Dios, por su gracia, nos ha dado un ministerio y este ministerio es simplemente impartir Cristo a otros.

Por  lo cual, teniendo nosotros este ministerio según la misericordia que hemos  recibido, no desmayamos».

– 2ª Cor. 4:1.

De hecho, todo creyente debe servir al  Señor, porque fuimos salvados para servirle y qué honra es ésta, que no estamos  simplemente sirviendo al hombre, sino que servimos a Dios. El simple  pensamiento de que servimos a Dios nos lleva a estar de rodillas. ¿Quiénes  somos nosotros para servir al gran Dios? Es una honra que no puede ser descrita  y sentimos cómo no estamos calificados para servirle, pero este es su gran  placer y es por esta causa que él nos salva. Él no nos salva simplemente por  nosotros – nos salva para que sirvamos a su propósito.

A de «aprendiz»

Cuando nuestro querido  hermano Watchman Nee fue a Inglaterra, conoció a un joven que recién se había  graduado como médico, y este joven hermano se estaba yendo a India para servir  como misionero y él serviría con la hermana Amy Carmichael. Tal vez ya han oído  ese nombre. Ella fue una dama que el Señor utilizó para fundar un orfanato en  India, y yo pude visitar ese lugar.

Aquel joven hermano iba  a trabajar como médico en ese lugar, y sucedió que el hermano Nee estuvo allí  de visita, y ellos estuvieron juntos dos semanas, y este joven le preguntó a  nuestro hermano: «¿Cuál es su consejo para mí ahora que voy a ser un  misionero?». Y nuestro hermano le respondió: «Debes llevar una letra A bien  grande escrita sobre ti».

No sé cuál es la  costumbre aquí, pero en Inglaterra, cuando alguien está aprendiendo a conducir,  debe usar una gran letra A (de Aprendiz) en el automóvil. Así, todos saben que  tal persona está aprendiendo, y manejan con cuidado.

Frecuentemente,  nosotros sentimos que, después de haber sido salvos, pronto seremos maestros  para ayudar a las personas. Pero, ¿saben ustedes que, cuando estamos sirviendo  al Señor, es el tiempo de aprender? Hemos de llevar sobre nosotros esa gran  letra A. Gracias a Dios, somos aprendices y nunca nos graduaremos en esta  escuela. Durante todo el tiempo que sirves, tú aprendes, porque servimos a un  gran Dios y tenemos mucho que aprender.

De hecho, nuestra vida  en esta tierra es un periodo de prueba. Estamos aquí aprendiendo cómo servir a  Dios. Nuestro servicio real comenzará más tarde. Si aprendemos bien hoy, un día  oiremos la voz: «Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre  mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mat. 25:21). Ésta es  nuestra bendita esperanza. Todo el tiempo que estemos sirviendo, llevaremos esa  gran letra A, y si lo hacemos así, gracias a Dios, él nos enseñará qué hacer y  cómo hacerlo.

Realmente me impresiona  el apóstol Pablo. Cuando él aún era Saulo, el Señor se le apareció en el camino  a Damasco. Y desde ese momento en adelante, él rindió su vida al Señor.

El vivir del apóstol Pablo

Todo lo que Saulo había  hecho no era un realmente un servicio al Señor, sino todo lo contrario. Pero,  después que encontró al Señor en el camino a Damasco, no solo su vida fue  cambiada, sino también su servicio. ¡Y cuán fielmente sirvió él al Señor en su  vida!

Si queremos conocer la  vida de Pablo debemos ir a la epístola a los Filipenses, porque en esa carta él  abrió su corazón y nos comparte su vida en el Señor. O para ponerlo de una  forma bien simple: «Para mí el vivir es Cristo». Es así cómo él vivió delante  del Señor.

Pero si queremos  conocer cómo él sirvió al Señor, debemos ir a 2ª Corintios, porque en esa carta  él revela el secreto de su ministerio. Entonces, en 2ª Corintios 4:1 él dice: «Teniendo  este ministerio». Claro, su   ministerio era el ministerio apostólico y no todos los ministerios son  apostólicos.

Nosotros, como miembros  del cuerpo de Cristo servimos al Señor de maneras diferentes, en diferentes  áreas, y aun así, servimos al mismo Señor. Entonces, cuando él escribe con  respecto a su ministerio, aunque no todos seamos apóstoles, nos enseña que los  principios del servicio son los mismos.

Testimonio personal

Por la gracia de Dios,  yo fui salvo cuando tenía quince años. Crecí en el seno de una familia cristiana.  Mi padre realmente amaba al Señor. Cada noche, antes de la cena, él reunía a  sus siete hijos en un cuarto, nos leía la Biblia, nos arrodillábamos y él oraba  por nosotros.

De cierta forma, yo  conocía algo de Cristo desde mi infancia. Pero, aunque había estudiado en  escuelas misionales e iba a las reuniones cada domingo, yo creía en el Señor  mentalmente, pero creía que yo era demasiado bueno para necesitar ser salvo. Yo  era apenas un estudiante. ¿Qué pecado tenía? Tal vez algo pequeño, pero todos  hacen eso; comparado con lo que el mundo hace, yo me creía muy bueno y frecuentemente  tenía esa idea. ‘Que Jesús salve a las demás personas, pero yo no lo necesito  tanto, porque yo soy suficientemente bueno’.

Pero, gracias a Dios,  en su misericordia, caí gravemente enfermo. En esa época, mi enfermedad no tenía  cura, y estuve al borde de la muerte. Yo era joven, y no quería morir. Entonces  oré, muchos oraron por mí, y la gracia de Dios me levantó. Después que fui  curado, vino a mí un pensamiento muy natural: «Ahora, Dios te ha salvado, y tú  tienes que hacer algo para pagarle». Entonces, para mostrar mi gratitud, empecé  junto con otras personas a organizar reuniones cristianas en la escuela.

