Valorando la presencia del Espíritu Santo y su obra en la iglesia.

Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios … Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho … Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”.

– Mat. 18:28; Juan 14:26; Ef. 4:30.

Morando en nosotros

En Juan 14:26, Jesús habla del Espíritu Santo como el Consolador (gr., parakletos). Sin embargo, tal traducción no es lo suficientemente clara, porque parakletos señala a alguien que está a nuestro lado para ayudarnos en todo lo que necesitemos. El Espíritu Santo, como nuestro parakletos, no solo está a nuestro lado, sino dentro de nosotros.

Si no hubiese venido el Espíritu Santo a habitar en nuestros corazones, las cosas prácticas no podrían ser llevadas a cabo. En nuestra humanidad egocéntrica, carnal, no nos podríamos ayudar unos a otros. Sin embargo, como creyentes, debería ser natural hacer esto, porque el Espíritu Santo habitando en nuestro corazón es quien nos conduce a hacer la obra de Dios.

También tenemos un parakletos en los cielos. Juan nos dice en su primera carta. «…y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo». La palabra traducida aquí como abogado en el original también es parakletos. Jesús es nuestro parakletos en el cielo. Él mismo vive hoy para interceder por la iglesia, y muchas veces nuestros nombres han estado en sus labios, para que nuestra fe no falte en la hora de la prueba.

Entonces, es posible vivir esta vida cristiana como corresponde, pues tenemos los recursos que él mismo nos ha dado para hacer su voluntad.

El reino ha llegado

En Mateo 12:28, el Señor hace una conexión preciosa y profunda entre el Espíritu Santo y el reino. «Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios». En este contexto podemos decir algunas cosas.

Podemos ver el reino de Dios en dos perspectivas. Una, apuntando al reino que nosotros esperamos cuando Jesús venga a esta tierra. Todo el mundo en aquel día verá su gobierno de justicia y de paz.

Sin embargo, Jesús dice que el reino de los cielos «ha llegado». Aquí, él no está señalando a aquel reino venidero. Él lo deja muy claro, diciendo: «Si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios…». ¿Cómo lo podemos interpretar? Esto significa una sola cosa: que el reino de Dios ha llegado. El reino de Dios también está hoy en la tierra.

Entonces, por una parte, esperamos el Reino como un evento profético a manifestarse. Y creemos que no falta mucho tiempo para ver su cumplimiento. Aún no hemos alcanzado ese tiempo, y lo esperamos. Pero hoy ciertamente vivimos el reino de Dios, o al menos esa debería ser nuestra realidad.

El ámbito celestial

La palabra reino significa gobierno; pero también reino se refiere a un ámbito. Jesús dice que el reino de los cielos ha llegado, porque lo celestial ya ha bajado a la tierra. Hay un ámbito exclusivo de Dios, que le pertenece a él – su reino. Y estamos conscientes de que hemos sido llamados a habitar en este reino.

El ámbito celestial no se reduce a las reuniones de la iglesia. Aquí hay un entorno espiritual, pero cuando una reunión concluye, este ámbito celestial no se va, sino que seguimos moviéndonos en él. Cuando tú vas al trabajo, al colegio, a la universidad, cuando estás con tu familia, en todo tiempo y lugar, nunca abandonas este entorno celestial. Recordemos siempre esta verdad.

Un creyente nunca sale de ese reino, no tiene permiso para salir de ahí . ¡Gloria al Señor! Por lo tanto es importante que esta idea quede grabada en nuestro corazón. El reino de los cielos ha llegado, está hoy entre nosotros; vivimos en un ámbito celestial que no es de la tierra sino del cielo, pero que está presente aquí, para dar testimonio al mundo de cómo se vive la vida de Cristo.

La obra exclusiva del Espíritu

El reino de Dios está entre nosotros, pero el Señor dijo algo más: «Si yo por el Espíritu de Dios…». Él era el Hijo de Dios, y bien pudo decir: «Yo echo fuera los demonios». ¿Quién podría objetar esta afirmación? Pero él lo dice con humildad, en su calidad de hombre. «Si yo por el Espíritu de Dios», no en mis propias fuerzas, no en mis capacidades humanas, sino por el Espíritu de Dios.

