El mensaje de los profetas ha de ser, fundamentalmente, Cristo.

Os digo que entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él”.

– Lucas 7:28.

El ministerio profético en el Antiguo Testamento

Este ministerio estuvo caracterizado por hombres que Dios se apartó para sí, a fin de que le representasen e hiciesen volver al pueblo a la palabra de Dios. Todos ellos fueron rechazados y muertos. Esteban denuncia esto con estas palabras: “¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores” (Hb.7:52). Es lo mismo que Jesús había denunciado en la parábola de los labradores malvados, y también lo que atestigua el capítulo 11 de Hebreos, en aquélla lista de los héroes de la fe, donde se destaca la fe y los sufrimientos de cada uno de ellos.

Nuestro Señor Jesucristo señala a Juan como el más grande de todos los profetas. Lo confirma su consagración, austeridad y el respaldo de Dios en el servicio. Juan fue un hombre cuyo perfil es el más perfecto modelo de vaso de barro del cual Dios se puede servir. Con él se cierra la era profética del Antiguo Testamento, la cual estuvo marcada por individuos al servicio de Dios, y se abre una nueva era profética en el marco del Nuevo Testamento, donde el ministerio profético aparece formando parte de un equipo de siervos, dotados con diversas gracias en cuanto a la palabra de Dios.

El espíritu del mensaje profético del Antiguo Testamento era hacer volver a los gobernantes y al pueblo a la ley de Dios. Sabemos que la ley nada perfeccionó, sin embargo sirvió “… para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios… porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rm.3:19,20). También sabemos que “los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Rm.8:7). El ministerio de los profetas del Antiguo Testamento sirvió para demostrar la insolvencia moral de la carne, pues quedó demostrado que por más que los profetas denunciaran el pecado y la nación hiciera votos de andar rectamente, jamás lo pudieron lograr. El pueblo siempre volvió al surco de la maldad. Esto, debido a que la ruina moral del hombre es tan grande que por más que se proponga hacer lo bueno delante de Dios no puede hacerlo. Su naturaleza no se lo permite.

Pablo, citando a Isaías, dice, en Rm.10:21: “Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor”. La rebeldía es una simiente de maldad que está enquistada en el corazón del hombre y de allí no sale a menos que el hombre experimente la regeneración que se opera por la predicación del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo con poder del Espíritu Santo. Entonces surge la fe para rendirse a Dios. A partir de ese momento empieza la transformación del hombre pasando a ser una nueva creación y entonces y sólo entonces recibirá la gracia de Dios para obedecer y andar en rectitud delante de Dios con un nuevo corazón.

Esto no lo pudo ministrar ninguno de los profetas del Antiguo Testamento incluyendo a Juan el Bautista – con todo el respeto que nos merecen. Y esto es así porque el Espíritu Santo aún no había venido. Tal vez a esto se refería Jesús cuando dijo que en el reino, el más pequeño era más grande que Juan. ¿Se da cuenta del privilegio y responsabilidad que tenemos los profetas de hoy? Hoy contamos con la gracia del Espíritu Santo para conseguir corazones regenerados que se dispongan para Dios.

El ministerio profético en el Nuevo Testamento

Se distingue ministerio profético del don profético; el ministerio profético es constituido por el Señor Jesucristo, en tanto que el don de profecía lo es por el Espíritu Santo. El ministerio es de unos pocos, en cambio el don es de muchos (o todos los) santos. Pablo exhorta a “seguir el amor” pero por sobre todos los dones “que profeticéis” (1Cor.14:1).

Referente al don profético se nos dice que “el que profetiza, habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación” (1Cor.14:3). La profecía redarguye a los inconversos que entran a una reunión de la iglesia (1Cor.14:24,25), además de instruir y exhortar a todos los presentes en una reunión de iglesia (1Cor.14:31). El don profético consiste en proferir palabras de edificación, exhortación, consolación, instrucción y convencimiento de parte de Dios a los santos.

El ministerio profético está después de los apóstoles (Efesios 4:11), y eso implica que en la edificación de la iglesia es muy importante. La iglesia en Antioquía en sus inicios no tuvo ancianos (o pastores); pero contaba con profetas y maestros. De entre los profetas y maestros de Antioquía, el Espíritu Santo apartó a Bernabé y a Saulo para la obra del ministerio apostólico. De Judas y Silas se dice que eran profetas (Hech.15:32). En la experiencia actual se le ha dado más importancia a los pastores o ancianos que a los profetas, lo cual es un error. No es un simple detalle que los profetas estén en segundo lugar en la lista de los ministros de la palabra.

Pablo enseña en Ef. 3:5 que “en otras generaciones, no se dio a conocer este misterio a los hijos de los hombres, como ha sido revelado ahora a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu”. Esto es muy importante, porque establece una gran diferencia entre el contenido de la palabra profética en el Nuevo Testamento en comparación con los profetas del Antiguo Testamento. Los profetas de hoy, conocen algo que los profetas antiguos no conocieron y es lo tocante a la revelación del misterio escondido por siglos y edades, esto es, la revelación que Dios ha dado de Cristo y de su iglesia. Este conocimiento dado por Dios a los apóstoles y profetas es la más contundente gracia y potencia con la que cuentan estos ministros para la edificación de los santos.

Los profetas, hoy

Los profetas de hoy, a diferencia de los antiguos, predican a Cristo como la vida de Dios. Predican a Cristo como Señor y Salvador. Su mensaje no es la ley sino la gracia de Dios en Cristo. Su mensaje confronta al pecador con su necesidad de salvación y para ello le otorga todo lo que Dios en Cristo ha hecho por él; todo el poder con que Dios en Cristo le capacita para ser un vencedor del mundo, el pecado, la carne y Satanás; toda la enseñanza de Cristo, que perfecciona al hombre y le hace verse perfecto en Cristo y preparado para toda buena obra.

