La asombrosa historia de un hombre que lo dejó todo por Cristo.

Charles T. Studd nació en el seno de una aristocrática familia inglesa en el año 1860. Su padre, Edward, era un entusiasta deportista, hasta que se convirtió a Cristo en una campaña del predicador norteamericano D. L. Moody. Desde entonces sus intereses cambiaron completamente, y se hizo un fervoroso testigo de Cristo entre sus amigos y conocidos. Intentó por todos los medios de que sus tres hijos, conocidos jugadores de críquet, se entregaran a Cristo también, pero ellos le rehuían.

Conversión y primeros pasos

Sin embargo, no pudieron escapar de la mano de Dios, que utilizó a un amigo de su padre para conducirlos al Señor. Fue así como recibieron a Cristo el mismo día, aunque separadamente, sin que ninguno supiese de la conversión del otro.

Charles lo relata así: «Cuando estaba por salir a jugar críquet, el Sr. W. me tomó desprevenido y preguntó: «¿Eres cristiano?», yo contesté: «No soy lo que usted llama cristiano, pero he creído en Jesucristo desde que era pequeño, y por supuesto, creo en la Iglesia también». Pensé que al contestar tan de cerca lo que pedía me libraría de él, pero se me pegó como un lacre, y dijo: «Mira, de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. ¿Crees que Jesucristo murió?». «Sí». «¿Crees que murió por ti?», «Sí». «¿Crees la otra mitad del versículo: ‘mas tenga vida eterna’?». «No», dije, «no creo eso». Pero él agregó: «¿No ves que tu afirmación contradice a Dios? O tú o Dios no están diciendo la verdad, pues se contradicen mutuamente. ¿Cuál es la verdad? ¿Crees que Dios miente?». «No», dije. «Pues bien, ¿no te contradices creyendo sólo la mitad del versículo y no la otra?». «Supongo que sí». «Bueno», agregó, «¿vas a ser siempre contradictorio?». «No, supongo que no siempre». Entonces preguntó: «¿Quieres ser consistente ahora?». Vi que me había arrinconado y empecé a pensar: Si salgo de esta pieza acusado de voluble, no conservaré mucho de mi dignidad, de manera que dije: «Sí, seré consecuente». «Bueno, ¿no ves que la vida eterna es una dádiva? Cuando alguien te da un regalo para Navidad, ¿qué haces?». «Lo tomo y le doy gracias». Dijo: «¿Quieres dar gracias a Dios por este regalo?». Entonces me arrodillé, di gracias a Dios, y en ese mismo instante Su gozo y paz llenaron mi alma. Supe entonces lo que significaba «nacer de nuevo», y la Biblia, que me había resultado tan árida antes, vino a ser todo para mí».

Los hermanos Studd obtenían muchos logros deportivos, y al mismo tiempo testificaban con firmeza de su fe en el Señor Jesucristo. La única excepción era Charles. «En lugar de ir a contar a otros del amor de Cristo, fui egoísta y mantuve ese conocimiento para mí mismo. La consecuencia fue que mi amor empezó a enfriarse y el amor del mundo empezó a entrar. Pasé seis años en ese triste estado».

Mientras él cobraba fama en el mundo del críquet, dos cristianas ancianas empezaron a orar para que fuera traído de vuelta a Dios. La respuesta vino repentinamente. Uno de sus hermanos, George, enfermó gravemente. Charles estuvo continuamente a su cabecera, y mientras estaba allí, estos pensamientos vinieron a su mente: «¿De qué valen la fama y los halagos? ¿De qué vale poseer todas las riquezas del mundo cuando uno está frente a la eternidad?». Una voz parecía contestarle: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».

Apenas tuvo oportunidad, fue a oír a D. L. Moody, que visitaba Inglaterra otra vez, y allí se reencontró con el Señor, volviéndole el gozo de su salvación. Comenzó a leer la Biblia, y a evangelizar a sus amigos, llevándolos a escuchar al famoso evangelista. Conoció también el gozo mayor, de conducir a otros a los pies del Señor.

