La parte de la historia de la Iglesia que no ha sido debidamente contada.

A mediados del siglo XVII, el ímpetu de la iglesia luterana había decaído notablemente en Alemania. El fuego inicial de la Reforma había devenido progresivamente en una tibia religión institucionalizada. El fervor espiritual había cedido su lugar a una ortodoxia fría y altamente intelectualizada. La fe se convirtió, por obra de teólogos posteriores a Lutero, en poco más que una serie de verdades doctrinales en forma de proposiciones teológicas, transmitidas de una generación a otra. Y también, en materia de un debate interminable con otros credos y confesiones protestantes.

El cristianismo auténtico era considerado como mera corrección doctrinaria y sacramental, sin importar la condición espiritual y moral de los creyentes. El papel de los así llamados «laicos» era meramente pasivo, y se reducía a aceptar los dogmas de la iglesia y recibir los sacramentos. Esa era la «suma» de la vida cristiana en aquellos días. A todas luces, se trataba de un territorio demasiado árido para el desarrollo de la vida interior del Espíritu. En consecuencia, el estado espiritual de los creyentes era, en general, muy deplorable.

El pietismo fue una reacción contra este estado de cosas al interior de la iglesia luterana. Los pietistas no rechazaban la reforma ni la teología de Lutero; más bien las consideraban incompletas. Acostumbraban llamar a la ortodoxia luterana una «ortodoxia muerta», porque no revelaba ninguna realidad espiritual. De hecho, uno de sus lemas favoritos era: «Mejor una herejía viva que una ortodoxia muerta». Por ello, ponían un gran énfasis en la necesidad de una fe viva y real, experimentada en el corazón, que hiciera diferencia visible entre el cristianismo verdadero y el falso.

En verdad, debían lidiar con la pesada herencia de Lutero y su iglesia estatal de Alemania, donde era imposible distinguir entre creyentes y no creyentes. Los pietistas buscaron celosamente hacer visible la auténtica iglesia de Cristo y distinguirla de los falsos creyentes.

Para lograr su objetivo, siguieron un camino propio y original. Se negaron a separarse de la iglesia luterana e intentaron reformarla desde adentro. Intentaron aproximarse lo más posible al modelo de iglesia del Nuevo Testamento, creando una especie de «pequeña iglesia dentro de la iglesia» (ecclesiolae in ecclesia), donde se practicaba el sacerdocio de todos los creyentes – verdad cardinal del luteranismo, pero carente de expresión real hasta entonces. Así, su lema fue «La Reforma sigue en marcha».

Admiraban y aceptaban la teología de Lutero, pero consideraban que el reformador dejó su obra inconclusa. Paradójicamente, su mayor éxito se obtuvo fuera de los muros de su querida confesión luterana. Otros creyentes tomarían su estandarte y enseñanzas para encauzarlas en un poderoso torrente espiritual cuyas consecuencias siguen hoy plenamente vigentes.

Los comienzos

Muchos historiadores coinciden en señalar a Johann Arndt como el precursor del pietismo. En 1610 publicó un libro que sería considerado ‘la Biblia’ del movimiento, llamado «Cuatro libros sobre el cristianismo verdadero». En él enfatizaba la necesidad de que todo cristiano pase por la experiencia del nuevo nacimiento. La vida cristiana debía ser vivida, de acuerdo con él, en una unión viva y vital con Cristo. Argumentaba, además, que la pureza doctrinal sería mantenida mejor por una vida santa que por las disputas teológicas.

Arndt no fue, en estricto sentido, parte del movimiento pietista, pero contribuyó profundamente a modelar su espíritu y vocación característicos. Su libro circuló ampliamente por toda Alemania y alcanzó una fama sólo superada por la Biblia misma.

Tras Arndt, surgió la figura de Philipp Jakob Spener. Este fue un ministro luterano que, en sus años tempranos, resultó influenciado por las enseñanzas del reformador de origen francés Jean de Labadie, quien trabajó arduamente por la unidad de la iglesia en Holanda, y por los escritos de Richard Baxter, el notable pastor puritano que encabezó un avivamiento en sus días.