Todavía recuerdo  claramente la primera vez que conduje una reunión de oración. Ninguno de mis  compañeros y profesores conocía realmente al Señor. Entonces ¿cómo yo iba a  dirigir esa reunión de oración? Para mí no era algo difícil. Fui al escritorio  de mi padre, tomé un libro de oración y, simplemente, memoricé algunas  oraciones. En la reunión compartí un mensaje y luego invité a todos a  arrodillarse, pero nadie oró. Algunos empezaron a reírse y yo, de una forma muy  severa, los reprendí y dije: «Bueno, estamos delante de Dios y no debemos reírnos».  Fue la primera vez que conduje una reunión de oración.

También prediqué; pero,  ¿qué podía predicar? Eso era fácil. Fui al escritorio de mi padre y buscar un  libro de predicaciones. En esa época, había un predicador americano famoso de  apellido Jowett. Elegí uno de sus mensajes, sobre el arca de Noé. Lo traduje al  chino, lo memoricé y lo prediqué. Después de predicar, me sentí muy bien. Lo  único que no me gustó fue que nadie vino a felicitarme al final.

Hermanos y hermanas,  así servía yo al Señor antes de ser salvo. Pero el Señor conocía el corazón, y  él empezó a trabajar en mi vida. Sin que nadie viniese a hablar conmigo, el  Espíritu Santo comenzó a obrar en mi vida y, de alguna manera, empecé a sentir  que yo era un pecador y sentí que no había nada de bueno en mí. Y cuando sentí  eso, quise de corazón conocer al Señor Jesús. Yo sabía que él era el Salvador  del mundo; pero ahora, necesitaba que él me salvara, y lo busqué honestamente.

Durante ese año, en  Shanghai, muchos predicadores vinieron a la iglesia de mi padre, y yo fui a  oírles. A veces, cuando había llamados, yo pasaba adelante. En ese tiempo, era  costumbre, después del mensaje, llamar a las personas acercarse al altar,  arrodillarse y buscar al Señor. Yo lo hice muchas veces y lloré delante del  Señor, pero después que la reunión terminaba, todo llegaba hasta allí. Nada quedaba  en mi corazón. Y eso ocurrió durante un año.

Cuando llegó el verano,  decidí ir a una conferencia. Yo quería ser salvo; esa era la única razón por la  cual fui a la conferencia. Tres jóvenes americanos, recién egresados de la  Universidad, conducían la conferencia. Yo los oí, y no había nada de nuevo. Yo  ya conocía todo lo que ellos predicaban. Entonces, no fui tocado en esa  conferencia.

Después de algunos  días, realmente me sentía desesperado. Y recuerdo que, una mañana, en mi cuarto,  no recuerdo si estaba orando o simplemente meditando; pero, de alguna manera,  le dije al Señor: «Señor, he visto tantas personas que son salvas tan  fácilmente. ¿Por qué para mí es algo tan difícil?».

Recuerdo cierta tarde,  tras una reunión, cuando iba saliendo, un predicador chino me detuvo y me  preguntó: «¿Tú eres salvo?». Tuve que ser honesto, y le dije: «Yo quiero ser  salvo». Todos ya habían salido, solo quedábamos nosotros dos, y él me preguntó:  «¿Tú crees en la Biblia?». Le dije: «Sí». «Entonces abre tu Biblia y lee 1ª  Juan 1:9». Me pidió que leyera y cambiara el nosotros del versículo por  mi nombre.

Entonces leí el  versículo poniendo mi nombre en vez de nosotros y, después de leerlo dos  veces, él dijo: «Vamos a orar». Nos arrodillamos y oramos. Yo sabía cómo orar,  y empecé a orar. Pero, en ese momento, hubo una diferencia. Derramé mi corazón  delante del Señor y confesé todos los pecados que podía recordar. Y le dije al  Señor: «Hay muchos otros pecados que cometí y que olvidé, pero tú los sabes  todos. Ahora, Señor, yo he hecho mi parte. «Si confesamos nuestros pecados…».  Lo hice. Ahora, tú eres fiel y justo. Es tu turno. Tú eres quien puede  salvarme. Si muero ahora, muero en tu seno».

Extrañamente, sentí que  la carga fue aliviada y yo era libre. Me levanté y el predicador me preguntó:  «¿Eres salvo?». Y le dije: «Sí, soy salvo». Y me dijo: «¿Cómo lo sabes?».  «Siento que la carga se ha ido, siento paz en mi corazón. Él hizo esto». Y,  repentinamente, esta palabra vino a mí: «Yo sé que soy salvo porque Dios lo  dice». Y él me dijo: «Eso está bien. Los sentimientos y las emociones cambian,  pero la palabra de Dios nunca cambia».

Amados hermanos y  hermanas, ese fue el principio de una nueva vida. Recuerdo que regresé a mi  cuarto, abrí la Biblia en 2ª Pedro y, a medida que leía, era diferente. Era  como si Dios ahora estuviera hablando conmigo. Hermanos y hermanas, es así cómo  la gracia de Dios vino a este pecador indigno.

Ahora, en ese tiempo,  en una reunión de avivamiento, el último día siempre era de consagración. Aún  puedo recordar que en la pared de la sala había un gran mapa de China, y el  predicador comenzó a decir: «Si tú amas al Señor, puedes escoger dónde vas a ir  a servirle».

En otras palabras, en  aquella época, nuestro entendimiento era muy limitado. A nosotros nos parecía  que la consagración tenía solo un fin – ser un predicador. O si eras una mujer,  podías ser una mujer de la Biblia. Ese era el entendimiento general de la  época.

