En el pensamiento de Dios, la iglesia se encuentra unida vital y eternamente a su Hijo, por inefables cuerdas de amor.

“Dios es amor”, nos dice Juan. Este es el rasgo esencial y prominente de su carácter. Todos sus propósitos y pensamientos están regidos por el amor. Con seguridad, estamos lejos de comprender a cabalidad la inmensidad, profundidad e intensidad de su amor.

Sin embargo, cuando consideramos su propósito eterno y todo lo que está involucrado en su cumplimiento y realización, su divino amor brilla con una claridad incomparable.

La maravilla de la gracia

El apóstol Pablo comienza su magno tratado sobre la iglesia –que es la carta a los Efesios– con una declaración cuyos alcances están todavía más allá de nuestra comprensión o imaginación: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos bendijo con toda bendición espiritual … según nos escogió en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, en amor…”. Estas palabras debieran asombrarnos profundamente ¿Antes de la fundación del mundo? Vale decir, ¿Antes de que fuésemos creados? ¿Antes de que los ángeles emergiesen brillando de su mano? ¿Antes de que apareciera el minúsculo polvo del cual fuimos formados? Y todavía más, ¿antes de que pecásemos y diésemos la espalda a su propósito y voluntad para nosotros? Pero Dios, aún sabiendo todo lo que habría de ocurrir en el futuro, nos amó en edades que se hunden en la eternidad pasada y en el consejo más íntimo de su corazón. Y de ese amor surgió todo lo demás.

Allí fuimos escogidos para ser su pueblo, predestinados para ser hijos del Padre, separados para ser la esposa del Hijo, y bendecidos para convertirnos en la morada eterna del Espíritu Santo. Dios habría de compartir su vida con nosotros. Dios habría de convertirnos en el objeto supremo de su amor. De entre todo lo creado, la iglesia fue amada por encima de todo lo demás. La revelación de este misterio divino estremece al apóstol Pablo y lo constriñe a anunciar y aclarar a todos la dispensación del misterio de la iglesia. Y la Escritura tiene una palabra para expresar la acción del amor divino a través del tiempo, desde el principio hasta la consumación de su propósito: gracia. Lo que el amor concibió en la eternidad pasada, la gracia lo manifestará y llevará adelante a través del tiempo hasta su consumación en la eternidad futura.

Esa gracia impregna todas las obras de Dios. No se merece, no se compra, no se puede ganar por la fuerza. Es la manifestación de su amor eterno, incondicional y absoluto hacia la iglesia. Por ello, esa gracia resultará, al final, victoriosa.

¡Ah, si pudiésemos comprender la grandeza de su gracia, el propósito para el cual fuimos creados, la grandeza de los pensamientos de Dios para con nosotros! Pero tropezamos al poner nuestra mirada exclusivamente sobre nuestra pequeñez, debilidad, inutilidad e ineficacia. Pues, secretamente, tenemos el extraño pensamiento de que el amor de Dios es algo que se debe merecer de algún modo. Pero no es así. Su amor nos fue concedido antes de que fuésemos nada o hiciésemos obra alguna. Aun más, ese mismo amor, previendo nuestra caída, preparó de antemano el remedio. Y el Cordero fue inmolado antes de la fundación del mundo. Ese fue el precio que Dios debió pagar al crearnos. Contra el brillante amanecer del primer hombre en el huerto de Edén, se recortaba negra la sombra desolada de la cruz.

Una maravillosa historia de amor

El amor de Dios por la iglesia es constante, invariable y definitivo ¡Cómo debiera consolarnos ese pensamiento! Pues la iglesia no es una institución humana, una organización “eclesiástica” o un movimiento religioso. Lo que Dios amó desde la eternidad es algo enteramente diferente. El Padre ha amado eternamente a su Hijo, el Hijo de su amor, y en él amó también a la iglesia, pues en el pensamiento de Dios, ella se encuentra unida vital y eternamente a su Hijo. Primero como un proyecto escondido en su seno, al igual que Eva en el costado de Adán. Luego, cuando el Verbo se hizo carne, como el misterio descendido con él al corazón de este mundo perdido. Pues, él vino a buscar a su amada eterna. Y finalmente, como la iglesia libertada y levantada en unión con él por encima de todos los poderes del pecado, la muerte y Satanás, regresada a su posición, vocación y gloria original.

