La encomienda del anuncio que revela sus riquezas insondables.

…según el glorioso evangelio del Dios bendito, que a mí me ha sido encomendado … Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero … A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo”.

– 1 Tim. 1:11, 15; Ef. 3:8.

En estos versículos vemos la profunda identificación del apóstol Pablo con el evangelio. Éste no es algo ajeno a él, sino que constituye parte de su misma vida. En Romanos 2:16 él lo llama «mi evangelio».

«…el glorioso evangelio del Dios bendito que a mí me ha sido encomendado». Cuando Pablo describe el evangelio, usa muchas veces este tipo de calificativos, debido al impacto tan grande que el evangelio ha tenido en su vida. No es simplemente «el evangelio», sino «el glorioso evangelio», o «el evangelio de la gloria de Cristo» (2 Cor. 4:4).

Ninguna expresión humana, por elevada que sea, hace real justicia a la grandeza del evangelio, porque éste es mayor que todo lo que podemos expresar. Finalmente, Pablo lo llama «el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo». Es decir, por más que profundicemos en su contenido, nunca lo agotaremos.

Palabra fiel y digna

Al final de sus días, el apóstol declara que el evangelio es una palabra veraz, una palabra que no miente. «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos». Tan importante es este anuncio, tal es su gloria, que merece ser oído por todos.

Pablo había gastado largos años recorriendo muchos lugares y hablando a ricos y pobres, poderosos y débiles, sabios e ignorantes. Y pudo comprobar una y otra vez que esta es una palabra fiel. Dios siempre respalda su evangelio, toda vez que es anunciado.

«Porque no me avergüenzo del evangelio». ¿Tenemos miedo de hablar del evangelio? ¿Pensamos que lo que tenemos que decir no es lo suficientemente digno de ser oído por todos? En este mundo no hay nada que se iguale en gloria al evangelio de Jesucristo. ¡Cómo avergonzarse de él!

«Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero». Este es su resumen del evangelio. Estas son las palabras testamentarias del apóstol; es como si él estuviera expresando su última voluntad, en las cartas a Timoteo y a Tito, escritas en la prisión romana mientras esperaba su sentencia de muerte. Él pone con letras grandes esta afirmación: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores».

Normalmente asociamos al apóstol con la gran revelación que recibió respecto a la vocación eterna de la iglesia en Cristo Jesús. De eso hemos hablado por mucho tiempo. Pero al mirar con atención, descubrimos que lo que cautivaba su corazón sobre todas las cosas era el evangelio.

Nada es más grande que el evangelio de Jesucristo. Sin él, la iglesia no existiría sobre la tierra Sin evangelio no habría redimidos, no habría un pueblo para Dios, no habría una novia para Cristo; no habría una Casa donde Dios pudiese habitar por su Espíritu. El evangelio hace posible la existencia de la iglesia.

Por eso, el testamento de Pablo, al final de su vida, es éste: «Este mandamiento, hijo Timoteo, te encargo … que prediques la palabra … Haz obra de evangelista, cumple tu ministerio». Porque si nos olvidamos del evangelio corremos el riesgo de perder todo lo demás.

El evangelio de Pablo

Veamos algunas características fundamentales del evangelio, específicamente en la visión del apóstol Pablo. Efesios 3:8 dice: «A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo».

La palabra que aquí se traduce como «anunciar» es evangelizar en griego. Evangelio significa «buena noticia». En el mundo antiguo, había heraldos que recorrían las ciudades pregonando las noticias importantes. La idea básica de evangelizar es anunciar en público una buena nueva. Entonces, por contraste, el evangelio «no es» ciertas cosas. Trataremos, en consecuencia, de especificar primero qué no es el evangelio, para luego entender lo que él es.

¿Un estilo de vida?

En primer lugar, el evangelio no es un estilo de vida. A menudo se dice que éste es una forma de vida; que al vivir un cierto tipo de vida predicamos el evangelio. Pero estrictamente hablando, no es así. El evangelio puede, y debe, producir vidas transformadas. Pero esto en sí no es el evangelio, porque éste no se refiere a lo que nosotros debemos hacer para Dios, sino a lo que él hizo por nosotros en Cristo.

Según la Biblia, debemos dar ejemplo de una vida santa ante los que no creen; pero lo que salva es la palabra del evangelio y no nuestro ejemplo de vida. Si no hablamos de Cristo, nadie será salvo. Escrito está: «Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21). Dios salva a los hombres de una sola manera: por la predicación del evangelio. No podemos excusarnos diciendo: «Yo predico el evangelio con mi ejemplo». A menudo, tal argumento no es más que una manera de disfrazar nuestra vergüenza de proclamar el evangelio.