Entonces, cuando el  predicador dijo: «Si amas al Señor, puedes elegir dónde vas a ir», yo tenía  solo quince años en esa época, recién salvado, y tenía tal amor y celo por el  Señor, que pensé: «Tengo que probar cuánto amo al Señor; entonces, iré al lugar  más lejano». Fui a la plataforma y puse mi dedo sobre Mongolia. Si conoces algo  el mapa de la China, aquél es el lugar más remoto. «Yo quiero ir allí, para demostrar  mi amor por el Señor».

Hermanos y hermanas,  para mí, eso era algo muy real. Ocurrido aquello, la escuela reinició su actividad.  Era mi último año de secundaria, y algunos de nosotros nos reunimos. Realmente  habíamos sido salvos, dos profesores y dos estudiantes. Comenzamos a planear  actividades cristianas. Organizamos equipos evangelísticos que iban a los  sectores rurales a predicar y a orar por los enfermos. Y cuando la iglesia  tenía reuniones evangelísticas, siempre estábamos al frente, llamando a las  personas a oír el evangelio. Teníamos fervor por el Señor.

Pero, hermanos y  hermanas, cuando hacíamos eso, todo procedía de nosotros, de nuestro propio celo,  de nuestro entusiasmo, y así hacíamos todo. Estábamos lejos de esperar en el  Señor y de realmente saber qué era lo que él quería que hiciésemos. No teníamos  idea de eso. Solo servíamos al Señor de la mejor manera que sabíamos, y con  toda nuestra energía natural. Esa era nuestra forma de servirle.

Hermanos y hermanas,  gracias a Dios, él conoce nuestros corazones. Luego, gradualmente, él comenzó a  enseñarme que sus caminos son más altos que los caminos del hombre, sus  pensamientos más altos que los pensamientos del hombre; y, a pesar de nuestra  inocencia, el Señor realmente conoce nuestro corazón, porque en el fondo de  nuestro corazón nosotros le amamos.

Mongolia era un deseo  era muy real para mí y todo ese año recolecté información sobre aquel lugar. Y  decidí que, después de graduarme de la secundaria, yo no iría a la universidad,  porque consideraba que eso sería perder cuatro años. Yo estaba muy activo en  los círculos cristianos y conocía muy bien las escuelas bíblicas. Decidí  ingresar a una de ellas a estudiar la Biblia, y después iría a servir a  Mongolia.

Después que me gradué  en la secundaria, hablé con mi padre. Yo estaba seguro que él iba a entender  porque él servía y amaba al Señor. Él conocía al Señor. Para mi sorpresa, él  dijo: «No. Tú irás a la Universidad, y cuando termines, te enviaré a los  Estados Unidos a estudiar Teología». Yo solo tenía dieciséis años, y en China  aprendemos a obedecer a nuestros padres. A pesar de mi decepción, obedecí.

Entonces fui a la  Universidad. Era una universidad misional, en otra ciudad. Los profesores eran  misioneros que venían de los Estados Unidos. Cuando llegué, de inmediato me  involucré seriamente en las actividades cristianas. Pero, al poco tiempo, para  mi sorpresa, descubrí que esos misioneros no creían realmente en la Biblia como  la palabra de Dios. Todo lo que ellos hablaban era de los aspectos sociales,  políticos y éticos de la Biblia. Ni siquiera creían que Jesús es el Hijo de  Dios.

Hasta entonces, yo no  sabía que hay dos clases de cristianos. Era la primera vez que me encontraba  con este tipo de cristianismo. Cuando yo intentaba hablar sobre el Señor, ellos  rehuían el tema. Entonces me encerré en mí mismo. En el internado, compartíamos  tres personas el mismo cuarto, pero, ¿qué podía hacer ahora? Sentí que la única  forma de mantener mi vida con el Señor sería estar muy cerca de él. Entonces  dediqué mucho tiempo a estar de rodillas, leía mi Biblia y oraba de rodillas; y  ni siquiera me importaba que mis compañeros de cuarto entraran o salieran  mientras yo permanecía de rodillas, porque sentía que si no tenía ese tiempo  con el Señor no podía proseguir.

Amistad con Watchman Nee

Fue en esos momentos  serenos que empecé a apreciar lo que el Señor había dado a nuestro hermano Watchman  Nee. Yo ya lo había oído algunas veces en el pasado. De hecho, ya lo habíamos  invitado a nuestra escuela a predicar a los estudiantes, y yo fui al lugar  donde se reunía para oírle predicar.

Aún recuerdo la primera  vez que lo encontré. Él predicó un mensaje evangelístico. El tema era: «Dios  está dispuesto. ¿Estás tú dispuesto?». Y eso realmente nos tocó. Gracias a  Dios, ya éramos salvos. La primera vez que fui a escucharlo, nuestra escuela  estaba en un extremo de Shanghai y el lugar donde él se reunía, en el extremo  opuesto, y fui a escucharlo junto con un profesor que se había graduado recién  en la universidad.

La reunión era un  domingo a las dos de la tarde. Nosotros llegamos a la una. No había nadie allí.  Era un salón donde cabían unas doscientas personas, y solo nosotros dos estábamos  ahí, y empezamos a hablar, a reírnos. De pronto, un hombre entró y nos dijo que  el señor Nee estaba descansando arriba. ¿Podían calmarse un rato? Eso nos  asustó.

A las dos de la tarde,  el salón estaba lleno. Nadie hablaba. Las personas que entraban se sentaban y  oraban silenciosamente o leían la Biblia. A las dos en punto, el hermano Nee  bajó de su cuarto y predicó por dos horas. Hasta hoy recuerdo que él predicó  sobre la mujer samaritana. Un hombre solitario encontró una mujer solitaria. Fuimos  tocados, pero no estábamos preparados para ese mensaje porque estábamos muy  expectantes, no teníamos quietud para apreciar el mensaje.

