La actitud de Israel ante el Mar Rojo y ante el río Jordán nos muestran dos formas de caminar delante de Dios.

Números 14: 27-45; Josué caps.3, 4 y 5.

El libro de Números capítulo 14 nos relata un momento clave en la marcha de los israelitas por el desierto. Ellos estuvieron muy cerca de entrar en la tierra prometida, pero a causa de la dureza de su corazón el Señor les envía de regreso al desierto. Durante cuarenta días doce espías habían recorrido la tierra, y diez de ellos regresaron con un informe muy negativo. El pueblo creyó a estos diez incrédulos y desechó a los fieles Josué y Caleb. Tras cuarenta años, aquella generación terminaría sus días en el desierto.

«El pueblo se enlutó mucho» y pretendieron subir a tomar la tierra. «Esto tampoco os saldrá bien» les advierte Moisés, pero ellos insisten en ir (14: 39-45). Seguramente Moisés dijo estas cosas llorando, pues amaba al pueblo del Señor y se dolía por sus continuos fracasos: «Y caeréis a espada; pues por cuanto os habéis negado a seguir a Jehová, por eso no estará Jehová con vosotros. Sin embargo, se obstinaron en seguir a la cima del monte; pero el arca del pacto de Jehová y Moisés no se apartaron del campamento», es decir, no siguieron el arca, no siguieron al Señor, se obstinaron en seguir solos. «Y descendieron el amalecita y el cananeo que habitaban en aquel monte y los hirieron y los derrotaron, persiguiéndolos hasta Horma». Horma, el fracaso de la carne una vez más.

Sabemos que no fue la primera generación que salió de Egipto, sino la segunda, la que logró entrar en la tierra prometida.

Hoy deseamos ver cómo se nos traza el camino desde el fracaso hasta la victoria, y cómo de alguna manera esto nos ayuda a ver nuestras propias derrotas, y las salidas que el Señor nos tiene, porque él no descansa en sus tratos con nosotros.

Los errores de la primera generación

Aquí hay algo muy fácil de identificar: los israelitas de la primera generación estaban acostumbrados a hablar, a sacar sus propias conclusiones y a oírse a sí mismos. No tenían oídos para la voz del Señor. Algunas de sus expresiones fueron muy terribles: «¿Por qué nos trajiste a este desierto para morir, acaso no había tumbas en Egipto?», «¿No sería mejor volvernos a Egipto?», «¿Y por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y niños sean por presa?» (14:3).

En Números 14:40 podemos ver claramente un arrepentimiento superficial y una temeraria decisión, cuyo propósito era tratar de enmendar el error cometido. Pero volvieron a fallar en oír y en obedecer al Señor.

Anteriormente habían cometido pecados grotescos, como cuando levantaron un becerro de oro y toda la corrupción que ello generó. Pero esta decisión aparenta ser «algo bueno»; es como si dijesen: «Vamos a enmendar esto, subamos a la guerra». ¿Se fijan, hermanos, que esto es fácil de identificar? Dependieron de su propio razonamiento en vez de humillarse ante el Señor. Su obstinación fue más fuerte, creyeron que por sí mismos podrían conquistar la tierra y vencer a los enemigos con su propia fuerza.

Pero Moisés tenía el oído afinado, su corazón estaba ligado al trono de Dios, él sabía que cuando Dios determinaba algo, lo cumplía inexorablemente. Moisés sabía que en tales circunstancias Dios no se conmovería y el enfrentamiento sería sólo entre Israel y Amalec. En la retina del siervo de Dios estaba fresco el recuerdo de cuando se le dijo: «Jehová peleará por vosotros y ustedes estarán tranquilos» (Éxodo 14:14), aquí, en cambio, la lucha sería sólo entre hombres y no entre Jehová y los amalecitas y cananeos. Por tanto, la derrota estaba asegurada.

El Señor no estaba dispuesto a ir con los israelitas en su desobediencia, sin embargo, estuvo dispuesto a acompañarlos 40 años por el desierto. Esto nos habla de Su bendita gracia. Los abandonó cuando quisieron hacer su propia voluntad, pero los acompañó y nos les faltó el pan ni su vestido se envejeció, «ni se les hinchó el pie» (Deut. 8:4). El Señor tenía provisión para los cuarenta años. No les faltó el agua, ni el socorro, ni la misericordia. El Señor prefiere soltarnos cuando le desobedecemos, pero está dispuesto a recogernos de nuestros fracasos. ¡Cuán misericordioso es el Señor! ¡Así le hemos conocido!