Si él se sujetaba en todo al Espíritu Santo, ¡cuánto más dependientes debemos ser nosotros, considerando al Espíritu Santo en la realización de nuestras tareas cotidianas! Nuestra conducta ha de ser semejante a la de Aquel de quien decimos ser discípulos.

«Si yo por Espíritu de Dios echo fuera los demonios…». La manifestación del reino no es posible sino a través del Espíritu Santo. No podemos conocer lo que es el reino de Dios, ni podemos dar cumplimiento a sus demandas, sin el Espíritu Santo actuando en y a través de nosotros.

El hombre natural ignora el reino de Dios, por eso vive buscando fórmulas nuevas para poder enfrentar las crisis. Pero nosotros sí lo hemos conocido; por lo tanto cobra relevancia la presencia del Espíritu Santo en relación al evangelio del Reino. Es el Espíritu quien le da sustancia al evangelio, quien nos ayudará en toda necesidad. Él es quien nos trae la realidad del evangelio.

El hermano John Owen, hablando sobre este asunto, dice: «Si el Espíritu Santo no obra con el evangelio, entonces el evangelio vendría a ser solo letra muerta, y el Nuevo Testamento vendría a ser tan inútil para los cristianos, así como el Antiguo Testamento lo es para los judíos».

Si el Espíritu de Dios no actúa con el evangelio, entonces todo lo que sabemos, pero sin llevarlo a la práctica, es letra muerta.

¡Cuán relevante es que el Espíritu Santo esté habitando en nosotros! Sin él no podemos hacer nada. Si utilizamos nuestras capacidades para ir en ayuda al prójimo, pero prescindiendo del Espíritu, aquello no contará delante de Dios.

No el hombre, sino el Espíritu

«Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor. 2:1-5).

Este es el evangelio que nos corresponde anunciar, pero antes tenemos que vivirlo. Pablo dice que él no usó la sabiduría humana ni recurrió a sus dones naturales, sino que él lo hizo con demostración del Espíritu y de poder. Es el Espíritu quien habla y convence; no es nuestra propia sabiduría.

Sin duda, nosotros podemos aprender algunas cosas, y ser instruidos en la exposición de la palabra; pero no podemos confiar en esos recursos para predicarla. Si hay un don que Dios nos ha dado, y éste no ha pasado por la cruz, ¡ni el mejor orador podrá convencer a nadie de justicia, de pecado y de juicio!

Esta es una obra exclusiva del Espíritu Santo, que él quiere realizar hoy con mayor urgencia, porque el tiempo del fin está cerca. Es cosa de ver las crisis que se están viviendo no solo en nuestro país, sino en todo el mundo. Pareciera ser que se está configurando un ambiente propicio para que de pronto aparezca alguien diciendo: «Yo les prometo paz y seguridad». Por eso es vital que el evangelio sea predicado hoy con mayor solicitud.

Colaborando con Dios

Ahora, lo grandioso de esto es que el Espíritu Santo no está fuera, sino dentro de nosotros. Y ¿cómo convencerá al mundo? Él quiere usarnos a nosotros para hacer tal obra que, por un lado, es una honra, pero también implica una tremenda responsabilidad.

El Espíritu Santo realizará su obra por medio de hombres y mujeres que estén dispuestos a ser forjados, moldeados, transformados por él. Es preciso que la voluntad de estos hombres y mujeres sea ésta: «Estoy dispuesto Señor, yo también quiero». Eso tal vez significará dolor.

¿Será que el Espíritu Santo encontrará entre nosotros hombres y mujeres dispuestos? A veces es fácil hacer un llamado a quiénes quieren servir al Señor, y muchos vienen por entusiasmo. Pero debemos saber que para predicar este evangelio se necesitan hombres y mujeres dispuestos a ser transformados por el Espíritu de Dios. Y no hablamos de la predicación desde el púlpito, sino de lo que Pablo decía a los hermanos, que somos cartas escritas por Dios para ser «conocidas y leídas por todos los hombres» (2 Cor.3:2).