Pronto debió enfrentar el dilema de qué haría con su vida. Intentó dedicarse a estudiar Derecho, pero sus inquietudes espirituales se lo impidieron. Leyó la Biblia, y buscó con ahínco toda bendición espiritual. Así, recibió la promesa del Espíritu Santo, y de la paz que excede todo entendimiento. Cayó a sus manos el libro «El secreto de una vida cristiana feliz», y se entregó enteramente al Señor, inspirado en los versos del conocido himno de Francis R. Havergal: «Que mi vida entera esté/ consagrada a ti, Señor». Comprendió que su vida había de ser una vida de fe, sencilla, infantil, y que su parte era la de confiar en Dios, no la de hacer. Dios obraría en él para hacer Su buena voluntad.

Misionero a China

Por este tiempo, Charles se sintió guiado por el Señor para ir como misionero a China. Al escuchar a Mr. McCarthy, de la Misión al Interior de la China, en su despedida para viajar a ese país, su corazón ardió de entusiasmo. Mientras buscaba la voluntad de Dios, percibió que la única cosa que lo podría detener era el amor por su madre. Pero leyó el pasaje: «El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí», el cual disipó sus dudas.

Sin embargo, surgió una tenaz oposición de toda la familia. Incluso les pidieron a obreros cristianos que intentaran disuadirle.

Una noche de grandes conflictos, recibió esta palabra del Señor: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y por posesión tuya los términos de la tierra» (Salmo 2:8). Supo que era la voz de Dios. Muchos dijeron que estaba cometiendo un error muy grande al ir a «enterrarse» en el interior de la China. Pero nada pudo torcer el curso que Dios había trazado para su vida.

Otra noche de gran agonía espiritual, estaba de pie en el andén de una estación, debajo de la luz titilante de una lámpara, y, desesperado, pidió a Dios que le diera un mensaje. Sacó su Nuevo Testamento, lo abrió y leyó: «Los enemigos del hombre serán los de su casa». Desde ese instante jamás miró hacia atrás.

Habiendo hecho la decisión, Charles tuvo una entrevista con Hudson Taylor, Director de la Misión al Interior de China, y fue aceptado como miembro.

Las consecuencias fueron imprevisibles. Su decisión causó un gran revuelo en la sociedad inglesa de la época, debido a que era muy conocido. Otros seis conocidos jóvenes deportistas y militares, entre ellos Stanley Smith, se unieron a él en esta misión. Llegaron a ser conocidos como «los siete de Cambridge». Tanta notoriedad alcanzó este asunto, que incluso la reina Victoria pidió ser informada sobre ellos.

Charles Studd y Stanley Smith fueron invitados a dar su testimonio a los estudiantes de la Universidad de Edimburgo. A la hora señalada, el salón estaba abarrotado. Fueron recibidos con grandes aplausos. A los jóvenes les impresionaba que la ‘religión’ no sólo fuera asunto de viejos poco viriles, sino que hubiese alcanzado a deportistas exitosos. Durante las charlas, una y otra vez los candidatos a misioneros fueron aplaudidos. Al final de la reunión, muchos se acercaron para oír más de Cristo. Así comenzó un gran movimiento de fe entre los jóvenes universitarios.

Posteriormente tuvieron que volver otra vez a Cambridge, donde se reunieron con más de dos mil estudiantes para escucharles. Algo similar ocurrió en otras de las grandes ciudades. Los jóvenes conferencistas estaban tan ansiosos por la responsabilidad que recaía sobre ellos, que a veces pasaban toda la noche orando. Cierta vez, su huésped les dijo a la mañana: «¡Oh, no debían incomodarse en hacer las camas!», sin imaginar que esas camas nunca habían sido deshechas.

En Leicester se encontraron con el famoso predicador y escritor F. B. Meyer, el cual fue grandemente impactado por el testimonio de los jóvenes. Una mañana muy temprano, Meyer descubrió que había luz en el dormitorio de ellos, por lo cual le dijo a Studd: «Ha madrugado usted». «Sí», respondió él, «me levanté a las cuatro de la mañana. Cristo siempre sabe cuando he dormido bastante y me despierta para disfrutar de un buen tiempo con él». Meyer le preguntó: «¿Qué ha estado haciendo todo este rato?». «Usted sabe, el Señor dice: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos’, así que estaba leyendo todos los mandamientos del Señor que pude hallar y marcando los que he guardado, porque en verdad le amo». «Bien», dijo, y volvió a preguntar: «¿Cómo puedo ser semejante a usted?». Studd contestó: «¿Se ha entregado a Cristo, para que Cristo lo colme?». «Sí», dijo él, «lo he hecho de un modo general, pero no sé que lo haya hecho de manera particular». Studd respondió: «debe hacerlo de una manera particular también». Esa misma noche F. B. Meyer hizo una entrega específica y total a Cristo.