Spener estaba profundamente preocupado con la condición espiritual en que se hallaba la iglesia de sus días. En 1670, siendo pastor en Frankfurt, comenzó un programa de reforma que tendría vastas consecuencias. Reunió en su casa un grupo de creyentes que compartían sus ideas, con el objetivo de orar, discutir los sermones del día domingo, y ayudarse mutuamente a profundizar su vida espiritual. Estos círculos de creyentes se extendieron por muchas congregaciones luteranas y fueron conocidos como «collegia pietatis» (grupos piadosos), de donde provino el nombre «pietismo».

Spener y los pietistas estaban decididamente convencidos de que la doctrina luterana del sacerdocio de todos los creyentes debía ser llevada a la práctica de manera efectiva. El mismo Spener declaró en cierta ocasión: «Oh, quien me diera conocer una asamblea recta en todas las cosas, doctrina, orden, y práctica; lo cual haría de ella lo que una asamblea cristiana y apostólica debiera ser, tanto en la doctrina como en la vida».

Un movimiento semejante difícilmente causaría rechazo en nuestros días. Sin embargo, fue ampliamente rechazado por algunos miembros del clero y la autoridad civil en días de Spener, pues parecía que contravenía gravemente la ortodoxia luterana oficial. Las acusaciones de herejía no se hicieron esperar.

Las ideas pietistas de Spener fueron expuestas en su libro «Pia Desideria» (deseos piadosos), que puede considerarse con justicia el tratado fundamental del movimiento. En él, Spener expone los males de la iglesia alemana y los pasos necesarios para su restauración. Entre esos males encuentra: la intromisión del gobierno en los asuntos de la iglesia (pues Lutero la había colocado bajo el control de los príncipes), la conducta poco cristiana de muchos clérigos, las inútiles disputas teológicas, y la ebriedad, ambición e inmoralidad reinante entre los laicos.

Su plan de reforma incluía la extensión de los círculos piadosos como una «ecclesiolae in ecclesia» a fin de fomentar la vida espiritual y la ayuda mutua entre los creyentes, pues creía firmemente que una gran parte del problema radicaba en la condición pasiva de los llamados «laicos» en la iglesia, en contraposición a la clara enseñanza del Nuevo Testamento.

También abogaba por el fin de las controversias teológicas, pues decía que la verdad no se encuentra en los sistemas teológicos, sino en la experiencia del corazón. Según Spener, la transformación interior es el asunto vital de la experiencia cristiana. Por ello, defendía la necesidad de que los cargos clericales fueran ocupados por hombres verdaderamente regenerados, que mostrasen evidencias de una vida transformada.

En suma, se trataba de un verdadero plan de reforma, centrado en la renovación interior y la «religión del corazón», como les gustaba decir a los pietistas. Sin embargo, la reacción de una parte del clero no se hizo esperar, pues la crítica de Spener desnudaba demasiadas falencias. Fue acusado de herejía, en especial por su oposición a la «autoridad final» del credo luterano oficial, y su deseo de retornar a la Escritura como única fuente de autoridad.

La verdad es que Spener no se oponía a la teología de Lutero, sino a las prácticas luteranas de sus días. Escribió: «La doctrina de nuestra iglesia (luterana) no puede ser culpada por nada de esto, pues se opone vigorosamente a estas ilusiones».

Sin embargo, fue expulsado de Frankfurt y llegó a ser capellán de la corte del príncipe de Sajonia en Dresden. Allí continuó con sus actividades a favor de una reforma, pero también se enfrentó a la oposición de las universidades sajonas. Sus reuniones piadosas estaban en el centro de la controversia, y eran consideradas subversivas para la sana doctrina y la estabilidad de la iglesia, pues fomentaban el interés de los «laicos» por la teología y los asuntos eclesiásticos, poniendo en duda –se decía– la autoridad del clero.