La segunda generación pasa el Jordán

Vamos ahora a Josué 3:1-6: «Y reposaron allí antes de pasarlo». Preciosa actitud reposada la de esta nueva generación. Por tres días los oficiales recorren el campamento indicando al pueblo la forma de cruzar el Jordán. «Marcharéis en pos de ella» (el arca). ¡Qué hermosa actitud! Ya no está presente la multitud ensimismada que no le importó que el arca y Moisés se quedasen en el campamento. Ahora hay un pueblo distinto, reposado, que se quedará quieto, esperando que el arca se mueva. Todos miraron cómo los sacerdotes levantaron el arca, esperaron el tiempo preciso y entonces marcharon ordenadamente, detrás del arca. ¡El Señor iba delante señalándoles un camino para ellos desconocido!

Esta nueva generación agradó al Señor, y nosotros tenemos mucho que aprender de ellos. No presumamos de saberlo todo; reconozcamos con humildad que no conocemos el camino o la forma de hacer la obra de Dios. Sólo si esperamos que él se mueva, y comprobamos la buena voluntad de Dios por el Espíritu y por la Palabra, avanzaremos en la dirección correcta dentro de Su propósito.

«Y el pueblo pasó en dirección de Jericó. Mas los sacerdotes que llevaban el arca del pacto de Jehová, estuvieron en seco, firmes en medio del Jordán, hasta que todo el pueblo hubo acabado de pasar el Jordán; y todo Israel pasó en seco» (3:16-17). Gracias al Señor por los sacerdotes que sostuvieron el arca. Hoy nosotros somos un pueblo de sacerdotes, todos sostenemos el arca, hasta que «mucho pueblo pase». Pensemos en la incómoda situación de los sacerdotes sosteniendo el arca en medio del lecho del río. Pero la incomodidad de estos pocos trajo gran bendición para todo el pueblo del Señor. Hay mucho pueblo de Dios hoy que está sediento y hambriento. Ellos deben pasar del desierto de sus muchos fracasos a la abundancia de la buena tierra que es Cristo con todas sus inescrutables riquezas. Pero se necesitan hombres y mujeres firmes en medio del Jordán, soportando los vituperios de la cruz de Cristo y sosteniendo con el poder del Espíritu Santo el testimonio del Señor.

«Y cuando todo el pueblo acabó de pasar, también pasó el arca de Jehová» (4:11). El arca no pasó el Jordán sino hasta que todo el pueblo hubo pasado. Y Josué mandó a los sacerdotes, diciendo: Subid del Jordán (4:17). ¿Se fijan que sólo Dios habla? El pueblo no habla, nadie habla, sólo Dios; y Josué no habla antes que Dios.

El mar Rojo y el Jordán

Con todo lo glorioso y espectacular que fue, sin duda, la travesía del mar Rojo, resulta muy interesante compararla con el paso del Jordán.

Dios intervino magistralmente en uno y otro caso, nada podía oponerse al propósito de llevar a Su pueblo a la «buena tierra». Si observamos el comportamiento del pueblo en ambas experiencias, la diferencia es notable. Frente al mar Rojo el pueblo se confunde, reclama y maldice con gran desesperación. Cuando el mar se abre, avanzan en una especie de «¡sálvese quien pueda!». Es fácil imaginar un caos descomunal en aquella terrible noche. Al amanecer del siguiente día, sin embargo, creyeron, temieron y celebraron con panderos y danzas. Sus emociones estaban alteradas al máximo, ¡pasaron de la desesperación al júbilo en menos de 24 horas! (Éxodo 14 y 15).

Bien pronto el desierto dejaría al descubierto toda su miseria espiritual. La alabanza era genuina, pero en ellos había un serio problema: aun no se conocían a sí mismos.

Pero, ¿qué tenemos frente al Jordán? Tenemos un pueblo que ya no murmura, no se oyen opiniones humanas, nadie está diciendo: «Designemos un capitán y volvámonos a Egipto», ni «¿Crees tú que se abrirá el río?» Aquí hay un pueblo unánime, silencioso (aprendieron a callar), esperando que Dios se mueva para sólo entonces avanzar; un pueblo reposado, disciplinado. Las aguas se detienen ante la presencia del arca, ¡qué momento más solemne! Y pasan ordenadamente. Observemos que no hay celebraciones al otro lado del Jordán, no hay panderos ni danza, no hay júbilo. Ahora se conocen a sí mismos, saben que no fue por sus fuerzas propias, saben que tan sólo la mano poderosa del Señor les pudo introducir en la tierra.