Las tres grandes reuniones de despedida para los siete jóvenes misioneros fueron arregladas por la Misión en Cambridge, Oxford y Londres. Ninguna descripción puede dar una idea adecuada del carácter extraordinario de estas reuniones. Por primera vez la sociedad londinense contemplaba un grupo de jóvenes selectos ofrendarse incondicionalmente al Maestro para su obra muy lejos de allí.

Partieron para China en febrero de 1885, cuando Charles tenía 25 años. Tres meses más tarde, sus propias madres no les hubieran reconocido. De oficiales y universitarios se transformaron en chinos, con trenzas, vestidos largos y túnicas de mangas largas, todo completo, pues de acuerdo con los principios de la Misión, creían que la única manera de alcanzar a los chinos del interior era haciéndose uno de ellos.

Con no poco humor, Charles cuenta la dificultad que tuvo cuando quiso conseguir zapatos para su medida, pues sus pies eran excesivamente grandes. «El primer zapatero que se hizo venir dijo que nunca había hecho un par como yo quería y huyó de la casa, rehusando terminantemente a emprender una obra tan grande. Se consiguió otro; y cuando los trajo, dijo que había hechos muchos pares de zapatos durante su vida, pero que jamás había hecho un par como éstos. Mis pies causan mucha gracia a la gente; en las calles, a menudo, los chinos los señalan y se ríen de buena gana».

Contrariamente a lo que podía esperarse de un joven acostumbrado a la comodidad, Charles se adaptó muy bien a las sencillas costumbres del pueblo chino. «¿Dónde están las penalidades chinas?» –decía– «No las podemos hallar; son un mito. Esta es realmente la mejor vida, sana y buena: bastante para comer y beber, saludables camas duras, y hermoso aire fresco. ¿Qué más puede desear un hombre?».

Sobre sus ejercicios espirituales decía: «El Señor es muy bueno y todas las mañanas me da una gran dosis de champaña espiritual que me tonifica para el día y la noche. Últimamente he tenido unos tiempos realmente gloriosos – escribía en febrero de 1886 –. Generalmente me despierto a eso de las 3.30 y me siento bien despejado; así, tengo un buen rato de lectura, etc., luego, antes de comenzar las tareas del día, vuelvo a dormir por una hora. Hallo que lo que leo entonces queda estampado indeleblemente en mi mente durante todo el día; es la hora más quieta; ningún movimiento ni ruido se oye, sólo Dios. Si pierdo esta hora me siento como Sansón rapado y perdiendo así su fuerza. Cada día veo mejor cuánto más tengo que aprender del Señor».

Entregando todo

Cuando Charles cumplió los 25 años de edad recibió en herencia de su padre más de 29.000 libras esterlinas. A la sazón él se encontraba en China. Decidió ser fiel a la Palabra, y dar ese dinero al Señor. Cuando acudió al Cónsul inglés para validar el poder que le permitiría hacerlo, éste se negó, por considerar disparatada la decisión. Le pidió que se tomara 15 días para pensarlo. Al cabo de ese tiempo, Charles volvió para firmar los documentos respectivos. Despachó 4 cheques de 5.000 libras cada uno, y cinco de 1.000, dejando una reserva de 4.000 para cubrir posibles errores. Los beneficiados con las 5.000 libras fueron D. L. Moody y su Instituto Bíblico en Chicago, George Müller, con sus Hogares para Huérfanos, de Bristol, Jorge Holland, que tenía un ministerio entre los pobres en Londres, y Booth Tucker, del Ejército de Salvación en la India. Otras cinco personas recibieron los cheques por 1.000 libras cada uno, entre ellos el general William Booth, del Ejército de Salvación. Poco después, cuando fue informado de que la herencia era aún mayor, agregó donaciones a la Misión al Interior de China.

