielos vive un Salvador listo para descender con sanidad en sus alas. En la sangre de su víctima ve una prenda segura de la sangre preparada para limpiar hasta los más íntimos pliegues de su alma.

Abel está lleno también de amor santificador. Porque ningún hombre puede confiar en gracia tan plena, tan inmerecida, tan necesaria, tan efectiva, sin sentir que, al ser perdonado de tal modo de la perdición, se debe vivir una vida de sacrificio voluntario para el Dios misericordioso.

La instrucción paterna

En aquel tiempo había alguien más al lado de Abel, si bien un gran abismo los separaba. Era su hermano Caín. Él también había nacido con igual culpabilidad. Sin duda, compartía la misma instrucción paterna. En lo que respecta a ventajas externas no había diferencia. Pero, ¿era el mismo su carácter espiritual? En absoluto. La verdad que moldea a uno, solo endurece al otro. Uno recibe la bendición; el otro se abate bajo la maldición. Sus caminos para con Dios los ponen de manifiesto.

Es un panorama triste. Pero no desviemos nuestra atención. Veamos cómo Caín se descubre a sí mismo. Parece que acude a Dios. Esto es bueno. Pero, ¿qué trae? «El fruto de la tierra». A primera vista, parece que todo está en regla. Pero el disfraz cae, y vemos las odiosas señales que prueban que «era malvado».

Descubrimos el ego en la misma raíz de la religión de Caín. Dios ha ordenado la manera cómo tiene que ser invocado. Caín piensa que puede seguir un camino más de acuerdo con la majestad de los cielos y la dignidad del hombre. Coloca su mezquina razón por encima de los consejos del Omnipotente; se aparta de la voluntad revelada para palpar en la oscuridad de sus propios planes.

¿No es éste un caso lamentable? Sin embargo, es el engaño en que caen muchos. «Profesando ser sabios, se hicieron necios». El ego, la voluntad propia del hombre, hace primeramente un dios, luego una religión y finalmente cava una fosa para su propia destrucción.

El orgullo de Caín

Vemos en segundo lugar el orgullo de Caín. Así ha de ser, pues suele ser el primogénito de la razón no iluminada. La creación ha hecho salir al hombre del polvo. El pecado lo convierte en el más vil polvo. Pero, aún así, sigue andando, lleno de vanagloria, hasta que la gracia abre sus ojos y lo vuelve al lugar más bajo de su propia natural humildad.

Así ocurrió con Caín. No siente ni el pecado ni la necesidad de perdón. Por consiguiente, con orgullo presenta una ofrenda que le habla de la corrupción de la naturaleza.

Altivo, no quiere lavarse en la sangre del Redentor, para purificarse, de modo que viene a ser el modelo de esta clase de personas que, en todo tiempo, dicen: «Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo» (Apoc. 3:17).

La incredulidad que hunde

Había incredulidad también en la actitud de Caín. Dios había expuesto claramente la redención por Cristo. Pero Caín no cree. La incredulidad cierra sus ojos; no desea mirar a Jesús. Cierra su mano, no quiere apoyarse en él. Cierra su boca; no anhela clamar a él. Cierra su corazón; no lo abrirá nunca a él.

¿Te maravillas de su locura? ¡Ten cuidado! La conciencia puede decirte: «Tú eres aquel hombre» (2 Sam. 12:7).

El final se nos describe rápidamente. Lo malo se vuelve pronto peor. La incredulidad se desliza veloz por la pendiente hasta llegar allí donde el Evangelio nunca es predicado y no hay esperanza.

Dios alterca. Caín no se somete. Ve la justicia que es por la fe, solo para odiarla más. Mediante el asesinato de su propio hermano piadoso, busca apagar la luz que todavía brilla sobre él. Se hunde en la desesperación, y desde sus prisiones eternas clama: «Ve con cuidado, y no rechaces el sacrificio más excelente».

Lector, puede ser que, cuidadoso de muchas cosas, hayas sido sin embargo negligente en lo que debería ser el principal cuidado del hombre. Escucha por un momento. Te lo ruego.