Dios solo podrá escribir en nosotros en la medida en que nosotros se lo permitimos. Solo podremos manifestar estas buenas nuevas de salvación a los hombres si nosotros mismos vivimos este evangelio?

George Whitefield, el famoso predicador, tuvo una carga profunda en su corazón con respecto a evangelizar. Él fue un predicador itinerante. Cuando él murió, alguien testificó: «Todo lo que George Whitefield predicó, lo vivió». Con debilidades y flaquezas, por supuesto, pero él vivió la esencia de este evangelio. «Si no es por el Espíritu de Dios, no hago nada», decía este siervo del Señor. Es posible vivir siendo guiados en todo por Él.

Mostrando la gloria de Dios

La primera obra del Espíritu Santo es anunciar el evangelio al mundo. Para este fin, él necesita colaboradores. Y aquí viene su segunda obra con respecto a nosotros, para cumplir su propósito.

«Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18). Pablo está hablando con respecto a los judíos y su imposibilidad de comprender las cosas de Dios. Es como si ellos tuviesen un velo, así como Moisés tenía un velo sobre su rostro, para que la gloria de Dios que reflejaba fuese oculta, a causa de que era una gloria pasajera.

Moisés no siempre tuvo esta gloria resplandeciente, ella duró un tiempo breve. Y en ese contexto, Pablo dice: «Por tanto, nosotros todos…». Ya no solo Moisés, sino todos nosotros, sin excepción, estamos llamados a reflejar la gloria de Dios. Eso es lo que el Espíritu Santo está haciendo cada día con nosotros.

Hay un alto llamado, para que cuando la gente nos vea, vea la gloria de Dios. ¿Será que el mundo está viendo realmente esto en la iglesia? Al mirar a la iglesia, el mundo tendría que ver una sola cosa: la grandeza de Dios. Ahora, ¿qué ven realmente hoy los hombres en nosotros?

El evangelio del reino transforma vidas; por lo tanto, si nuestras vidas no han cambiado, ¿qué verá el mundo? ¿Verán que solo somos distintos porque tenemos una Biblia y vamos a una reunión?

Humanamente, nosotros no somos mejores que cualquiera. Hay quienes pueden darnos lecciones de cómo amar al prójimo no solo de palabra sino de hecho. Pero la gran diferencia es que en nosotros mora una bendita Persona: el Espíritu Santo. Y eso debe marcar toda diferencia.

Esta Persona tiene voluntad, tiene emociones, entendimiento y sabiduría. Él tiene poder, él enseña, él llama para una obra especial, él designa autoridades en la iglesia. No son los hombres, sino el Espíritu Santo quien hace todo. Por eso necesitamos oír claramente su voz. Si no tenemos un oído afinado, ello puede ser catastrófico para la iglesia. Es el Espíritu de Dios quien ordena, es Dios mismo en nosotros.

El sello del Espíritu

«Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef. 4:30). Este versículo es hermoso, pero también terrible. El sello del Espíritu sobre nosotros implica dos cosas. La primera de ellas indica pertenencia eterna. Cuando creímos y recibimos a Jesús en el corazón, Dios nos puso un sello que dice: «Este es mío para siempre». Pase lo que pase en el mundo, nosotros le pertenecemos a él por toda la eternidad. ¡Bendito es el Señor!

La segunda implicancia de este sello es la transformación del carácter. En Apocalipsis 22 también vemos un sello. Dice: «…y sus siervos le servirán y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes» (v. 4). Nosotros veremos el rostro del Cordero, y el nombre de Jesús estará en nuestras frentes, como un sello. ¿Cuál es el objetivo o la intención de Dios al colocar ese nombre en nuestra frente?

En la época bíblica, los nombres que los padres daban a sus hijos indicaban una realidad que ellos querían que sus hijos vivieran, una expresión de Dios que aquel hijo o hija tendría que mostrar.