Poco antes de su matrimonio, entregó el dinero restante a su novia. Pero ella, para no ser menos, le dijo: «Charles, ¿qué dijo el Señor al joven rico?». «Vende todo». «Bueno, entonces empezaremos bien con el Señor en nuestro matrimonio». Y luego escribieron al general Booth para donarle las últimas 3.400 libras esterlinas que les quedaban.

Tan sólo la eternidad revelará cuántos fueron despertados a seguir el verdadero camino del discipulado por el ejemplo de este «joven rico» del siglo XIX que dejó todo y le siguió. En la biografía de Studd, publicada por su yerno Norman P. Grubb, hay un testimonio muy elocuente: una foto de la «Tedworth House», el hogar de Studd en su juventud, que era una fastuosa mansión en medio de la campiña inglesa, y en un recuadro de la misma, aparece un boceto de la miserable cabaña de Studd en África al final de su vida. Bien podría titularse: «Del palacio a la choza». ¡Un enorme testimonio sin palabras!

Una ayuda idónea

Priscilla Livingstone Stewart llegó a China en 1887, como parte de un equipo de obreros nuevos del Ejército de Salvación. Era irlandesa, de hermosos ojos azules y cabello rubio. Hacía sólo un año y medio que se había convertido, en forma milagrosa.

Una noche en que había estado en una fiesta hasta la madrugada, tuvo un sueño que la habría de intranquilizar durante tres meses. Soñó que estaba jugando tenis, cuando súbitamente se vio rodeada de una multitud de personas. De pronto, se levantó entre esa multitud una Persona. Ella exclamó: «¡Pero si es el Hijo de Dios!». Entonces él, señalándola a ella, dijo: «Apártate de mí, pues nunca te conocí». La muchedumbre se disolvió, y quedó ella sola con sus amigos, que la miraban horrorizados. Después de resistir al Señor por tres meses, se rindió, cuando vio al Señor decirle: «Por mi llaga fuiste curada».

Desde ese día decidió que Jesús sería su Señor y su Dios. Poco después, mientras buscaba dirección para su vida, abrió la Biblia y vio, al margen del libro, escrito en letras de luz: «China, India, África». Estas palabras proféticas habrían de cumplirse literalmente.

Priscilla y Charles se conocieron en Shangai, mientras éste desarrollaba reuniones para los marineros ingleses. Junto a otros misioneros, Priscilla colaboraba allí con mucho fervor. Las reuniones eran bastante informales, pero llenas de gozo. Un episodio de esas reuniones refleja muy bien el carácter de Charles. Habían recibido algunos testimonios, y querían expresar su gozo a través del canto. Charles pidió a la concurrencia que cantasen de pie el himno «Estad por Cristo firmes», pero al darse cuenta que ya estaban de pie, dijo: «¡Vamos, esto no es suficiente, debemos hacer algo más para Jesús: Paraos sobre vuestras sillas para Jesús!». Los marineros saltaron con agilidad sobre sus sillas y, con una amplia sonrisa dibujada en sus rostros, cantaron como nadie había cantado jamás ese himno.

A pesar de que debieron separarse por algún tiempo a causa de la obra, Charles y Priscilla se escribieron, y él le propuso matrimonio después de buscar al Señor intensamente. «No te ofrezco una vida fácil y cómoda –le escribía–, sino una vida de trabajo y dureza; realmente, si no te conociera como una mujer de Dios, ni soñaría en pedirte en matrimonio. Lo hago para que seas camarada en Su ejército, para vivir una vida de fe en Dios, recordando que aquí no tenemos ciudad permanente, sólo un hogar eterno en la casa del Padre. Tal será la vida que te ofrezco. El Señor te dirija».

En otra carta le abre su corazón de manera muy hermosa: «Te amo por amor a Jesús, te amo por tu celo hacia él, te amo por tu fe en él, te amo por tu amor a las almas, te amo por tu amor a mí, te amo por ti misma, te amo por siempre jamás. Te amo porque Jesús te ha usado para bendecirme y encender mi alma. Te amo porque siempre serás un atizador calentado al rojo que me haga correr más ligero. Señor Jesús, ¿cómo puedo jamás agradecerte por una dádiva semejante?».