La suya es una historia de amor hacia su amada eternamente perdida y eternamente encontrada. Redimida por el precio más alto que jamás conoció ni conocerá la creación de Dios. La sangre divina del Hijo de Dios. Porque fue Dios en Jesús quien padeció en la cruz. Aquel que hizo las incontables galaxias y los resplandecientes querubines de fuego, y se sienta por encima de todo lo creado a una distancia imposible de medir ni estimar, descendió para tomar sobre sí la carne y la sangre de su amada. Y estando en esa condición, sufrió la cruz y derramó su sangre. El conoció el dolor y cargó sobre sí el tormento y la condenación de su amada. Era un acto de puro amor. De supremo amor. No había más necesidad que la que le impuso su amor. Y al hacer esto, Dios en Cristo unió para siempre su destino al de su amada iglesia. Los ángeles contemplaron estremecidos el espectáculo de su amor así ofrendado y derramado hasta lo sumo sobre la horrenda cruz. Pues allí, Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo. Él bajó hasta el más profundo de los abismos de la muerte y la perdición eternas y desde allí trajo a su amada de regreso a la vida y la eternidad.

Y no sólo eso, pues al levantarla de sus cadenas y salvarla de su extravío, la insertó de nuevo en la línea original de su propósito eterno. Porque ella habrá de convertirse, por obra de su gracia, en una iglesia gloriosa, santa y sin mancha. Totalmente ajena al pecado y la muerte.

Pues su amor continúa. No se detiene en la salvación de los suyos. Avanza para formarlos, edificarlos, sustentarlos y llevarlos hacia adelante hasta alcanzar todo cuanto fue preparado para ellos en la eternidad pasada. En este punto, nuestra mente necesita ser transformada de manera radical. Nuestros ojos requieren ser alumbrados para conocer la grandeza, la vastedad y el alcance de nuestro llamamiento. Y para ello, se necesita que, sobre todas las cosas, conozcamos su amor. Ese amor que jamás nos abandonó ni nos abandonará, a menos que lo rechacemos voluntariamente.

Nuestro corazón necesita abrirse a la plenitud de su amor. Arrojarse en sus brazos y rendir su agitación, ansiedad y temor en sus brazos. El Creador, el Autor de la Vida, el Dios eterno, por cuya palabra se rige el universo, la Realidad última y definitiva, nos ama. Y nos ama de una manera que abruma y maravilla nuestro corazón ¿Por qué? Porque así lo ha querido. Más allá de todo el temor, la oscuridad y la sombra de la muerte, se encuentra la resplandeciente realidad de Aquel cuyo amor por nosotros sobrepasa todo entendimiento. Aquí yace nuestra consolación y seguridad eterna.

No quisiéramos entrar en argumentaciones teológicas, pero ¿qué seguridad más grande puede haber para nosotros que su amor? Aquel que nos amó desde la eternidad, murió en la cruz y derramó su sangre por nosotros, ¿permitirá que, después de todo eso, nos perdamos? No si confiamos en él. No si ponemos toda nuestra seguridad en su amor.

Será para siempre el espejo de su amor

Para concluir esta breve reflexión, en la que hemos intentado aproximarnos al menos un poco al misterio del eterno amor de Dios por la iglesia, hemos de referirnos a su consumación en la eternidad por venir. Ella fue concebida en un sueño de amor en edades eternas que sólo Dios conoce. Luego apareció en el mundo levantada del polvo de la tierra. Sin embargo, por un instante, todo pareció perderse para siempre cuando Adán y Eva escogieron el camino de la rebelión y la alianza con las potestades hostiles a la potestad de Dios. Pero el Hijo de Dios entró en el mundo lleno de gracia y de verdad, para rescatar lo que se había perdido. No tan sólo hombres y mujeres perdidos, sino aquello que expresa el más profundo misterio de la voluntad de Dios: la iglesia que es su cuerpo, su templo y su desposada

¿Qué vendrá hacia el futuro? La Biblia nos habla de una ciudad que es la plena expresión de todo lo que Dios concibió antes de la fundación del mundo. Cada piedra de esa ciudad lleva inscrita la marca de su amor. Ella es por completo el fruto de su amor. En ella lo que el amor comenzó en la noche de los tiempos, se encuentra plenamente consumado en el eterno mediodía de la edades por venir. Es el tributo supremo a su amor, constante, sufrido, infatigable, herido, despreciado, pero al fin, recibido, aceptado, retribuido y amado. En ella, todo el universo contemplará al fin a Dios en toda la gloria de su gracia, bondad y misericordia. Pues ella será para siempre el espejo de su amor.