Pero después, cuando yo  estaba en la universidad, en un lugar frío como un cubo de hielo, y en esa  época leí los escritos de Watchman Nee y eso empezó a tocar mi corazón.

Bautismo en agua

El asunto del bautismo  empezó a preocuparme. Yo fui bautizado cuando era un bebé. Mi padre roció mi  cabeza con gotas de agua. Yo creía que ya había sido bautizado, y ni siquiera  sabía lo que significa el bautismo. Algunos intentaron revisar las Escrituras  conmigo, pero yo era muy obstinado y rehusaba escuchar. Sin embargo, a medida  que leía la Biblia, llegué a la convicción de que aquel bautismo que recibí de  mi padre no era correcto. Esa era la fe de él, no la mía. Yo realmente tenía  que declarar que creía en el Señor y separarme del mundo.

Cierto día fui y llamé  a la puerta de la casa de Watchman Nee. Él abrió y me preguntó: «¿Qué quieres?».  Le dije: «Quiero ser bautizado». Me dijo: «¿Tu padre sabe esto?». Él conocía a  mi padre. «No, pero, aun así, quiero ser bautizado». Entonces fui bautizado. El  día siguiente era domingo, y empecé a partir el pan con los hermanos.

El bautismo realmente  abrió mi entendimiento. Gradualmente, la palabra de Dios empezó a ser viva y  real para mí, y yo sentía que tenía que seguir al Señor. Yo había estado  haciendo cosas religiosas, pero que no eran la voluntad del Señor. Y tenía que  librarme de ellas y seguir al Señor con todo mi corazón.

Hermanos y hermanas,  nosotros podemos servir al Señor con nuestras propias ideas, con nuestra  energía natural, con nuestro propio celo. Pero, ¿será esa la manera en que él  quiere que le sirvamos?

Estudiando la palabra  de Dios, empecé a comprender que, si queremos servir al Señor, tenemos que  servirle a su manera. No podemos servirle de nuestra manera o de forma  tradicional. Tenemos que servirle a su manera. Y hasta hoy, nunca fui a  Mongolia. Esa era mi manera, y Dios dijo: «No». Él cambió el rumbo. Él quería  que yo lo siguiera. Aunque el mundo me despreciara, aunque mi propia familia no  me comprendiera, yo tenía que seguirlo a él.

Algo que siempre  encendió mi corazón fue: «Yo quiero ser su discípulo, quiero seguirle».  Hermanos y hermanas, al hacer eso, nosotros pasamos por grandes tribulaciones,  que no solo vienen del mundo, sino también del mundo cristiano. Pero aun así,  hay  gozo y paz en nuestro corazón.

En mi familia, solo mi  padre sabía lo que pasaba; los demás no entendían. Pero, gracias a Dios, mi padre  siempre entendió. Entonces, cuando me gradué en la universidad, Dios levantó  una asamblea en la ciudad de Suzhou. Entonces dije: «Señor, no estoy listo aún.  Me gustaría pasar más tiempo preparándome; quisiera conocer más la Biblia». Y  no podía dejar esa pequeña reunión ahí. El hermano Nee quería que yo estuviera  con él. Fui a Shanghai por una semana y regresé, porque sentía que no estaba  preparado.

Pero los caminos del  Señor son más elevados que los caminos del hombre. Él sabía cuán obstinado soy.  Durante ese tiempo, en nuestra reunión había un joven hermano que estaba en la  secundaria, y yo lo amaba mucho. Antes de las vacaciones, antes de regresar a  su hogar en Nankín, él estaba nadando en un río y se ahogó. Yo tuve que hacer  los arreglos hasta que sus padres llegaron.

La noche después que él  fue sepultado, yo no podía dormir, y discutí con Dios. «¿Por qué tuviste que  llevarte a este joven hermano?». Y a medida que discutía con Dios, él me dijo:  «Ese hermano murió por ti. Tú dijiste que querías servirme, pero que este no  era el momento. Ahora, si tú murieses como ese joven, ¿estarías dispuesto a  servirme?». El Señor me convenció. Entonces le dije a mi padre, y él  comprendió. Nos arrodillamos juntos, me encomendó al Señor, y me dijo: «Si  estás sirviendo a Dios, no me interesa dónde le sirvas». Me bendijo y me dejó  ir.

La primera vez que salí  de casa tenía veinte años y fui a Shanghai a encontrarme con el hermano Nee.  Durante ese año, el hermano Nee estuvo enfermo la mayor parte del tiempo. Pero  se hicieron algunos arreglos para que yo pudiera estar con él una vez por  semana, y nosotros hablábamos. Normalmente, él me daba algunos libros para  leer. Y eso cultivó mi hábito de lectura.

¿Y saben cómo él trató  conmigo? Los domingos a las siete, él me mandaba una pequeña nota, solo dos palabras.  Si decía: «Yo vengo», eso significaba que iba él a hablar ese domingo. Pero si  decía: «Tú predicas», entonces yo predicaba ese domingo. Él me mantuvo en  suspenso durante todo un año. Yo realmente temblaba.

Cuando eres un joven de  veinte años de edad, ¿cuánto realmente conoces al Señor? Había personas  sentadas allí que conocían al Señor por diez, veinte o treinta años. Gracias a  Dios por su paciencia conmigo. Yo no sabía lo que estaba predicando, pero era  un proceso de aprendizaje. Después de eso, él me enviaba cuando las personas lo  invitaban a algún lugar y él no podía ir. Y más tarde, viajé de ciudad en ciudad,  predicando el evangelio, reuniendo al pueblo de Dios y tratando de ayudarlos.

