Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”.

– Eclesiastés 3:1.

El invierno es un tiempo de frío máximo; la escasez de los rayos del sol influye sobre algunos procesos vitales en las plantas, tales como la germinación, la aparición de flores, la profusión de nuevas hojas y la fructificación. Por eso, no es este el tiempo cuando una planta luce mejor, más radiante o más fructífera.

Sin embargo, las raíces de los árboles se desarrollan principalmente durante este tiempo. Y esas raíces sirven para permitir la alimentación de la planta y su firme sujeción a la tierra dándole estabilidad y buen fundamento. Por eso, podemos decir que el invierno es un tiempo de preparación para los árboles, pues en él se fortalecen sus bases y se nutren para el tiempo en el cual arremeterán los vientos.

A los creyentes también nos toca vivir inviernos en nuestras vidas, periodos sin hojas, ni flores ni frutos. Pero en esos tiempos Dios trabaja en nuestras vidas, haciéndonos más fuertes, firmes y estables; nos prepara para poder vivir adecuadamente en tiempos futuros. Por eso, las temporadas de invierno espiritual tienen aspectos que nos agradan y otros que no son de nuestro agrado; pero tanto los unos como los otros son necesarios, inevitables e impuestos por Dios.

Durante esos periodos miramos a otros creyentes y sentimos la tentación de envidiar su radiante y llamativa espiritualidad. Sentimos que a otros les va bien y a nosotros no. Sin embargo, este es un tiempo en el cual crecemos y se desarrolla nuestra fe, aunque no seamos conscientes de ello. Por eso, seamos pacientes. No es tiempo de hojas ni de frutos. Sencillamente, es tiempo para otra cosa.

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