Una mirada a los sufrimientos de Cristo – y de los que son de Cristo.

I

El trabajo no es más que la mitad de la vida; el sufrir es la otra. Hay un hemisferio del mundo en la luz del trabajo, pero hay otro en la sombra del sufrimiento.

No se trata de que en cualquier vida estos estados se alternen con la misma regularidad con la cual la tierra pasa de la oscuridad a la luz, y vuelve de nuevo desde la luz a la oscuridad. Nada es más misterioso que las proporciones en que ambos elementos están distribuidos en diferentes cantidades. Algunos disfrutan la alegría del esfuerzo exitoso casi todos los días, y saben poco o nada de la enfermedad, el desamparo o la derrota. Otros parecen haber sido marcados por el sufrimiento, como si fuera parte de ellos mismos. Durante toda su vida son «ejercitados en el quebranto»; casi siempre están de luto, porque a menudo la muerte está golpeando a su puerta para reclamar sus seres queridos. Su propia salud es precaria; y casi cualquier sueño de conquista elevada y firme que puedan albergar, ellos saben que cuando la excitación mengüe, no tienen la fuerza física para llevar a cabo su visión.

Si tú eres hombre afortunado, que apenas conoces los quebrantos de salud y te alegras en tu trabajo, cuyo resultado ves día a día más grande y más imponente detrás de ti. Si vas y estás de pie al lado de la cama de un inválido tendido con enfermedad incurable, puedes reconocer allí una mente más capaz que la tuya, un corazón tan dispuesto como el tuyo para el amor y la alegría; pero una cadena invisible se enrolla alrededor de los miembros y los oprime; y, aunque el martirio pueda mantenerse durante diez o veinte años, esa figura nunca se levantará de allí con su propia fuerza.

¿Qué piensa tu filosofía de semejante visión? Con todo, es sólo un caso extremo de lo que está ocurriendo en mil formas. Los hijos del dolor son numerosos, y ningún hombre sabe cuán pronto su propia vida de trabajo puede cambiarse en una vida de sufrimiento. En cualquier momento un rayo puede caer desde el cielo y alterarlo todo. Una nube, no más grande que la mano de un hombre, puede crecer y extenderse hasta que cubre el cielo con ropajes de oscuridad de horizonte a horizonte. Y, aun cuando tal horrible calamidad no sobrevenga, el tiempo trae a todos su propia porción de sufrimiento.

No hay rebaño, por más cuidado,
que no tenga su cordero muerto;
no hay hogar, por más defendido,
donde no haya una silla vacía.

El sufrimiento, entonces, no es un elemento de la vida que pueda ser ignorado. Si necesitamos de alguien que nos muestre cómo trabajar, en no menor medida necesitamos a alguien que nos enseñe cómo sufrir. Y aquí, de nuevo, el Hijo del Hombre no nos decepciona. Junto con ser él el gran Capitán del trabajo, que convoca al joven y al vigoroso a atreverse y a conquistar, es también el Amigo del que sufre, en torno al cual se reúne el débil, el defraudado y el agonizante. Cuando en la cruz él clamó: «Consumado es», no sólo se estaba refiriendo a la obra de su vida exitosamente cumplida, sino también a la copa de sufrimiento bebida hasta la última gota.

II

1. Jesús padeció lo que podemos llamar las privaciones comunes de la humanidad. Él nació en un establo y fue puesto en un pesebre, así desde el principio mismo de su carrera dio un paso en el hemisferio oscuro del sufrimiento. Poco sabemos de su condición social: no podemos decir si en casa de María la sombra de pobreza o infelicidad lo envolvió mucho o poco en sus redes. Sin embargo, sabemos más tarde, de su propia boca, que «las zorras tenían cuevas y las aves del cielo tenían nidos, pero el Hijo del Hombre no tenía dónde recostar su cabeza». No es frecuente que un hijo de los hombres sea reducido a una condición tan inferior, al punto de envidiar el cubil de las bestias y el nido de los pájaros.