Después de hacer todo  eso por varios años, yo me sentía cansado. Y dije: «¿Eso es servir al Señor?  ¿Qué puedo hacer?». Me pregunto: Si hay hermanos o hermanas que están sirviendo  al Señor en esa forma, ¿se sentirán cansados? Las cosas pueden ser correctas,  pero, ¿es eso realmente vida delante del Señor?

Entonces Dios actuó, en  su soberanía. Yo estaba en Singapur, y empezó la Segunda Guerra Mundial. En el  último momento, el 31 de diciembre de 1941, el Señor me sacó de Singapur y me  llevó a India. Llegué como refugiado, pero el Señor hizo algo maravilloso. Es  una historia muy larga como para entrar en detalles. El Señor me permitió ir a  cierto lugar a descansar dos meses y medio. (El hno. Stephen estuvo ese  tiempo en una casa de reposo sostenida por la hermana Amy Carmichael en India.  Nota del Editor).

Durante ese tiempo, pude  estar quieto delante del Señor y allí leí los libros de Austin-Sparks. El Señor  abrió mis ojos y empezó a mostrarme su eterno propósito y a mostrarme la  inmensidad de Cristo. «Si Cristo es mi tema, no hay fin en la predicación»  decía el hermano Sparks. Eso abrió mis ojos y me libertó. Luego, regresé a  China.

No desmayamos

A medida que vamos  sirviendo, continuamos aprendiendo. El apóstol Pablo dice: «…teniendo este ministerio,  no desmayamos» (2ª Cor. 4:1). Piensen eso. Este ministerio de servir a  nuestro Dios es tan maravilloso, tan noble. Es ministrar a Cristo a las  personas, no solo algunas reglas y regulaciones, ni siquiera explicaciones.  Significa impartir a Cristo, impartir vida. Es algo tan noble. ¿Quién somos nosotros  para hacer eso? Cuanto más entiendes lo que es servir al Señor, más descubres  tu falta de calificación.

Si realmente sabes lo  que es servir al Señor, vas a desmayar. Hermanos y hermanas, la primera lección  que debemos aprender sobre este servicio es desmayar. ¿Hemos llegado ya a ese  punto? ¿O aún somos tan fuertes en nosotros mismos, como si fuéramos capaces de  hacer cosa alguna? ¿Vemos realmente lo que significa servir al Señor a su  manera, por su fuerza, sin nada de nosotros; no impartiéndonos a nosotros  mismos, sino impartiendo a Cristo, dando vida?

Cuando piensas en eso,  ¿cómo no desmayar? ¿Quién soy yo para hacer esto? ¿Cómo puedo hacerlo? Pero el  apóstol dice: «Teniendo este ministerio, no desmayamos». ¿Cómo no  desmayar? Porque él dice: «…según la misericordia que hemos recibido».  Es solo por la misericordia de Dios que no desmayamos, que somos capaces de  servir al gran Dios vivo, que somos capaces de impartir vida a las personas,  para que Cristo crezca y nosotros disminuyamos. Hermanos y hermanas, esta es la  misericordia de Dios.

Esa es la primera  lección que tenemos que aprender al servir al Señor. Si seguimos creyendo que somos  capaces, aún no sabemos lo que realmente es el ministerio, olvidamos a Quién  estamos sirviendo. El sentido de nuestra total incapacidad es el principio de  un real ministerio. Por eso, Pablo dice que hemos recibido misericordia. Misericordia  significa que todo viene de Dios, nada de nosotros mismos. Por causa de la  misericordia de Dios, no desmayamos. Entonces, hermanos y hermanas, esta es la  primera lección que tenemos que aprender al servir al Señor.

Ministerio del Nuevo Pacto

Entonces la segunda  lección. Hay dos formas diferentes de servir al Señor. Al leer 2ª Corintios  capítulos 3 y 4, tú ves como el apóstol Pablo nos muestra muy cuidadosamente  que servir es ministrar al Señor y que hay dos formas de ministerio. Un tipo es  lo que él denomina el ministerio del Antiguo Pacto y el otro, él lo llama el  ministerio del Nuevo Pacto.

Pablo está hablando de  su propia experiencia. En Filipenses capítulo 3, él habla de su pasado,  diciendo: «Yo soy un judío típico, de la tribu de Benjamín». ¿Por qué él  menciona eso? Porque, entre las doce tribus de Israel, Benjamín fue la única  que permaneció con Judá. Entonces, él dice: «Yo soy hebreo de la tribu de Benjamín,  fui educado como un fariseo».

Hoy tenemos una  connotación muy negativa de los fariseos – ellos eran hipócritas, tenían  grandes ideales; hablaban mucho, pero no hacían lo que debían hacer. Pero Saulo  era un fariseo real: él había estudiado a los pies de Gamaliel, el gran rabino  de aquella época. Y él dice ser «fariseo de fariseos», porque en su  familia hablaban hebreo y, en su celo, él perseguía a los cristianos, pues, de  acuerdo con las enseñanzas de los padres, ellos consideraban que Jesús era un  impostor y debía ser combatido.

Saulo hizo cuanto pudo  para eliminar a los cristianos. Y mientras hacía eso, él creía servir a Dios.  Él pensaba que estaba sirviendo a Dios, porque servía sin revelación, servía de  acuerdo con la tradición, ¡y cuánto perjuicio causó! En otras palabras, él  estaba sirviendo a Dios de acuerdo al ministerio del Antiguo Pacto. Pero, en el  camino a Damasco, después de recibir revelación de lo alto, su servicio fue  totalmente cambiado, y él comenzó a servir según el ministerio del Nuevo Pacto.