Hubo un doble matrimonio: el religioso fue oficiado por el conocido evangelista chino Shi, y el civil, ante el cónsul británico. Al final de la ceremonia, ambos se arrodillaron e hicieron una solemne promesa ante Dios: «Jamás nos estorbaremos uno al otro de servirte a Ti». Fue una «boda de peregrinos», sin traje de bodas, con ropa china común, de algodón.

Comprobando la fidelidad de Dios

La joven pareja fue directamente de su boda a iniciar una obra hacia el interior de China, en la ciudad de Lungang-Fu. Cierta vez Studd predicó sobre el versículo «Puede salvar hasta lo sumo» (Heb. 7:25, Versión Moderna). Después de que la reunión hubo terminado, un chino quedó solo al fondo del salón. Cuando Studd se acercó a él, el chino le dijo que el sermón había sido una serie de disparates, y agregó: «Soy un asesino, un adúltero, he quebrantado todas las leyes de Dios y del hombre una y muchas veces. También soy un perdido fumador de opio. No puede salvarme a mí». Studd le expuso las maravillas de Jesús, su evangelio y su poder. El hombre era sincero y fue convertido.

Entonces el hombre dijo: «Debo ir a la ciudad donde he cometido toda esta iniquidad y pecado, y en ese mismo lugar contar las buenas nuevas». Lo hizo. Reunió a multitudes. Fue llevado ante el mandarín y le sentenciaron a dos mil golpes con el bambú, hasta que su espalda fue una masa de carne roja y se le creyó muerto. Fue traído de vuelta por algunos amigos, llevado al hospital y cuidado por manos cristianas, hasta que, al fin, pudo sentarse.

Entonces dijo: «Debo volver otra vez a mi ciudad y predicar el evangelio». Sus amigos cristianos trataron de disuadirle, pero se escapó y empezó a predicar en el mismo lugar. Fue llevado de nuevo ante el tribunal. Tuvieron vergüenza de aplicarle el bambú otra vez, así que le enviaron a la cárcel. Pero la cárcel tenía pequeñas ventanas y agujeros en la pared. Se reunió el gentío y predicó a través de las ventanas y aberturas, hasta que, hallando las autoridades que predicaba más desde la cárcel que afuera, lo pusieron en libertad, desesperados de no poder doblegar a alguien tan porfiado y fiel.

Gran parte del tiempo, Studd estuvo ocupado en el Refugio para Fumadores de Opio, que abrió para atender a las víctimas de esta droga. Durante los siete años siguientes, unos ochocientos hombres y mujeres pasaron por allí, y algunos de ellos fueron, además de curados, salvados.

La llegada de los hijos significó para el matrimonio una dura prueba: no era posible contar con la asistencia de ningún médico. Buscar uno habría significado estar cinco meses lejos de su casa y abandonar su obra. «¿Por qué no llamar al Dr. Jesús?», se preguntó Priscilla, y así lo hizo. Nacieron cinco hijos, y no hubo problemas.

En China en ese tiempo acostumbraban sacrificar a las niñas recién nacidas, debido a que –pensaban– dan mucho trabajo al criarlas, y su dote cuando se casan no alcanza a cubrir los gastos. Dios dio al matrimonio cuatro hijas, para que diesen ejemplo de cuidado y amor hacia ellas, como si fuesen varones. El nombre chino que ellos dieron a sus hijas daba testimonio de esto: Gracia, Alabanza, Oración y Gozo.

Dios proveyó milagrosamente a las necesidades financieras de la familia. Cierta vez –sus cuatro hijas estaban pequeñitas– se quedaron sin provisiones ni dinero. No había esperanza aparente de que llegaran suministros de ninguna fuente humana. El correo llegaba una vez cada quince días. El cartero había salido recién esa tarde y en quince días traería el correo de vuelta.