Como una regla, al aproximarse la muerte, cuando se deshace la habitación del alma, esto viene siempre acompañado de mayor o menor sufrimiento. Sin embargo, el sufrimiento físico de Jesús al final fue extremo. Sólo basta recordar el sudor sangriento del Getsemaní; de los azotes, cuando su cuerpo, curvado ante un pequeño poste, fue golpeado con toda la fuerza de los crueles soldados; la introducción de la corona de espinas en su cabeza; de las complicadas torturas de la crucifixión. Es posible que no nos sea dado afirmar que nadie alguna vez sufrió tanta agonía física como él, pero esto es al menos probable; porque la singularidad de su organismo físico con toda probabilidad lo hizo mucho más sensible que otros al dolor.

2. Él padeció intensamente por el hecho de poder anticipar el mal que vendría. Cuando una gran pena o dolor viene de repente, la persona queda a veces tan perturbada que eso actúa como una especie de sedante, y todo pasa incluso antes que el afectado pueda comprender lo que está sucediendo. Pero saber que estamos en las garras de una enfermedad que tal vez en seis meses se transformará en una agonía intolerable antes de irse, llena la mente con un horror anticipado que es incluso peor que la realidad cuando viene. Jesús conocía de antemano sus sufrimientos y los predijo a sus discípulos; y estas comunicaciones se tornaron más y más vívidas y minuciosas mes a mes, como si ellas estuvieran tomando un asidero más fuerte en Su imaginación. Este horror anticipado que vendría culminó en Getsemaní; el pavor de lo que estaba por venir provocó en su mente tanta perturbación, tal espanto y agonía, que el sudor brotó como grandes gotas de sangre de Su rostro.

3. Él padeció por sentir que estaba causando sufrimiento a los otros. Las personas abnegadas, sin egoísmo, se sienten más intensamente heridas por su propia debilidad o infelicidad, al ver que justamente aquellos a quienes les gustaría hacer felices fueron hechos miserables a través de su relación con ellos. ¡Cuán repugnante debe haber sido para el niño Jesús la historia de los bebés de Belén, a quienes la espada de Herodes golpeó con violencia cuando estaban buscándolo a él! O, si su madre le ocultó tal hecho, él debe haber sabido por lo menos cómo ella y José tuvieron que huir con él a Egipto para escapar de la envidia de Herodes.

Cuando su vida se acercaba a su fin, este sentimiento de que el relacionamiento con su persona sería fatal para sus amigos se acrecentó cada vez más en su mente. Cuando fue arrestado, él intentó evitar que los Doce tuviesen su mismo destino, suplicando a sus captores: «Dejen ir a éstos». Pues él sabía de antemano, muy claramente, que el mundo que lo odiaba a él también los odiaría a ellos, y dijo que vendría el tiempo cuando cualquiera que los matasen pensarían que estaban rindiendo servicio a Dios. Fue necesario que él viese la espada atravesando el corazón de su madre cuando ella lo contemplaba muriendo de una muerte aún más vergonzosa que para nosotros es la muerte en la horca.

4. El elemento de la vergüenza fue durante todo el tiempo uno de los principales ingredientes en su copa de aflicción. Para una mente sensible no hay nada más intolerable; es lejos más duro de soportar que el dolor físico. Jesús pasó por ella en casi todas sus formas, siendo perseguido por la misma toda su vida. Él fue afrentado por la humildad de su nacimiento. Los sacerdotes de alta cuna y los rabinos educados se burlaban del hijo del carpintero que jamás estudió, y los ricos fariseos lo ridiculizaban. Fue tildado una y otra vez de loco. Evidentemente éste fue el pensamiento de Pilato acerca de él; y cuando él apareció delante de Herodes, el licencioso monarca y sus hombres de guerra lo juzgaron como si fuera «un don nadie».