Hermanos y hermanas,  hay dos modos diferentes de servir a Dios. Uno es rechazado por Dios; de hecho,  ofende a Dios. El otro modo es el modo de Dios, y Dios se agrada en él.  Entonces, en relación al ministerio, usualmente nosotros empezamos a servir en  el modo del Antiguo Pacto. Sin embargo, por la gracia de Dios, él nos liberta y  nos capacita gradualmente de acuerdo con el Nuevo Pacto y ése es el único  servicio aceptado por Dios.

¿Recuerdan lo que el  Señor dice en el Sermón del Monte? «Muchos me dirán en aquel día: Señor,  Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y  en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os  conocí» (Mat. 7:22-23). Eso quiere decir: «No os apruebo».

Hermanos y hermanas,  ¿de qué tipo es nuestro ministerio? ¿Es del Antiguo o del Nuevo Pacto? Ahora,  ¿cuál es la diferencia? Al leer 2ª Corintios capítulo 3, Pablo menciona las  cartas de recomendación. En esos días, las personas no se conocían unas a  otras, y cuando un hermano o hermana viajaba a otra ciudad, debía llevar  consigo una carta de recomendación de los hermanos de la ciudad donde ese  hermano o hermana venía, y gracias a esa carta, la persona era recibida.

Pero Pablo dice: «Yo no  necesito esa carta de recomendación, porque ustedes son mi carta». ¿Cómo se  escribe esa carta? Espiritualmente hablando, no en el papel, sino en el  corazón. Pablo dice: «Simplemente me miras a mí y verás la carta de Cristo;  entonces sabrás lo que dice». «Mírate a ti mismo», les dice a los corintios, «y  sabrás qué carta de Cristo escribí en vuestros corazones. Esa es mi carta de  recomendación».

De cierta manera, el  ministerio es como escribir una carta, dejando un registro allí, y al ver esos  registros sabrás lo que hiciste. Pero hay dos formas de escribir esa carta; una  es la manera del Antiguo Pacto. Una carta escrita con tinta. La tinta, en las  Escrituras, nos hace recordar a un escriba. En otras palabras, ese es un ministerio  basado en lo que leíste o estudiaste, en el conocimiento que has acumulado en  tu mente. Cuando estudias, tú usas tinta para escribir, y lo que escribes es  con tinta; es decir, estás pasando a las personas lo que estudiaste, lo que  leíste o lo que meditaste.

Y cuando usas tinta,  ¿dónde escribes? Ese el segundo aspecto. Estás escribiendo sobre piedra;  porque, si recuerdas los Diez Mandamientos, ellos fueron escritos sobre piedra.  En otras palabras, aquí están las palabras de Dios, pero están fuera de ti.  ¿Cómo sabes que esa es la voluntad de Dios? Tienes que estudiar o, si no puedes  estudiar, otros te enseñarán lo que tienes que hacer.

Si algo está escrito en  piedra, está fuera de ti. No hay un sentimiento, todo es objetivo. Eso es el  escribir del Antiguo Pacto, es el ministerio del Antiguo Pacto, y depende mucho  de tu competencia – si tú eres capaz de hacer eso, si estudiaste lo suficiente,  si adquiriste suficiente conocimiento para que puedas pasar esa información.  Pero, por supuesto, eso es de mente a mente, no de espíritu a espíritu.

Al servir de esa forma,  estás condenando en vez de justificar, porque si no conoces los mandamientos de  Dios, tú no eres culpable; pero si los conoces y no los haces, eres condenado.  Este es un ministerio de muerte, no un ministerio de vida, que empieza con  gloria, pero esa gloria gradualmente se desvanece.

Recuerden a Moisés. Él  estuvo delante del Señor, recibió los Diez Mandamientos y, al bajar del monte,  su rostro resplandecía y las personas tenían miedo de mirarlo. Él puso un velo  en su rostro, y esa gloria se desvanecía. Ese es el ministerio del Antiguo  Pacto.

Hermanos y hermanas,  gracias a Dios, él nos libertó de ese Antiguo Pacto de la ley y nos trasladó al  Nuevo Pacto de la gracia, y eso es lo que la mesa del Señor es. En Lucas 22:20,  el Señor tomó la copa y, ¿qué es lo que dijo? «Esta copa es el nuevo pacto  en mi sangre, que por vosotros se derrama».Hermanos y hermanas,  siempre que recordamos al Señor en la mesa, él nos recuerda que ya no estamos  bajo el Antiguo Pacto de la ley, sino en el Nuevo Pacto de la gracia. Somos el  pueblo del Nuevo Pacto, y no solo el pueblo del Nuevo Pacto, sino que servimos  con el ministerio del Nuevo Pacto.

Un pacto es la manera  en que Dios trata con nosotros, y también es cómo nosotros tratamos con Dios.  Nuestros relacionamientos con Dios son de acuerdo con el Nuevo Pacto. Esta es  la manera en que vivimos y la manera como servimos.

Veamos qué es este  ministerio del Nuevo Pacto. En primer lugar, este ministerio no es con tinta,  sino con el Espíritu. En otras palabras, procede del Espíritu. En lo más  profundo de tu espíritu, tú recibes revelación de Dios. Nosotros recibimos  visión de Dios. El Espíritu Santo toca tu espíritu y te hace entender cuál es  la voluntad de Dios y, procedente de lo que aprendiste en tu interior, tú ministras.

No es simplemente una  cuestión de letra. No estoy diciendo que la letra es inútil. Nosotros necesitamos  estudiar la Biblia, necesitamos conocer la palabra de Dios y atesorarla en  nuestro corazón. Y cuando el Espíritu Santo toca lo que está en tu corazón, él  puede hacer aflorar la Palabra que está en ti hacia afuera de una manera viva,  y así puedes servir a otros.

En segundo lugar, el  ministerio del Nuevo Pacto no está escrito en piedras, sino escrito en la carne  del corazón. Hermanos y hermanas, todos sabemos que, en nuestro ministerio, si  procede de tu mente, todo lo que hará será tocar la mente de otros. Pero, si  procede de tu corazón, va a tocar el corazón de los hombres. Ese es el  ministerio del Nuevo Pacto.