También se le acusaba de divisionismo. Es cierto que Spener siempre se opuso a las tendencias separatistas dentro del pietismo, pero no es menos cierto que muchos de sus miembros llegaron a considerar como lógicamente inevitable la separación. Con todo, el pietismo nunca llegó a ser un movimiento organizado, sino, más bien, una profunda corriente espiritual que permearía la iglesia hasta hoy.

Spener se vio obligado a dejar Dresden tras reprender pastoralmente la intemperancia del príncipe elector. Aceptó entonces la invitación del príncipe elector de Brandenburgo, Enrique III, que más tarde sería rey de Prusia. Se estableció en Berlín, desde donde continuó su obra hasta su muerte en 1706, y permaneció como ministro luterano hasta el fin.

Augusto Herman Francke

Durante su estadía en Brandenburgo, Spener contribuiría a formar el mayor centro de influencia pietista de sus días, la Universidad de Halle (1691). Entre otras cosas, convenció al príncipe elector para que nombrase como profesor a otro de los grandes líderes del pietismo, Augusto Herman Francke. Se ha dicho, con justicia, que si Spener fue el padre fundador del pietismo, Francke fue su genio organizador.

Francke nació en la ciudad de Lübeck, en 1663, en un hogar profundamente influido por las enseñanzas de Spener y la ortodoxia luterana. De hecho, estudió en la Universidad de Leipzig, considerada un bastión del luteranismo ortodoxo. Estando allí, organizó y dirigió un círculo pietista al estilo de Spener al que llamó «grupo de amantes de la Biblia». Sin embargo la experiencia decisiva de su vida le habría de llegar en 1687. Hasta ese momento tenía «sólo conocimientos mentales y ninguna experiencia del corazón». Sin embargo una noche, según cuenta, cayó de rodillas con muchas preocupaciones y dudas, y se levantó lleno de una inefable certeza: «Cuando me arrodillé no creía que Dios existía, pero al levantarme creía al punto de derramar mi sangre».

Como todo pietista, Francke pensaba que su experiencia constituía un padrón de conversión genuina, y que era la única manera de obtener certeza en cuanto a la salvación. Los sentimientos del corazón debían estar en el centro de la vida cristiana auténtica.

Una vez graduado, Francke se unió a Spener en su lucha por reformar la iglesia luterana. De regreso en Leipzig comenzó a realizar conferencias entre los estudiantes, las que se tornaron muy populares. Pero algunos profesores de la universidad se le opusieron tenazmente y lo acusaron de sostener, junto con Spener, ¡más de 600 herejías! Finalmente, las autoridades de la ciudad lo conminaron a abandonarla (1690), y Francke aceptó una invitación para ser diácono de la iglesia en Erfurt. Sin embargo, hasta allí lo siguieron sus adversarios y nuevamente consiguieron que fuese expulsado de la ciudad por las autoridades locales (1691). Fue entonces cuando le llegó la invitación del príncipe elector de Brandenburgo para ingresar como docente en la recién fundada Universidad de Halle. Allí Francke se convirtió en alma teológica de la universidad, que, bajo su influencia, se tornó en el centro más importante del pietismo de sus días.

El celo espiritual de Francke, sus inspiradas cátedras expositivas y su enorme energía organizadora, contribuyeron a dar forma a un ardiente movimiento misionero, en tiempos cuando el protestantismo en general no se interesaba en las misiones.

En 1706, los primeros misioneros de Halle fueron enviados a la India, bajo el auspicio del rey Enrique IV de Dinamarca. Sus nombres eran Bartolomé Ziegenbald y Enrique Plütchau. Durante el siglo XVIII, salieron desde Halle y otras instituciones asociadas 75 misioneros hacia el extranjero, entre los cuales el más renombrado sería Cristian Federico Schwartz (1726-1798), quien trabajó casi 40 años en la India, hasta su muerte. En verdad, debe considerarse este esfuerzo misionero como el primero de los tiempos contemporáneos, realizado casi 100 años antes de la empresa misionera moderna de alcance mundial comenzada con Guillermo Carey.