Los soldados romanos adoptaron una actitud de burla salvaje hacia él durante todo su juicio y crucifixión, tratándolo de la forma como los niños atormentan a uno que es débil de mente. Le escupieron en el rostro, le vendaron los ojos, y entonces, golpeándolo con violencia, preguntaban: «¡Profetiza quién te golpeó!». Hicieron de él un rey del escarnio, con la capa de desecho de un soldado por manto, una caña por cetro, y las espinas por corona. Tales ultrajes hicieron, sin duda, hervir de ira su mente divina. Él oyó que Barrabás fue preferido en lugar de Él por la voz de sus propios compatriotas, y fue crucificado entre ladrones, como si fuera el peor de los peores. Una granizada de burlas siguió cayendo sobre él en sus horas de agonía. Los transeúntes le dirigían muecas burlescas, agregando con sus labios los insultos más viles; e incluso los ladrones que fueron crucificados con él le lanzaban injurias en su rostro.

Aquel que tenía plena conciencia de su poder irresistible, tuvo entonces que someterse a ser tratado como el más débil de los débiles, y él que era la Sabiduría del Altísimo tuvo que someterse a ser usado como si fuera menos que un hombre.

5. Para Jesús lo que más lo hirió, siendo el Santo de Dios, fue ser considerado y tratado como el mayor de los pecadores. Para aquel que ama a Dios y la bondad no puede haber nada tan odioso como ser considerado sospechoso de hipocresía y de estar perpetrando crímenes contrarios a su vocación pública. Con todo, fue justamente esa la acusación hecha contra Jesús. Se le acusaba de estar en colusión con los poderes del mal y expulsar demonios por Belcebú, el príncipe de los demonios. Él, para quien el nombre de Dios era como ungüento derramado, fue acusado de blasfemo y transgresor del día de reposo.

Aun sus mejores hechos fueron malinterpretados; y por ir a buscar a los perdidos allí donde ellos podían ser hallados, tuvo que soportar ser llamado glotón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores. Al reclamar ser el Mesías, la mayoría de las clases le tomó por un farsante inescrupuloso; las autoridades, tanto religiosas como seculares, lo decidieron así en tribunal solemne. Incluso sus propios discípulos al final lo desampararon; uno de ellos lo traicionó; y el principal de ellos maldijo y juró que no lo conocía. Cuando él murió, probablemente no había ni un solo ser humano que creyese que él era lo que decía ser.

6. Si para el alma santa de Jesús era doloroso ser considerado culpable de pecados que él no había cometido, todavía debe haber sido más doloroso sentir que estaba siendo empujado al pecado mismo. Este intento fue hecho a menudo. Satanás lo intentó en el desierto, y, aunque sólo esta única tentación suya sea dada en detalles, sin ninguna duda él volvió a menudo al ataque. Hombres malvados intentaron lo mismo: ellos recurrieron a toda clase de artimaña para hacerlo perder su temple y hablar imprudentemente con sus labios. «Ellos empezaron a estrecharle en gran manera, y a provocarle que hablase de muchas cosas; acechándole, y procurando cazar alguna palabra de su boca para acusarle».

Aun sus amigos, que no entendían el plan para Su vida, intentaron hacerlo desviarse del curso prescrito para él por la voluntad de Dios – y esto tantas veces que Jesús cierta vez tuvo que reprender a uno de ellos como si fuera la tentación personificada, diciéndole: «¡Apártate de mí, Satanás!». Nada podría mostrar más claramente que tal expresión, tan diferente de aquel que la profirió, cuán agudamente él sentía el propósito de la tentación, y el horror que se despertaba en él ante la posibilidad de transgredir la voluntad de Dios, aunque fuese por el grosor de un delgado cabello.