Cuando piensas en tal  ministerio, tú nunca piensas que eres competente. Si crees que lo eres, debes  preguntarte qué tipo de ministerio estás desarrollando. En el ministerio del  Nuevo Pacto, siempre sentirás que no eres competente. Tu competencia viene de  Dios. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová  de los ejércitos» (Zac. 4:6).

Esa es la señal de qué  tipo de ministerio estás llevando a cabo. Y es un ministerio de justificación.  En vez de condenar a las personas, las llevas a la gracia de Dios. Es un  ministerio de gracia, un ministerio glorioso. Podemos contemplar al Señor con  el rostro descubierto y el Espíritu empieza a trabajar en nuestras vidas y nos  lleva de gloria en gloria.

Entonces, hermanos y  hermanas, aquí vemos estos dos tipos de ministerio. Y, al leer la vida de  Pablo, tú ves cómo él, como fariseo, ministraba en el Antiguo Pacto; pero  luego, como apóstol, él ministró a la manera del Nuevo Pacto y realmente  impartió vida a las personas.

Renunciando a lo oculto

Por último, llegamos a  la pregunta importante: ¿Cómo es posible que tengamos este ministerio del Nuevo  Pacto? Eso es lo que el apóstol Pablo trata de explicarnos en 2ª Corintios  capítulo 4: «…teniendo nosotros este ministerio,… no desmayamos», porque  tenemos la misericordia de Dios sobre nosotros. Pero, ¿eso quiere decir que  todo lo que vamos a hacer es sentarnos y esperar? No. Aun cuando fue Dios quien  hizo la obra, nosotros no hicimos nada, tenemos una responsabilidad. Es como  cuando la Biblia dice: «Buscad, y hallaréis». El tesoro está ahí, pero  tienes que buscarlo, y cuando lo buscas, lo encuentras.

Entonces, hermanos y  hermanas, ¿cómo podemos ser trasladados del ministerio del Antiguo Pacto al del  Nuevo Pacto? ¿Cuál es la parte que tenemos que hacer, y cuál es la parte que el  Espíritu Santo hará? Lo vemos en el capítulo 4 versículo 2: «Antes bien  renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la  palabra de Dios, sino por la manifestación de la verdad recomendándonos a toda  conciencia humana delante de Dios». Esa es la parte que nosotros tenemos  que hacer.

Si realmente queremos  servir a Dios en la forma del Nuevo Pacto, tenemos que hacer algo nosotros,  necesitamos renunciar a lo oculto y vergonzoso. Si hay algo en nuestra vida que  avergüenza, algo que no está bien, pero aun así permitimos que continúe, si hay  algo oculto, tenemos que confesarlo al Señor y renunciar a todo lo que es  obstáculo en el camino del Señor y no adulterar o falsificar la palabra de  Dios, es decir, no usar la palabra de Dios para nuestro propio beneficio; explicar  la palabra de Dios de forma directa, sea lo que sea que ella dice, aunque sea  contra nuestro propio interés.

Muchas personas  intentan usar la palabra de Dios para su propio beneficio, pero eso es algo de  lo que tenemos que ser librados, «por la manifestación de la verdad  recomendándonos a toda conciencia humana», o sea, cuando estamos ministrando  a otros, no hay ningún motivo secundario en nuestra conciencia delante de Dios  y de los hombres, como el apóstol Pablo dijo cuando estaba delante del gobernador:  «Toda mi vida mantuve una buena conciencia delante de Dios y de los hombres»  (Hch. 24:16).

En otras palabras, al  ministrar a otras personas, de cierta forma, te estás ministrando a ti mismo.  No hay ningún interés propio en eso, es puramente para Dios. No porque quieres  recibir algún beneficio, recomiendas a tu propia conciencia ante todo hombre.  De esa forma, no hay obstáculo en lo que predicas. Esa es nuestra preparación.  Dicho de otra forma, tiene que estar todo limpio y abierto ante el Señor y si  andamos así, entonces el Espíritu Santo trabajará. ¿Cómo él opera? El apóstol  Pablo usa una ilustración, diciendo: «Pero tenemos este tesoro en vasos de  barro…» (2ª Cor. 4:7).

Vasos quebrados

Todos nosotros somos  vasos terrenales. ¿Te ves a ti mismo como ese simple vaso de barro? A veces  pienso que algunos hermanos se ven a sí mismos como vasos de alabastro. Tenemos  un muy alto concepto de nosotros mismos, pero la Biblia dice solo somos vasos  de barro, comunes, opacos. Eso es lo que somos, hechos del polvo, sin valor,  pero gracias a Dios, él hace algo que nadie haría. ¿Tú pondrías un tesoro en un  vaso de barro? No, no combina. Si tienes un tesoro, lo pones en una caja de  oro.

Esa es la maravilla de  Dios. Él es el único que pone un tesoro en un vaso de barro. ¡Qué tesoro es  este – el tesoro de los tesoros! No hay tesoro más valioso que él. ¿Cuál es el  tesoro? El Hijo de Dios, Jesucristo, el tesoro de Dios. Y aun así, Dios desea  poner ese tesoro en nuestro corazón. Indignos como somos, él pone el tesoro más  digno en nosotros – «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Col.  1:27).

Pero, hermanos y  hermanas, hay un problema. El tesoro está lleno de luz, es resplandeciente;  pero, como él está oculto en el vaso de barro, y el vaso es opaco, la luz está  escondida y no puede brillar a través de éste. El resplandor del tesoro no  puede ser visto. ¿Cómo el resplandor del tesoro puede ser liberado? Solo cuando  el vaso es quebrado. Esa es la forma cómo el Espíritu Santo está operando en  nosotros. Él es responsable por la vida de Cristo en nosotros.