¿No oyes una voz que te formula una pregunta basada en esta narración? Una voz que te dice: ¿Eres de Abel o de Caín? En términos más sencillos: ¿Recibes o rechazas al Señor Jesús? Este es el punto importante. Él fue el fin del «sacrificio más excelente» que Abel trajo y que Caín desechó (Heb. 11:4). Cristo es el Cordero señalado por Dios, aceptado por Dios y llevado hasta nuestra misma puerta por medio de las Escrituras.

¿Quién puede apreciar en todo su profundo valor, los poderosos motivos que impulsan al pecador para apropiarse de este sacrificio? Son más numerosos que los momentos de la eternidad. Cada uno habla más alto que los truenos del Sinaí. Cada uno tiene clamor estremecedor, como la trompeta de Dios.

El sacrificio más excelente

Considera solamente su poder real. Es éste: Salva eternamente a las almas de todos los pobres pecadores que lo presentan a Dios por la fe.

¿No es preciosa tu alma? Más allá de todo pensamiento. Necesita redención de la ira y de la ruina. ¿Estás preparado para ofrecer su valor equivalente?

Imagínate que las balanzas de los cielos hicieran la prueba. ¿Qué podrías presentar como contrapartida en el otro platillo de la balanza? No tienes nada, lo que tienes es más ligero que la vanidad. Pon ahora el «sacrificio más excelente». Su valor está por encima de todo precio. Ofrécelo y eres salvo. ¿Serás como Caín y rechazarás este sacrificio?

Son muchos tus pecados. La arena del mar es poca en comparación; pero cada uno de ellos ha de ser borrado, o perecerás eternamente.

Un pecador no perdonado no puede entrar en el reino de los cielos. ¿Qué harás entonces? Una cosa es clara: No puedes hacer nada, no puedes deshacer el pasado.

Pero he aquí «el sacrificio más excelente» limpia de todo pecado. Por él, toda clase de pecados son perdonados a los hijos de los hombres. Cambia lo más vil en perfecta pureza. Sus méritos pueden hacerte a ti sin mancha. ¿Querrás ser tú como Caín y rechazar «el sacrificio más excelente»?

Tú necesitas paz. Satanás aturde. La ley te condena, la conciencia te acusa. Tus heridas son profundas, tus cargas pesadas. El corazón se derrite. Andas taciturno y pesado. Te miras a ti mismo y te desesperas. Miras el mundo y se burla de tu problema. Buscas una fuente y resulta una cisterna rota. Vuelas hacia los actos externos de la religión y son como cañas, te apoyas en ellas y te hieres las manos.

¡Cuán distinto es el «sacrificio más excelente»! Nos habla de que Dios está satisfecho, el pecado remitido, y todos los acusadores enmudecidos. Trae perfecta paz, que sobrepasa todo entendimiento.

¿Serás como Caín y rechazarás el «sacrificio más excelente»?

Tú deseas santificación, anhelas ser conformado a la imagen de Cristo. Esto está bien, porque es eterna ley de Dios que sin santidad nadie le verá.

Pero la santidad solo puede aprenderse en ese altar. Es la visión del Cristo muriendo por nosotros lo que mata nuestra concupiscencia. Es la sombra de la cruz lo que hace temblar al enemigo. Un amador de la iniquidad no puede morar en la gloria. Pero no hubo jamás un hombre santo que no viviese en la gloria, al apoyarse en «el sacrificio más excelente». Si deseas andar con Dios en verdadera justicia, no imites a Caín, no rechaces este sacrificio.

Recuerda: este sacrificio es único. Jesús, por la ofrenda de sí mismo, hecha una sola vez, «hizo perfectos para siempre a los santificados» (Heb. 10:14). Descuídalo, y no podrás hallarlo en ninguna otra parte. Descuídalo hoy, y tal vez mañana lo buscarás en vano. Escucha, pues, la voz de Abel que te llama sin descanso para que te apresures a acudir al altar de tu salvación.

Lector, no dejes estas líneas sin antes declarar: Me gozo verdaderamente en el Señor Jesucristo, y él es para mí «el sacrificio más excelente».