Las cinco pequeñas hijas ya se habían acostado esa noche, así que decidieron tener una noche de oración. Se pusieron de rodillas con ese propósito. Pero después de unos veinte minutos, se levantaron de nuevo. En esos veinte minutos habían dicho a Dios todo lo que tenían que decir. Sus corazones estaban aliviados; no les parecía ni reverente ni de sentido común continuar clamando.

El correo volvió el tiempo establecido. No tardaron en abrir la valija. Dieron una ojeada a las cartas; no había nada. Se miraron el uno al otro. Studd fue a la valija otra vez, la tomó de los ángulos inferiores y la sacudió boca abajo. Salió otra carta, pero la letra les era completamente desconocida. Otro desengaño. La abrió y empezó a leer.

Studd y Priscilla fueron totalmente diferentes después de la lectura de esa carta, y aún toda su vida fue diferente desde entonces. La firma les era totalmente desconocida. He aquí el contenido de la carta: «He recibido, por alguna razón u otra, el mandamiento de Dios de enviarle un cheque de 100 libras esterlinas. Nunca lo he visto, solamente he oído hablar de usted, y eso no hace mucho, pero Dios me ha privado del sueño esta noche con este mandamiento. Por qué me ha ordenado que le envíe esto, no lo sé. Usted sabrá mejor que yo. De cualquier modo, aquí va y espero que le sea de provecho».

El nombre de ese hombre era Francisco Crossley. Nunca se habían visto ni escrito.

De regreso en Inglaterra

Tras 10 años en China, la familia regresó a Inglaterra, en 1894. Aunque Studd había estado aquejado de varias enfermedades que lo tuvieron al borde de la muerte, no se atrevió a moverse de China sino por clara dirección de Dios. La despedida de sus hermanos y sirvientes fue muy dolorosa. La larga travesía a través de la China con su esposa y sus cuatro pequeñas fue difícil, por cuanto había una gran hostilidad hacia los extranjeros. El pueblo chino, poco instruido, pensaba que todos los extranjeros eran aliados de Japón, que en esa época estaba en guerra con China.

Parte de la travesía la hicieron por el río, en una barcaza. Dondequiera que la embarcación tocaba la ribera, un gentío se reunía para ver a los «diablos extranjeros».

Cierta vez el ambiente se mostraba especialmente amenazante para ellos, pero Dios dispuso su liberación de una manera extraña. La mayor de las niñas hablaba el chino. Así que cuando la gente comenzó a hacerle preguntas: «¿Cuál es tu nombre? ¿Qué edad tienes? ¿Tienes algo que comer?», etc., para sorpresa de ellos, la niña les contestó en su propio idioma. El resultado fue que la turba amenazante se volvió en admiradora. Entonces hicieron arreglos para que grupos sucesivos de chinos se acercaran a comprobar la maravilla: ¡una niña extranjera hablaba su mismo idioma! Cada vez que lo hacían, los chinos se explicaban el asunto de la siguiente manera: «¿Lo ven? Esta niña habla nuestro idioma, porque come nuestra comida».

En Shangai, se embarcaron en un vapor del Lloyd Alemán. Los camareros eran todos músicos, y formaban una banda que todas las tardes tocaba en el salón. Las cuatro niñas se sentaban entonces embelesadas a escuchar música. El tercer día, luego de la sesión diaria, las niñas entraron en el camarote de sus padres, muy excitadas, diciendo: «No podemos comprender a estos misioneros de ninguna manera, pues no hacen más que tocar música y nunca cantan himnos ni oran». ¡En su vida en el interior de la China nunca habían visto un hombre o una mujer blancos que no fueran misioneros!

Llegados a Inglaterra, con dificultad se estuvieron quietos algún tiempo, para recuperarse de su deteriorada salud, pues pronto llegaron las invitaciones a compartir sus experiencias. Cierta vez, Studd fue invitado a dar una charla en un colegio teológico de Gales. En parte de la disertación él dijo: «La verdadera religión es como la viruela: si uno se contagia, le da a otros y se extiende». Su prima y huésped en esa ocasión, Dorotea de Thomas, se escandalizó por la comparación, y de regreso a casa se lo representó. Eso condujo a una larga conversación, pero Dorotea permanecía cerrada a la fe.