«…y su nombre estará en sus frentes». El Padre quiere que el carácter de su Hijo sea formado en nosotros. El nombre de Jesús grabado en nuestras mentes significa ser semejantes a su Hijo. La vida de Jesús debe ser nuestra vida.

Entonces, ¡cuán bendita es esta Persona que mora en nosotros! ¡Cuánta bendición, cuántas riquezas insondables, cuánta provisión, cuánta realidad de Cristo nos trae!

No contristéis al Espíritu

Por eso Pablo nos advierte: «Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios» (Ef. 4:30). ¡Cuánto dolor le han provocado nuestras acciones o nuestras palabras al Espíritu que nos trae la realidad del evangelio! Sin duda que en gran medida le hemos provocado dolor no solo con pecados groseros evidentes, sino con aquellos secretos que consideramos insignificantes, o con aquellas cosas vergonzosas que no nos atrevemos a confesar.

Si el Espíritu Santo no ha obrado más profundo en nuestro corazón, no es porque él no tenga el poder para hacerlo, sino porque nosotros se lo hemos impedido y en muchas ocasiones lo hemos entristecido. Hasta que él no saque aquello a la luz en nuestra vida, el Reino será solo palabras. Demos libertad al Espíritu para que él nos examine por causa de la predicación del evangelio, porque él no usará a otros.

La provisión del Espíritu

Al Espíritu Santo también le provoca dolor que lo ignoremos, viviendo nuestra vida como si él no existiera.

Lo terrible es que, si nuestra relación con el Espíritu Santo es distante, si no seguimos su voluntad, nos puede ocurrir como a las cinco vírgenes insensatas de aquella parábola.

¿Qué les pasó a ellas? El contexto era una boda. Diez doncellas esperaban al novio, pero cinco vírgenes insensatas fueron insensibles a la voz del Espíritu. El aceite de sus vasijas estaba menguando. Cuando vieron esto, les pidieron a sus hermanas, pero éstas dijeron: «Para que no nos falte a nosotras y a vosotras, id más bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas» (Mat. 25:9). Y antes que ellas volvieran con sus vasijas llenas, llegó el novio, se cerró la puerta y quedaron fuera.

El aceite nos habla del Espíritu Santo. Esta parábola tiene también un sentido profético para los días finales. Habrá muchos que, tal vez recién cuando el Novio aparezca, comprobarán que no tienen aceite en sus vasijas, por haber descuidado su relación con el Espíritu Santo.

Somos llamados a este reino que ha de venir; pero ¿quiénes podrán participar del llamado a las bodas del Cordero? Solo aquellos que se han preparado, que están ocupados en mantener sus vasijas siempre llenas de aceite, cuya relación con el Espíritu Santo es fluida, diaria, y no simplemente de reuniones.

Las vasijas de una viuda

En 2 Reyes capitulo 4 tenemos el relato acerca de una viuda que carecía de toda provisión para alimentarse en su casa y le quedaba solo un poco de aceite.

El profeta le dice que traiga ese aceite y muchas vasijas. Ella fue obediente, y ahí está la clave de todo. El varón de Dios le ordenó echar el aceite en las vasijas, y a medida que se iban llenando una a una, el aceite seguía saliendo. Cuando no hubo más vasijas, el aceite cesó.

De seguro, si hubiera habido más vasijas, éstas también se hubiesen llenado.

Hoy, el Espíritu Santo necesita nuestras vasijas para llenarlas de su unción. Pero ¿seremos nosotros vasijas que él pueda ocupar? ¿Estaremos en condiciones de que ese aceite sea derramado sobre nosotros? ¿O estaremos tan llenos de nosotros mismos, de nuestra propia prudencia, nuestros propios juicios, en fin, de tantas cosas, que él no podrá llenarnos?

Qué catástrofe sería que, al llegar aquel día, recién percibamos que no tenemos aceite, que la mayor parte de nuestra vida cristiana la hemos pasado ignorando nuestra relación con el Espíritu, ignorando su voz, su consejo, viviendo como si él no morara dentro de nosotros, aunque íbamos a reunión y estábamos con los hermanos.

«Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mat. 7:22-23). Éstos nunca tuvieron intimidad con él, no le dejaron obrar en sus vidas, y predicaban solo por rutina. ¡Qué tragedia!

Las bodas del Cordero

Otra parábola habla del reino en Mateo 22. El rey va a ver a los invitados que él llamó a una fiesta de bodas, pues los primeros convidados se excusaron por estar ocupados en sus propios asuntos. En esta fiesta había buenos y malos. «Y entró el rey para ver a los convidados, y vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo entraste aquí, sin estar vestido de boda?» (Mat. 22:11-12).

Para participar de las bodas del Cordero es necesario prepararse. El rey dice a su siervos: «Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de afuera» (v. 13). Y concluye: «Porque muchos son llamados, y pocos escogidos» (v. 14).

Sería fatal llegar al final de nuestra carrera, presentarnos ante su tribunal y constatar que nuestra vasija está vacía, porque estuvimos ocupados en nuestros quehaceres sin considerar a esta Persona.

Alguien dijo: «Ante el tribunal de Cristo no seremos juzgados por la comprensión que hayamos alcanzado de los misterios divinos, sino por las acciones que realizamos estando en el cuerpo: si cumplimos su voluntad, si llevamos a cabo sus demandas». No será por nuestro conocimiento de las Escrituras, ni por nuestros actos naturales, sino por las acciones que el Espíritu Santo generó en nosotros.

Pasando por el corazón

Frente a las demandas del Señor, no podemos fracasar si tenemos el parakletos en nosotros. «Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Juan 14:26).

Pongamos atención a la expresión «recordar». El Espíritu Santo es un excelente pedagogo, él nos enseña todo lo concerniente a la doctrina y a la vida cristiana. Y no solo nos enseña eso, sino también nos recordará todo aquello.

La palabra recordar, en el griego, está relacionada con hablar al oído, como en un susurro. Y la palabra latina es recordare, y significa volver a pasar por el corazón. Entonces, el Espíritu Santo nos enseñará y nos hará pasar por el corazón todo lo que él ha dicho.

Nuestras emociones deben estar involucradas de tal manera, que cuando hablemos de la cruz de Cristo, al hablar de las heridas de Jesús, nuestro corazón se conmueva. Si en realidad vivimos de esta manera, entonces él culminará su obra.

¿Has preguntado al Espíritu Santo cómo se ha sentido viviendo en ti? ¿Se habrá sentido agradado o estará ofendido? Preguntémosle, y esperemos su respuesta. Tal vez él nos pueda decir: «Me he sentido grato. No me has puesto obstáculos; has sido un vaso dispuesto. He podido hacer con libertad la obra que el Padre me mandó a hacer en ti».

¿Podrá decir eso el Espíritu Santo de nosotros? ¿O más bien dirá que se ha sentido triste porque no ha logrado realizar su obra? Si así ha sido, pidámosle perdón; porque de lo contrario, no tendremos parte en las bodas del Cordero.

El Espíritu y la Esposa

El libro de Apocalipsis se inicia con «la revelación de Jesucristo»; pero luego es el Espíritu Santo quien exhorta a las iglesias. Y el libro concluye diciendo: «Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven» (v. 22:17). Él termina uniendo su voz a la voz de la Esposa. No es simplemente una unión de voces, sino una unión de voluntades, de propósitos y de anhelos del corazón.

Que el Espíritu Santo alcance ese propósito en nuestras vidas. Por sobre todas las cosas, no sigamos entristeciendo y provocando dolor a aquel que nos trae la realidad de Cristo y la iglesia. Si hasta aquí hemos sido negligentes y nos hemos movido prescindiendo de él, necesitamos arrepentirnos y decirle al Espíritu Santo que somos vasijas dispuestas en sus manos.

Que él obre de tal manera que el evangelio del reino de Dios sea expresado a través de nosotros con palabras y también con acciones.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2020.