El mensaje de los profetas de hoy es un mensaje de fe y esperanza, porque Dios no quiere la perdición del hombre sino su salvación; aunque también contiene el elemento de la advertencia de las penas del infierno para quienes desobedezcan a la fe. Nuestro mensaje es positivo, porque se afirma en la vida que Dios imparte por la palabra del evangelio y porque tiene la potencia de salvar integralmente al hombre caído. El acento no debe estar en denunciar los males de este mundo sino en predicar a Cristo. Cuando Cristo llega al corazón, los males salen. Hemos predicado varias veces y por varios días en los campos, donde muchas personas asistían a las reuniones en estado de ebriedad: jamás tocamos el punto del alcoholismo. Predicamos sólo a Cristo y el problema de las borracheras se fue. Cada sábado vamos al Centro Penitenciario (en Santiago de Chile) a visitar a los presos, y nunca les hemos hablado contra la droga y la delincuencia: hemos predicado a Cristo y son muchos los que ya han sido regenerados. Según las estadísticas de la Confraternidad Carcelaria a través del mundo, los cristianos tenemos el mayor resultado en la recuperación y rehabilitación de drogadictos, alcohólicos y delincuentes en todo el mundo.

Lo antes dicho no significa que no debamos tener una postura crítica respecto de los pecados de nuestra nación, sean estos de injusticia social o de faltas morales. La profecía bíblica señala que la maldad aumentaría en los últimos tiempos. Nos toca vivir la peor época de la historia en cuanto a la manifestación del misterio de la iniquidad en contraposición al misterio de la piedad. La moral está relativizada al punto de que no se sabe qué es bueno y qué es malo. Pero todavía nuestro mensaje ha de ser fundamentalmente el positivo mensaje de fe y esperanza de un Cristo que aún quiere salvar.

Con el perfil de Juan

Nuestra misión de profetas para el mundo de hoy requiere de hombres con el perfil de Juan el Bautista, pero siendo mayores que él en cuanto al contenido de nuestro mensaje y a los resultados obtenidos en nuestro servicio. Juan logró que su generación asumiese un cambio de mentalidad frente a las normas morales de la Palabra de Dios. Sin duda esto fue algo grandioso. Pero nosotros tenemos que lograr no sólo el arrepentimiento de las personas sino la regeneración de sus corazones, lo cual es mucho más radical.

¿Se están convirtiendo a Cristo las personas que son tocadas por nuestro mensaje o están huyendo de nosotros por nuestro legalismo? Muchos profetas del cristianismo actual están predicando contra los pantalones en la mujer, el pelo corto, las faldas cortas, la pintura, etc., etc., al mismo tiempo que están predicando mensajes de prosperidad y exitismo material.

Sin duda que el mensaje de estos profetas es algo menos que Cristo y los resultados de su servicio ya se dejan ver.

Cuando Cristo es predicado, las cosas defectuosas caen por su propio peso. Los males se corrigen por la fuerza de la vida nueva. ¡Cristo en nosotros es la esperanza de gloria! No somos ilusos para pensar que el mundo nos hará caso. Más bien el mundo se ríe de los cristianos que se atreven a denunciar sus males. Para ellos somos fanáticos e ignorantes. Sin embargo, Dios nos envía para ser testimonio, para que en aquel día no digan que Dios no les advirtió acerca de su destino eterno.

El tipo de hombre que somos

El gran problema que enfrentamos hoy es el tipo de hombres que somos. Estamos claros respecto de las posibilidades de nuestro mensaje y servicio, pero no basta esto. Es necesario que el vaso que va a ser usado por Dios tenga el perfil de hombres como Juan, hombres que arden cual antorchas por Cristo, que se consumen por él y que llevan la luz (que no les es propia) de Cristo que está en ellos. Para llegar a tener este tipo de hombres se requiere una iglesia madura, donde Cristo es formado en un tejido de relaciones corporativas, en un vivir comunitario; donde se aprende a ser corregido, soportado, amado, perdonado y estimulado.

La iglesia es la prensa, el ‘getsemaní’ de los hombres de Dios, el lugar donde el carácter humano tiene que caer para dejar levantarse a Cristo. El mundo de hoy no ha conocido a profetas del perfil de Juan, porque la iglesia había estado en decadencia. Pero hoy la iglesia está siendo restaurada y de ella el Señor se está obteniendo un ejército de profetas que sacudirán al mundo entero con la donación de sus vidas hasta la muerte, si fuese necesario, por causa del testimonio de Jesucristo. Sin ir más lejos, en el reciente siglo que pasó, en una cárcel de la China, se encontró bajo la almohada de un preso moribundo, un papel arrugado escrito con letras temblorosas “muero por mi fe en Jesucristo”. Era el testimonio de Watcman Nee.

Los profetas de hoy, a diferencia de los antiguos, están siendo formados en un ambiente de vida corporativa, de vida de iglesia. No son aisladas estrellas rutilantes, sino hombres que tienen tras ellos el respaldo de una familia espiritual que les conoce. La razón por la que en el siglo pasado cayeron las grandes lumbreras del cristianismo fue porque eran hombres solitarios, hombres sin contrapeso, que carecieron de consejeros espirituales que estuviesen a su lado.

Estamos a las puertas de ver un mover poderoso de Dios a través de los profetas de hoy.