Es claro que nuestra vida tiene que respaldar el evangelio. En verdad, el ejemplo de la iglesia hace plausible el evangelio; esto quiere decir que cuando las personas ven el efecto del evangelio en nuestra vida, están mucho más dispuestas a creer en él. Pero no podemos reemplazar el evangelio por nuestra vida. Por lo tanto, predicamos a Jesucristo el Salvador, y los hombres son salvos cuando creen en él.

¿Un código moral?

En segundo lugar, el evangelio no es un código moral o ético. Algunos creen que hablar del evangelio es decirles a las personas lo que es correcto e incorrecto. Y nos convertimos en moralistas. Pero al hacer esto no estamos predicando el evangelio, porque éste no es un código moral. Para eso existe la ley.

El evangelio no es la ley; no es una demanda que Dios pone sobre el hombre acerca de lo que éste debe hacer o no hacer. El Señor no nos mandó a ser moralistas, censurando y diciéndo a los demás lo que está bien o mal en ellos. El evangelio no es eso. Es un mensaje de gracia, que nos dice que somos tan pecadores y corruptos que jamás podríamos ganar el favor de Dios a través de nuestras obras o conducta. Y también nos dice que Dios nos ama y nos acepta por gracia en Cristo mucho, más allá de lo que jamás nos atrevimos a imaginar.

¿Una religión?

En tercer lugar, el evangelio no es una religión. Una religión es básicamente un método humano para obtener el favor de Dios. En el mundo hay muchas religiones que reúnen a millones de personas. Pero ellas tienen una diferencia radical con el evangelio de Cristo. Todas enseñan que el hombre debe esforzarse y trabajar haciendo muchas cosas para ganar el favor divino, la redención o algo parecido.

En el tiempo de Pablo, todo el mundo era religioso. Hoy, la gente se ha vuelto más irreligiosa. Todo el mundo estaba atrapado en algún sistema religioso de salvación, esforzándose por ser salvo. Pero el evangelio no nos dice que nosotros tenemos que hacer algo para ganarnos el favor de Dios, sino que Dios lo hace todo por nosotros. Por lo tanto, el evangelio no es una religión.

¿Una filosofía?

El evangelio no es una filosofía o una doctrina. Por supuesto, de él se derivan doctrinas (la justificación, el nuevo nacimiento, etc.), pero el evangelio mismo no es un sistema de verdades. Dios no nos dio una filosofía para que seamos salvos. ¿Cómo sería un tratado de filosofía dado por Dios a los hombres? Probablemente, nadie podría entenderlo, porque la mente divina es infinitamente superior a la nuestra. Así que, ¿quién podría ser salvo? ¡Nadie! Pero Dios no nos salva por un sistema de verdades teóricas e inalcanzables. El evangelio no es así.

El evangelio es una Persona

¿Qué es entonces el Evangelio? Es una persona accesible para todos: Jesucristo. Los sabios encuentran salvación en él, y los humildes también encuentran salvación en él. Esa es la respuesta de Dios a la condición desesperada de los hombres; esto es lo que Dios da a los hombres: una Persona.

En un curso de apologética, un profesor decía que Dios no nos dio un argumento irrefutable. (La apologé-tica busca argumentos para defender la fe). Claro, Dios pudo hacer eso, pero tal vez muy pocas mentes lo habrían podido entender. Pero, Dios no nos dio un argumento irrefutable; nos dio algo mucho mejor: una Persona irrefutable. La sabiduría divina supera infinitamente a la sabiduría de los hombres. Así que la filosofía de Dios, por decirlo así, no es un tratado de filosofía, sino una Persona: Jesucristo.

«Los griegos buscan sabiduría» (1 Cor. 1:22). Ésta era la fuerza motriz de la cultura griega. Ellos buscaban «redimirse» mediante la sabiduría. Por eso desarrollaron la filosofía (gr.»amor a la sabiduría»).

Pablo dice a los corintios, que eran griegos, que esa sabiduría humana nunca podrá salvar a nadie. Pero que hay una sabiduría divina: «Mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1 Cor. 1:24). Cristo es la divina Sabiduría por la cual Dios salva a los hombres. Esto es el evangelio, que supera a la sabiduría humana, así como el cielo supera a la tierra.

Este es el contenido del evangelio. Anunciamos a una Persona. Por eso se dice en Hechos que los apóstoles, al comienzo de la historia de la iglesia, todos los días, en el templo y por las casas no cesaban de predicar y enseñar, no un código moral, no una ética, no un sistema de vida, no una religión, no una filosofía, sino a Jesucristo. Él es la sabiduría y el poder de Dios; porque en él está la plenitud de Dios.