7. Aunque la proximidad del pecado despertaba tal aborrecimiento en su alma santa, y ese toque fue para él como el toque del fuego sobre la carne delicada, fue todavía llevado a un contacto más íntimo con el mismo, resultando en el más profundo sufrimiento. El pecado hizo sentir su pestilente presencia sobre él de muchas maneras. Él, que no podía tolerar la visión de nada impuro, fue obligado a contemplarlo en sus peores formas bien cerca de sus propios ojos. Su propia presencia en el mundo lo hizo manifestarse, pues la bondad perturba el mal que yace en el fondo de los corazones malvados. La santidad de la Persona con quien ellos tenían que tratar, intensificó la virulencia de fariseos y saduceos, y los crímenes de Pilato y Judas.

¡Qué vasto océano compuesto de todas las más viles pasiones de la naturaleza humana él contempló cuando, colgando de la cruz, sus ojos se posaron sobre las caras trastornadas de la multitud! Era como si todo el pecado de la raza humana estuviera cayendo sobre él, y Jesús sintió como si él mismo fuese totalmente hecho pecado.

En una gran familia de malhechores, donde el padre y la madre son borrachos, los hijos están en la cárcel, y las hijas viven empapadas en vergüenza, puede haber uno, una hija, pura, sensata, sensible, que vive en la casa del pecado como un lirio entre los espinos. Y ella hace de todo el pecado de la familia el suyo propio. A los otros miembros no les preocupa; la vergüenza de su pecado no representa nada para ellos; es el comentario del pueblo, pero a ellos les tiene sin cuidado. Sólo en el corazón de aquella hija los crímenes cometidos y su desgracia se reúnen como un haz de lanzas, rompiendo y mutilando. El único miembro inocente de la familia soporta la culpa de todo el resto. Ella incluso esconde la crueldad de ellos hacia ella, como si toda la vergüenza de eso fuese ella misma. Tal posición fue la que Cristo tuvo en la familia humana. Él entró en ella voluntariamente, viniendo a ser hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne. Él se identificó con ella. Él fue el centro sensible de todo. Él reunió dentro de su corazón la vergüenza y la culpa de todo el pecado que observó. Los criminales no sintieron nada, pero él lo sintió. Eso lo aplastó; rompió su corazón; y él murió bajo el peso del pecado de otros, que él hizo suyos.

Intentamos concentrar nuestros pensamientos en el misterio de Getsemaní y en el terrible clamor del Gólgota: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Pero esto continúa siendo un misterio. ¿Quién puede acercarse a esa figura postrada bajo los olivos en el jardín, o escuchar esa voz resonando desde la cruz, sin sentir que hay un dolor allí cuyas profundidades no podemos sondear? Nos aproximamos cuanto podemos, pero algo nos dice: «Hasta aquí puedes llegar, pero no más». Sólo sabemos que era el pecado que lo estaba aplastando. «Al que no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él».

III

Los resultados de los sufrimientos de Cristo son el tema principal del Evangelio; pero aquí diremos sólo algunas palabras al respecto.

1. La Epístola a los Hebreos dice que «…habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación…» y, de nuevo, que «…por lo que padeció aprendió la obediencia».

Éstas son declaraciones misteriosas. ¿Era él imperfecto para necesitar ser hecho perfecto? ¿O desobediente, para que le fuese requerido aprender la obediencia? Ciertamente, esto no puede significar que la tilde más pequeña estuviera faltando para completar Su carácter en cualquier sentido. No, sino que, simplemente, por ser él un hombre, con una historia humana y un desarrollo humano, tenía que ascender, por así decirlo, un peldaño de obediencia y perfección, y, aunque cada paso fue superado en su propio y preciso momento, y él emergió de allí perfecto, todavía cada nuevo paso requería un nuevo esfuerzo y, cuando venció, lo trajo a una fase más elevada de perfección y a un círculo más amplio de obediencia. Nosotros vemos el progreso de este esfuerzo con gran claridad en Getsemaní, donde en la primera crisis de sufrimiento él dice: «Padre, si es posible, pase de mí esta copa»; pero al final puede decir con profunda serenidad: «Padre, si esta copa no puede pasar de mí sin beberla, sea hecha tu voluntad».

