He aquí, bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga; por tanto, no menosprecies la corrección del Todopoderoso. Porque él es quien hace la llaga, y él la vendará; él hiere, y sus manos curan”.

– Job 5:17-18

Es reconfortante saber que nuestros sufrimientos forman parte del plan de Dios para moldear nuestras vidas. De acuerdo a las valoraciones de este mundo, resulta incongruente el hecho de que un Dios de amor permita y ejecute situaciones de sufrimiento sobre sus hijos. Sin embargo, en la perfecta y eterna sabiduría de Dios, el dolor guiado y controlado por sus manos sólo busca perfeccionarnos, hacernos mejores personas, cristianos maduros, hijos obedientes.

Aunque cueste creerlo, el sufrimiento al que él nos somete busca librarnos de sufrimientos mayores. Su dolor busca librarnos de dolores mayores.

He visto trabajar a maestros en el arte del bonsái (esas pequeñas plantas cultivadas en macetas que, muchas veces, llegan a adquirir la apariencia de árboles centenarios). Toman el pequeño árbol en sus manos; con instrumentos adecuados cortan ramas, con alambres de diferentes grosores y durezas las rodean, las direccionan de acuerdo a un estilo o diseño definido, las posicionan en ángulos y sentidos que cambian totalmente su apariencia. Los defolian totalmente muchas veces; los sacan de sus maceteros, les recortan las raíces.

En fin, los someten a un proceso que podría ser considerado estresante o traumático. Y este proceso lo repiten varias veces con cada ejemplar durante varios años mientras lo van formando. Pero con el paso del tiempo, a la vuelta de los años, ese pequeño árbol llega a convertirse en una obra maestra, digna de admiración y de asombro por parte de todos aquellos que lo contemplen. Su belleza aumenta, y su valor también. Algo parecido a eso es el tratamiento de Dios con nosotros.

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