El evangelio es una verdad total que responde a todas las necesidades de la vida humana. No es una religión, pero nos une con el verdadero Dios. No es una filosofía, pero responde a todas las preguntas que el hombre se ha hecho a través de la historia respecto al significado de la vida humana.

Dios nos dio a una Persona perfecta. Romanos comienza diciendo: «Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras…». Y luego describe el contenido del evangelio: «…acerca de su Hijo». Cristo, el Hijo de Dios, es el evangelio. Al anunciarlo a él, al hablar de su vida y obra, y al describir su gloria, estamos predicando el evangelio. Porque él es el evangelio.

Un anuncio universal

Hemos dicho que en primer lugar el evangelio es un anuncio, una buena noticia, que nos habla de lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo. En segundo lugar, dijimos que el evangelio es una persona: Jesucristo el Hijo de Dios. En tercer lugar, Pablo dice: «A mí … me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo» (Ef. 3:8).

La expresión «anunciar entre los gentiles», es, según el griego, anunciar a las etnias, o a las gentes, es decir, a todas las naciones de la tierra. En 1 Timoteo 1:15 dice después: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos». Una característica del evangelio es ser universal. Al final de la historia, en Apocalipsis 7:10, vemos una gran multitud de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que claman a gran voz: «La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero». Ellos han sido redimidos por el evangelio. El evangelio no es solo para nosotros, es para los que están más allá, para los que nunca han oído.

El denuedo de Pablo

Pablo es un hombre a quien Dios usó, como a ninguno antes o después en la historia, para llevar la palabra del evangelio. Muchas iglesias surgieron a lo largo de toda la región de Grecia hasta Italia como producto de su ministerio. Era un hombre incansable. «He trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor. 15:10).

¿No podría él, ya anciano, al final de sus días, haber dicho: «Bueno, ya he recorrido mucho; he padecido tanto, he sido encarcelado y expuesto a tantos peligros. ¿No sería bueno detenerme»? ¿No pensamos así nosotros? ¿Por qué no recoger ahora el fruto de su labor, asentarse en un lugar, descansar y quedarse allí edificando a los hermanos? ¿No estaba bien que él hubiese hecho eso?

Sin embargo, vemos que Pablo, ya anciano, escribe una carta a los romanos. Él quiere ir a ellos, para llevarles la Palabra. Y como no puede ir aún, les escribe exponiendo en su carta (a los Romanos) lo que él llama «mi evangelio», aquello que el Señor le reveló y encomendó. Pero les avisa que él también quiere ir a ellos, no solo a regocijarse, edificándoles, sino «para tener también entre vosotros algún fruto» (Rom. 1:13), para que algunos otros también crean.

Y no solo eso, sino que, al final de la carta, les dice que se quedará poco tiempo. Estará con ellos, pero seguirá rumbo a España. «Como está escrito: Aquellos a quienes nunca les fue anunciado acerca de él, verán, y los que nunca han oído de él, entenderán» (Rom. 15:21). Tal es el corazón del apóstol.

Nadie tenía más derecho que él a recoger en el granero el fruto de su labor, a beber el vino de su siembra, pero nunca lo hizo. Y la tradición dice que, tras salir de prisión, al final del libro de los Hechos, fue a España a predicar el evangelio, hasta que finalmente el imperio romano lo consideró persona peligrosa y lo condenó a muerte.

Al final de sus días, Pablo sabe que su carrera ha acabado, que nunca más saldrá por los caminos a predicar, pero insta a Timoteo a seguir predicando el evangelio ¡Qué el Señor nos dé un corazón como el de este hombre capturado totalmente por el evangelio de Jesucristo! No pensemos que ya está bien, que ya hemos hecho lo suficiente. En realidad, no hemos hecho nada todavía.

El evangelio es una palabra para todos; también para la iglesia. Es claro que ella necesita oír siempre el evangelio y ser renovada por él. Cuando el evangelio no está en el centro de la vida de la iglesia, ella se desliza hacia el legalismo o hacia la impiedad. Estas son las dos tentaciones mortales que acechan a la iglesia. Lo vemos en las siete iglesias de Asia en Apocalipsis. Martyn Lloyd-Jones, en uno de sus libros, dice que todo avivamiento comenzó cuando la iglesia redescubrió el evangelio.

Sin embargo, el evangelio no es en primer lugar para nosotros, sino para aquellos que nunca han oído. Nosotros nos regocijamos oyéndolo; pero si esto no se anuncia afuera, ¿de qué sirve? Dios ha puesto la gloria de su Hijo en nuestras manos. Nos ha encomendado el glorioso evangelio de Jesucristo, para que seamos heraldos y testigos en todas las naciones. Por lo tanto, cuando el Señor nos da el evangelio, es para que lo llevemos más allá, a otros que nunca han oído de él.

