Pablo, en Romanos, nos descubre un hecho asombroso respecto de Israel: que en pleno tiempo de la ley, y más aun, en tiempo de apostasía, Dios reservó a una parte, un remanente, por gracia y no por obras.

Este «reservó» de Dios implica en el contexto, sin duda, «justificó», porque Pablo nos aclara que es por gracia, no por obras. Dios se guardó para sí una porción de Israel, dando a entender con eso que ellos representan la manera de Dios de alcanzar justicia. Y así como Dios se reservó ese remanente, así también hoy Dios tiene su remanente escogido por gracia, dice Pablo.

Esto confirma lo que el apóstol dice en otro lugar: que el propósito de Dios es justificar por la fe no solo a los gentiles sino también a los judíos (Rom. 3:30). Lo que ocurrió con aquellos siete mil en tiempos de Elías ha de suceder finalmente con todos los judíos, pues no por la ley es justificado el hombre, sino por la fe de Jesucristo.

¡Qué maravilloso es que, en medio de la ley, haya un oasis de fe! ¡Qué maravilloso es que, en tiempos de la ley, Dios aparte para sí un remanente por gracia! ¡Cuánto más ahora justificará Dios por la fe a los hombres, sean judíos o gentiles!

Más que el incumplimiento de la ley, es la incredulidad de los judíos lo que les hizo perder su protagonismo en el plan de Dios. Y por eso los gentiles fueron llamados a ocupar, al menos parcialmente, el lugar que los judíos tenían (Rom. 11:20). La incredulidad produce la caída, la fe produce la bendición. Al estar bajo la ley, ellos no actuaban desde la fe, sino desde las obras; por tanto, fueron desgajados del buen olivo. Ellos debieron advertir que la ley no les daría la entrada a la justicia, y haberse vuelto oportunamente a la fe, según el ejemplo que les había dado Abraham; pero no lo hicieron.

Ahora el camino quedó más claro. La severidad de Dios para Israel es la reprobación de Dios hacia un camino imposible, que, de ser seguido, solo traerá gloria al hombre. El rechazamiento de Israel es el repudio de Dios hacia la vana justicia del hombre. La ley solo produjo incrédulos y desobedientes; la fe es la que justifica y transforma al pagano y pecador en un hombre según la imagen de Dios.

Esta justicia de Dios por la fe fue testificada ya desde antiguo por la ley y por los profetas. El problema es que no hubo oídos vacíos de sí mismos para oírla – excepto los de aquel remanente escogido por gracia. Constantemente, aunque así como entre líneas, no abiertamente, sino como en secreto, perceptible solo para los oídos humildes, cansados de esfuerzos vanos, se dejó testimonio que Dios justifica al hombre por medio de la fe. Dios no vocifera como en un trueno sus palabras, sino las declara al oído de aquel que se humilla bajo su mano.

¿Qué ocurre hoy? Lo mismo que ayer: Dios se ha reservado para sí un remanente escogido por gracia, que se aborrece a sí mismo, y glorifica a Dios por su misericordia.

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