Paralelamente, Francke organizó y dirigió varias obras educativas y de caridad. La compasión hacia los más débiles y necesitados caracterizó desde siempre al movimiento pietista. En 1795 inauguró una escuela para niños pobres, la que luego amplió debido a la gran cantidad de solicitudes, e inició una famosa escuela de adaptación. En 1698 abrió su conocido orfanato. Asombrosamente, todas estas obras las realizó casi sin medios económicos, sostenido únicamente por la fe en la provisión de Dios. Cien años más tarde, su obra serviría de inspiración a otro hombre, que había de fundar y conducir un orfanato bajo las mismas premisas de fe: George Muller, de Bristol.

Fue tal su influencia, que, a su muerte era reconocido y admirado por toda Europa como líder del pietismo y una de las fuerzas más poderosas del protestantismo. Era admitido libremente entre pobres y acomodados, pequeños y poderosos. Sin embargo, usaba siempre su influencia entre los ricos y poderosos para ayudar a los más pobres. Un historiador observa: «El fue el iniciador, el fundador y el líder vitalicio de una empresa caritativa que conquistó la mente y la admiración de personas del mundo entero. Nunca se había visto algo semejante en la larga historia de la iglesia cristiana».

Tras él, la historia posterior del pietismo estaría asociada a una antigua compañía de cristianos perseguidos, conocidos como «Unitas Fratum» (Hermanos Unidos), quienes después de largos años de peregrinación encontraron finalmente un hogar en las tierras de un poderoso noble alemán, el conde Nicolás Von Zinzendorf, formado profundamente en las enseñanzas de Spener y Francke. Junto a él iniciarían un nuevo capítulo en la historia del pietismo, cuyas consecuencias serían de vasto alcance. La historia posterior los conocería como «los hermanos moravos».

Legado del pietismo

Sin duda, el pietismo ha cavado un poderoso surco en la historia de la restauración de la iglesia hacia el modelo neotestamentario. Su énfasis en el nuevo nacimiento como experiencia cardinal de todo cristiano auténtico, así como una subsiguiente vida transformada, resulta perenne. La mera adopción mental de un credo ortodoxo –enseñaban– no basta para salvar a los hombres. Es necesario un nuevo nacimiento que transforme a los hombres desde la raíz de su ser.

La fe no debe ser entendida sólo en la cabeza, sino sobre todo experimentada en el corazón, vale decir, y hablando bíblicamente, en el centro emotivo y volitivo del hombre. Debe afectar la totalidad de la experiencia y conducta humanas. Esta fue siempre la esencia del cristianismo verdadero. Y fue el estandarte que tomaron de manos del pietismo tanto los hermanos moravos, como el avivamiento metodista posterior de Withefield y los hermanos Wesley.

Por otra parte, los pietistas vieron correctamente que las controversias teológicas contribuían a establecer un clima propenso a un cristianismo meramente mental, carente de experiencia espiritual. Por ello, al enfatizar la vida por encima del conocimiento meramente intelectual de la doctrina cristiana, redescubrieron el genuino fundamento de la unidad de la iglesia.

Contribuyeron, además, al surgimiento de una gran cantidad de literatura devocional que enfatiza la comunión viva del creyente con Dios, como también una gran parte de la música de inspiración y adoración contemporánea.

Y, finalmente, y no menos importante, pusieron un decidido énfasis en el sacerdocio de todos los creyentes, abogando por el surgimiento de una iglesia más orgánica en su vida y expresión, donde todos los santos fuesen participantes activos del ministerio. Sus éxitos en este campo fueron parciales debido quizá, a su intento de reformar la iglesia «desde adentro».

El tiempo probaría que su idea de la «ecclesiolae in ecclesia» no era viable. O los círculos pietistas acabaron por separarse de la iglesia luterana de sus días, o bien, fueron reabsorbidos y desaparecieron. De todo ello, nos queda como enseñanza que la iglesia del Nuevo Testamento sólo puede surgir y crecer allí donde está libre de las limitaciones que impone cualquier estructura u organización humana extraña a su esencia; libre para seguir fielmente la dirección de la vida que opera en su interior.