Las inescrutables riquezas de Cristo

«A mí … me fue dada esta gracia de anunciar el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo» (Ef. 3:8). «Inescrutables». ¡Qué palabra maravillosa! No creo que haya otra palabra para describir aquello que lo hace único, singular, que no se parece a nada en este mundo: «las inescrutables riquezas de Cristo».

La palabra «inescrutable» indica algo tan profundo, que por más que nos adentremos en ello, nunca llegamos al fondo. También significa «insondable». No se puede medir su profundidad. Creemos conocer el evangelio, pero sabemos muy poco de él; aún estamos parados en la orilla. La palabra inescrutable es también «inagotable». El evangelio es un tesoro inagotable de riquezas que están a nuestra disposición.

Las riquezas de su gracia

Efesios es la carta donde Pablo expone con mayor amplitud la revelación que ha recibido de Cristo y la iglesia, la visión celestial. Pero él avanza algunos versículos y retoma el evangelio. En Efesios 1:7 dice: «…en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados, según las riquezas de su gracia». Y aquí está el tesoro, el cofre inagotable del evangelio.

Más adelante nos habla de las riquezas de la misericordia de Dios. Luego trata de las riquezas de la gloria de Dios, y en Romanos 11:33 dice que además el evangelio contiene «las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios», riquezas insondables e inagotables.

«Gracia» es una palabra difícil de definir. En los manuales de teología es explicada como el favor inmerecido de Dios. Pero la expresión «favor» no logra describir por completo la grandeza de la gracia de Dios. Es mejor describir la gracia que definirla. Dios nos ama; la fuente de su gracia es su amor. Él nos ama incondicionalmente, y por eso, nos ayuda, nos capacita, nos bendice, no en virtud de nuestros méritos, nuestra devoción o nuestra obediencia.

Vivimos en una sociedad que exalta «la meritocracia». En el mundo laboral, lo primero que se evalúa es el desempeño. Si alguien lo hace bien, irá ascendiendo. Pero no es así con la gracia de Dios; ella no es dada en virtud de nuestro buen desempeño.

Dios nos da porque nos ama. Y nos amó dando a su propio Hijo para hacernos dignos de vivir en su presencia. No por nuestra justicia (buen desempeño), sino por los méritos y la justicia de Cristo. Ya tenemos su amor incondicional y eterno en Cristo.

Por tanto, no vivas más dependiendo de tus méritos, tu obediencia o tu desempeño para con Dios. No pienses que por tu obediencia de hoy, Dios te ama más, o bien, porque no obedeciste tanto, Dios te ama menos. No es así; de otra manera, ya no sería gracia.

Dios tiene riquezas inagotables de gracia para nosotros. ¿Crees que ya gastaste mucho de esa gracia? ¿Ya recurriste demasiado a la sangre de Cristo? Su sangre siempre está vigente, porque su gracia nunca se agota. ¡Bendito sea el Señor! El amor de Dios no se agota; es insondable, infinito, e inagotable.

Las riquezas de su gloria

«…para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu» (Ef. 1:18; 3:16). En el evangelio tenemos las riquezas insondables de la gracia de Dios y también las riquezas de su gloria. ¿Qué es la gloria? Esta es otra palabra difícil de definir; pero intentemos describirla.

Pablo nos dice que el evangelio nos da acceso a las riquezas de la gloria de Dios. En griego, la palabra gloria es doxa, que significa resplandor. 1 Corintios 15 afirma que una estrella es diferente a otra en gloria, es decir, en luminosidad o brillo. La gloria tiene que ver con lo que algo o alguien proyecta. La gloria de Dios es la proyección de quién es él. Cuando se da a conocer a sí mismo, él revela su gloria. Al ver al Señor, contemplamos su gloria. Tal es el sentido de la palabra griega.

Pero la palabra hebrea, kabod, es aún más interesante. Su significado es «peso» o gravedad. A veces nosotros decimos: «Esta persona tiene poco peso; es liviana», aludiendo a alguien superficial o con poca sabiduría, o falto de carácter. Esta idea nos aproxima un poco al concepto hebreo.

El peso es el impacto que un objeto ejerce en su entorno. En física, el peso es un valor relativo que tiene que ver con la masa de un cuerpo y la fuerza de atracción que ejerce sobre otros.

Por ejemplo, el sol ejerce tal fuerza de atracción (gravedad) que obliga a que todos los planetas giren en torno a él. Mientras más masivo es un cuerpo, más fuerza de gravedad posee (peso), y por lo tanto, más influencia tiene sobre los objetos que lo rodean.