De acuerdo a la promesa que Dorotea le había hecho a su primo, asistió de nuevo a la charla la noche siguiente. Cuando llegaron de vuelta a casa, ella le preparó una taza de cacao, y se la alcanzó. Studd estaba sentado en el sofá y continuó hablando mientras ella tenía la mano estirada. Ella le habló, pero él no le hizo caso. Entonces, como es lógico, ella se impacientó. Sólo entonces él le dijo: «Bueno, así es exactamente como tú estás tratando a Dios, que te está ofreciendo la vida eterna». La saeta dio en el blanco.

Dos días después, cuando él estuvo de regreso en Londres, recibió el siguiente telegrama: «Tengo un fuerte ataque de viruela. Dorotea».

Dos años después, Studd fue invitado a Estados Unidos, donde se quedó 18 meses. Su horario estaba completamente colmado de reuniones, a veces hasta seis en el día. Su poco tiempo libre fue una sucesión de entrevistas con estudiantes. A veces echaba mano a recursos poco ortodoxos para enseñar verdades espirituales. Cierta vez que condujo a un joven a recibir el Espíritu Santo por fe. Le dijo que tenía que dejar que el Espíritu Santo obrara en él y a través de él. El joven parecía comprender, pero su rostro todavía estaba sombrío. Entonces le dijo: «Si un hombre tiene un perro, ¿lo guarda todo el tiempo y ladra él mismo?». Entonces el joven se rió, su rostro cambió en un instante, y prorrumpió en alabanzas a Dios. «Oh, lo veo todo ahora, lo veo todo ahora». Y se reía y alababa y oraba, todo al mismo tiempo».

Entre sus cartas enviadas a Inglaterra, envió un recorte de diario en que se le elogiaba. Al margen del artículo él escribió: «Esta es la clase de disparates que publican los diarios».

En cierta oportunidad en que fue invitado a una charla, poco antes de pasar Charles T. Studd al estrado, uno de los anfitriones dio algunos detalles elogiosos de su vida. Entonces Studd comenzó diciendo: «Si yo hubiera sabido que se diría esto, hubiera venido un cuarto de hora más tarde». Y en seguida agregó: «Vamos a borrarlo con algo de oración». Y se puso a orar.

Seis años en la India

Desde su conversión, Studd había sentido la responsabilidad que tenía la familia de llevar el evangelio a la India. Había sido el último deseo de su padre. Su hermano le había contado cómo la gente conocía el apellido Studd, pues su padre había hecho allí su fortuna. Él se propuso que el apellido Studd fuera también conocido como «embajador de Jesucristo». Viajó a Tirhhot, donde estuvo seis meses celebrando reuniones, y le fue ofrecido el cargo de pastor de la iglesia independiente de Octacamund.

Como siempre, Studd se dedicó a ganar almas, y pronto se decía de esa iglesia: «Esa iglesia es un lugar que se debe eludir si uno no quiere convertirse». Su esposa decía de él en este tiempo: «Creo que no pasa una semana sin que Charles tenga de una a tres conversiones». No perdía ocasión de usar métodos heterodoxos para compartir el evangelio. ¡Cierta vez tomó parte en una gira de críquet a fin de tener oportunidad de compartir a los soldados que jugaban!

Pero toda esta obra se realizó penosamente, pues desde años antes había sido una víctima del asma. Por tiempo, sólo dormía dos horas en la noche, sentado en una silla luchando por respirar. Sin embargo, luego venían temporadas mejores.

Sus hijas crecían, y disfrutaban la vida en la India. Las cuatro se entregaron a Cristo durante su estada allí. Él mismo las bautizó en una piscina que mandó construir en su propio jardín.

En 1906 regresó a Inglaterra. Su llegada a casa dio oportunidad a pastores y obreros, los que le comenzaron a invitar con mucha frecuencia. En los próximos dos años debe haber hablado a decenas de millares de hombres, muchos de los cuales nunca asistían a un culto, pero fueron atraídos por su fama deportiva. Su manera de hablar franca, sin ambages, empleando el lenguaje común del pueblo, junto con su humor, gustaba mucho a los hombres.

El desafío mayor

Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba. Así comenzaría el mayor desafío de su vida. (Continuará).

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