Frecuentemente digo:  Dios nunca confía un alma a otra persona. ¿Por qué? Porque nuestra alma es tan  valiosa para él. Él solo confía las almas al Espíritu Santo. El Espíritu Santo  mora en nosotros y él es el único responsable por la vida de Cristo en  nosotros. Es su labor hacer que la vida de Cristo crezca en ti y hacer que esa  vida de Cristo en ti sea liberada y fluya a través de ti. Y porque él es  responsable, y él es fiel, cada día él prepara nuestras circunstancias, para  quebrantarnos y para que Cristo resplandezca.

Conocemos la historia  de María. Ella deseaba expresar su amor por el Señor al traerle una ofrenda.  Ella no era rica. Tal vez aquel vaso de alabastro con perfume de nardo puro era  la economía de toda su vida; tal vez lo guardaba para su boda. Pero, después  que el Señor hizo esa obra tan maravillosa en la vida de su hermano Lázaro,  ella quería expresar su amor y su gratitud al Señor. Entonces trajo el frasco  de alabastro y lo quebró. La libra de nardo puro fue derramada sobre el Señor y  la fragancia llenó el cuarto. Ella se quebrantó a sí misma para que el Señor  fuera honrado.

Eso es lo que el  Espíritu Santo está obrando en nosotros – quebrantándonos para que Cristo pueda  resplandecer. Vemos en 2ª Corintios 4:8: «…que estamos atribulados en todo,  mas no angustiados». Es como si no hubiera salida por ningún lado, pero si  la hay. No es el fin; hay un camino ascendente. «…en apuros, mas no  desesperados». Llegas al final de lo que puedes hacer, pero no al fin de tu  vida. «…perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos»,  golpeados, pero no fuera de combate.

Librándonos de nosotros mismos

¿No es verdad que, a  veces, en tu vida, el Espíritu Santo arregla tus circunstancias de forma tal  que te lleva al punto en que parece que no hay salida? Pero, gracias a Dios,  hay una salida. A veces crees haber llegado al fin de ti mismo; intentas esto y  aquello, y nada parece funcionar. Pero, gracias a Dios, no hay nada imposible  para Él. Eres perseguido, pero no abandonado. A veces eres golpeado; tal vez  muchas veces, pero te levantas de nuevo, no fuiste noqueado definitivamente.  Esa es la experiencia cristiana.

El Espíritu Santo  prepara nuestras circunstancias, para que llevemos en nuestro cuerpo la muerte  de Cristo. No la muerte como un hecho real, sino los efectos de la muerte de  Jesús. Cuando él murió, llevó sobre sí nuestros pecados y ellos fueron  perdonados. Cuando Cristo murió, nosotros morimos en él y con él. Eso es un  hecho. En ese sentido, es un hecho eterno, eficaz para siempre. Su muerte  ocurrió dos mil años atrás, pero el efecto de esa muerte es real aún hoy.

Pero aquí Pablo no  habla de la muerte de Cristo. En el original, es el proceso de la muerte de  Cristo, no solo algo que ocurrió en el pasado, sino que está en acción hoy. El  Espíritu está aplicando el morir de Jesús en nuestra vida. Él pone la vida de  nuestra alma en muerte, y nos libra de nosotros mismos, no solo de lo peor,  sino también de lo mejor de nosotros, porque en nuestra carne no mora el bien.

El Espíritu Santo obra  en nosotros de forma completa. A menudo pensamos que en el mundo hay  aflicciones, pero ahora, que creemos en Jesús, todos los problemas se  terminarán. Vamos en un carro magnífico y alguien nos está llevando al cielo.  Pero, para nuestra sorpresa, la vida cristiana no es así. Enfrentamos muchos  problemas y el Señor nos disciplina para librarnos de nosotros mismos y para  que la vida de Cristo pueda brillar a través de nosotros, no solo creciendo en  nosotros, sino impartida a aquellos a quienes tú ministras. Ese es el  ministerio del Nuevo Pacto.

El ministerio del Nuevo  Pacto no se mide por el conocimiento, sino por la vida. Y para esto, ¿quién es  competente, a menos que el Señor mismo lo haga? Gracias a Dios, esa es su  misericordia. Así somos liberados del Antiguo Pacto para el ministerio del  Nuevo Pacto, de forma gradual, y eso es vida impartida. No desmayaremos si  queremos hacerlo. «Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro  hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en  día» (2ª Cor. 4:16).

No estamos buscando  aquello que se ve, sino las cosas invisibles, porque las cosas visibles son  temporales, pero las invisibles son eternas. Entonces, amados hermanos y  hermanas, gracias  a Dios, por su gracia,  él nos ha dado un ministerio y este ministerio es simplemente impartir Cristo a  otros.

Nadie puede hacer eso  por sí mismo, pero todos podemos hacerlo por el Espíritu de Dios. Por eso, la  gloria es para Dios; nosotros no tenemos de qué gloriarnos. El apóstol Pablo  dice: «Nosotros apóstoles, somos considerados los últimos. Somos como la  escoria del mundo, como nada; pero Cristo es todo y nosotros somos vuestros consiervos».  Este es el ministerio.

Que el Señor pueda  llevarnos adelante. Nunca te olvides de esa gran letra A sobre ti, y que Dios  bendiga a cada uno de ustedes.

NOTA: En septiembre  de 2012 tuvimos en Chile el privilegio de recibir por segunda vez la visita de  nuestro amado hermano Stephen Kaung. A la fecha, él contaba ya con 98 años de  edad. Este artículo es una síntesis de su primer mensaje, dado en la ciudad de Santiago.