Imaginen un objeto cuya masa es infinita, de un peso incalculable. Si éste entrara en la dimensión humana, haría que todo se inclinara forzosa e irresistiblemente hacia él. Así es la gloria de Dios.

Nosotros, por causa del pecado, vivimos atrapados en «nuestro yo» como centro de gravedad. Éste tiene tal «peso», que obliga a que todo lo demás gire en torno a él. Nuestras ideas, nuestras decisiones, nuestros deseos y sentimientos, todo lo nuestro, es más importante que todo lo demás. ¿No es así?

La terrible fuerza de gravedad del yo hace que todo el universo gire en torno a nosotros, o al menos eso quisiéramos. Ese es el efecto del pecado. Pero cuando la gloria de Dios se muestra, algo infinitamente mayor entra en escena, pues la palabra gloria en hebreo no solo significa peso, sino relevancia.

Isaías 6. «En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines … Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria». Es decir, la tierra está llena de su peso, de su grandeza, de su gravedad inimaginable.

Tan inmensa es la gloria divina, que todo lo demás, en comparación, no solo pierde importancia, sino que carece de ella. Cuando la gloria del Dios todopoderoso se hace presente, lo demás pierde su valor.

Isaías, un hombre pecador como nosotros, pensando que su yo es lo más importante del universo, ante la visión de la gloria de Dios, queda reducido a nada y exclama: «¡Ay de mí, que soy muerto!».

Nada ni nadie en el universo puede eludir el poder y el peso de esa gloria. Aun los serafines, los más poderosos de los seres creados, cubren sus rostros, y caen rendidos a sus pies. «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria». Y el evangelio nos comunica esa gloria.

«Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Cor. 4:6). Cuando Su gloria se manifiesta, aun los más orgullosos son reducidos al polvo. Pablo, el orgulloso fariseo que perseguía a la iglesia a muerte, cayó como muerto cuando la gloria del Señor resplandeció sobre él.

El evangelio nos revela las riquezas insondables de la gloria de Dios. Por eso los serafines cantan: «Santo, santo, santo». Ellos están llenos de ojos por dentro y por fuera, solo para contemplar la plenitud de la gloria divina, y viéndola, declarar su infinita alteridad respecto a todo lo demás: «Santo, santo, santo».

Las riquezas de su misericordia

«Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo» (Ef. 2:4-5).

La gracia es el amor de Dios cuando se derrama sobre aquellos que no lo merecen. Pero la misericordia es la compasión por aquellos que están en extrema debilidad, angustia o necesidad, y son impotentes para hacer nada por sí mismos. Dios extiende su amor a los que no pueden hacer nada. Y la Escritura dice que el evangelio tiene riquezas inagotables de misericordia.

Dios es rico en misericordia, en compasión; él ama sin medida. Esto es el evangelio. Pablo habla de «conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef. 3:19). Al conocer ese amor, somos transformados por él.

 «Porque el amor de Cristo nos constriñe pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron» (2 Cor. 5:14). Esto constriñe nuestras entrañas, y no nos deja dormir. Es el amor lo que lleva a los hombres a gastar su vida por Cristo; no es un sentido de obligación, ni el temor ni la amenaza, sino el amor de Cristo lo que hace que Pablo gaste su vida hasta la muerte predicando el evangelio. Si no lo hacemos, si no hay pasión por los perdidos, es porque desconocemos el amor de Cristo.

El gran misionero Hudson Taylor llevó el evangelio al interior de China en un tiempo en que nadie se atrevía a entrar allí. Cuando el Señor lo estaba preparando para esa obra, fue a explorar primero la región y luego volvió a Inglaterra. Y relata en su autobiografía:

«Un día fui invitado a una reunión de la iglesia donde yo me reunía. La presencia del Señor se manifestó y los hermanos se gozaban oyendo la Palabra. Pero mi corazón se partía por dentro y no lo soporté más. Salí de allí y me fui a caminar por la playa, pensando en los millones de chinos que hora tras hora partían de este mundo a la perdición eterna. Y en ese lugar hice mi decisión; me consagré para la obra de mi vida. Y dije: Señor, pase lo que pase, cueste lo que cueste, venga lo que venga, yo iré a China a predicar tu evangelio». Y así lo hizo. La tierra de China se abrió para el evangelio de Jesucristo.

Que el Señor nos lleve a predicar allí donde nunca nos atreveríamos a ir, solo porque el amor de Cristo nos ha constreñido y nos ha enviado.

Síntesis de un mensaje impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2019.