Esta fue la perfección que él alcanzó a través del sufrimiento. Fue la completa comprensión de la voluntad de Dios y la absoluta armonía con ella. Esta es también nuestra perfección; y el sufrimiento es el gran medio de producirla. Muchos de nosotros jamás habríamos pensado en la voluntad de Dios a menos que primero la hubiéramos sentido como una violenta contradicción de nuestra propia voluntad. Nos maravillamos con ella, y nos rebelamos ante ella; pero, cuando aprendimos, como Jesús, a decir, «No se haga mi voluntad, sino la tuya», descubrimos que éste es el secreto de la vida, y la paz que sobrepasa todo entendimiento entra en nuestra alma. O, al menos, hemos visto el proceso en otros.

Me atrevo a decir que para algunos de nosotros el más precioso de todos los recuerdos es el de uno de los hijos o hijas de la aflicción hechos hermosos por la sumisión a la voluntad de Dios. Tal vez haya habido un conflicto antes, pero éste terminó; y la voluntad de Dios fue aceptada, no sólo con sumisión, sino con un gozo santo que glorifica el ser entero. Y, cuando observamos el rostro puro y paciente sobre la almohada, sentimos que estamos ante alguien que alcanzó la victoria a través de la rendición, y confesamos que nuestra propia vida, con toda su tormenta y tensión de actividad, puede ser mucho menos valiosa, tanto para Dios como para el hombre, que la de éste que yace amarrado e inmóvil. «También sirven los que sólo quedan quietos y esperan.»

2. El apóstol Pablo, en uno de los pasajes más confidenciales de sus escritos, nos habla de una lección que aprendió a través del sufrimiento. Dice: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2ª Cor.1:3-4). Él se alegraba de haber sufrido, porque así había aprendido a tratar con los que están atribulados. ¡Cuán semejante a su gran corazón era ese sentimiento! Y él es profundamente verdadero. El sufrimiento da el poder de alentar. En verdad, no existe ninguna otra manera de lograrlo.

Para aquel que pasa por aflicción profunda, hay una total diferencia entre las palabras de alguien cuyo corazón se mantiene intacto y que nunca pasó por el mismo fuego, y la tierna comprensión y la simpatía de aquellos que han sufrido personalmente. Por consiguiente, aquellos que están en el horno del desamparo o el dolor deben aceptar para sí mismos la sugerencia inspiradora: Quizás sea éste mi aprendizaje para el sagrado oficio de consolador. Fue de esta forma que Jesús aprendió ese arte; y los probados y tentados de todas las generaciones se acercan a él con toda confianza que nace de saber cómo él exploró personalmente todas las dimensiones de este tipo de experiencia. «Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado».

3. Los resultados de los padecimientos de Cristo entran aún más profundamente en su obra como Salvador. Él los vio anticipadamente y habló a menudo sobre ellos: «De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto … Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo … Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».

Cuando él murió, su causa parecía estar perdida. No quedó ninguno de sus seguidores. Pero, cuando este eclipse hubo terminado y él emergió de la tumba, sus seguidores despertaron para descubrir que poseían en él cien veces más cosas de lo que antes tenían conciencia; y la nueva gloria en la cual él brilló era aquella del Salvador sufriente.

En cada época sus sufrimientos atraen a él los corazones de los hombres; porque ellos prueban la magnitud ilimitada de su amor, su absoluta generosidad, y su lealtad a la verdad y a sus principios aun hasta la muerte. Así ellos tienen poder para con los hombres. Pero también tienen poder para con Dios. «Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo». Porque él murió, nosotros no necesitamos morir. Dios ha puesto en Sus manos el perdón de pecados para darlo como un don gratuito a todos los que lo reciban. Porque él se humilló a sí mismo, Dios lo exaltó hasta lo sumo. Él ahora está sentado a la diestra de la Majestad, como Príncipe y Salvador, y tiene en su cinto las llaves de la muerte y del Hades.

James Stalker
Tomado del libro «Imago Christi».