Gilgal

Con gran solemnidad y paz llegan al otro lado. Luego de levantar un monumento recordatorio, acampan en Gilgal. En vez de haber fiesta, hubo circuncisión –toda una generación de varones no estaba circuncidado (Josué 5:5)–. ¡Qué debilitamiento vino sobre los hombres de guerra en aquel día! Debieron permanecer allí hasta que se sanaron. O sea, ¡en vez de fiesta, una dolorosa obediencia!

El mar Rojo fue una figura del bautismo e incluye la celebración y el júbilo; el paso del Jordán, en cambio, es figura de la cruz. En otra forma, Gilgal también representa la cruz (la circuncisión: el despojamiento de la fuerza natural). Después de largos años nos hemos venido conociendo «como realmente somos». Hoy no nos atrevemos a opinar con ligereza, tememos reclamar ante la adversidad, en verdad ningún reclamo nos conviene. Sólo nos conviene humillarnos bajo la poderosa mano del Señor (1 Pedro 5:6).

Los que llevamos algunos años en este Camino, nos convencemos cada día más, que lo único que nos conviene en esta vida, es seguir llenando nuestros corazones de Cristo.

En este último tiempo Dios ha estado trabajando profundamente con nosotros. Estamos probando su vara; estamos conociendo la disciplina del Señor; estamos conociendo la cruz en una dimensión cada vez más profunda; el Señor está tocando «más adentro». Está podando a los que han llevado fruto para que puedan dar más fruto.

Consideramos como un síntoma de madurez en la iglesia cuando los hermanos miran con respeto a un siervo de Dios que se encuentra pasando por un período de silencio. No es el día para enjuiciar ligeramente. Si el Señor está corrigiendo algo, esperemos. En ese silencio se está formando un mensaje que el hermano en cuestión ni se imagina.

Soporta, siervo del Señor; soporta ese crisol que te consume, que ya pronto tu Señor te traerá en resurrección. Ésta será tan gloriosa que muchos serán enriquecidos por la vida de Cristo que fluirá por tu corazón.

Algunos sufren porque sus debilidades les hacen tropezar. Pero hay un dolor que pertenece a otra categoría dentro de los tratos del Señor, donde el problema de fondo es el «yo» mismo, y no los pecados y el mundo. Es «la buena intención» la que está yendo a la muerte; ¡ese alto concepto de sí mismo, la presunción y la arrogancia se están quebrando en pedazos! Para que se cumpla que «ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí».

Algo quedó en las arenas del Sinaí

Pero volvamos al ejemplo de Israel cruzando el Jordán. La conciencia que ellos tenían en aquella ocasión era: «¡Es tan tremendo lo que viene, y sólo la mano poderosa del Señor nos puede introducir en la tierra. Lo único que nos conviene es avanzar en este camino de agradar al Señor! ¡No nos conviene dar un solo paso en falso, si Dios habla nos movemos y si él no habla hemos de quedarnos quietos!».

Tenían que asegurarse de que el Señor iría delante de ellos, pues de otra manera serían aniquilados. Entonces no encontraron muchas razones para celebrar. Les embargaba más bien un temor reverente a causa de las batallas y de la herencia que tenían por delante.

¿No será que nosotros estamos hoy en una situación similar? Pedimos misericordia al Señor, pues, siendo hombres tan indignos, con tantas falencias y habiendo otros mucho mejores que nosotros, aún nos está ocupando. ¡Señor, cuán grande es tu misericordia al considerarnos!

También es verdad que en la toma de Jericó se presentó un problema: Acán tomó del anatema violando el expreso mandamiento del Señor a través de Josué (6:18). Uno de los guerreros desobedeció, lo cual implica que todos los demás obedecieron. El pecado de Acán sirve para destacar la fidelidad de esta generación en contraste con la infidelidad de la primera. De aquélla, únicamente dos hombres, Josué y Caleb, agradaron al Señor. Aquí, un solo guerrero entre muchos miles es el que fracasa. Finalmente Dios obtuvo un pueblo que agradó su corazón y a ellos les dio la buena tierra.

¡Gloria a Dios por su victoria! Algo quedó sepultado en las arenas del Sinaí. Siempre pensamos en los fracasos de Israel, pero aquí, tras largos 40 años (largos para el hombre, no para Dios) tenemos una generación que se santificó, que conoció a su Dios, que dejó atrás sus reclamos y su energía natural.

El trabajo del Espíritu Santo hoy sigue el mismo principio. Se espera que los fracasos que hemos experimentado a través de los años como individuos y como iglesia sirvan para que algo de nosotros mismos, de nuestra fuerza natural, vaya quedando atrás, sepultado en las arenas del desierto y algo más de Cristo vaya siendo añadido.

¿De qué nos habla esto sino de la victoria del creyente? La buena tierra siempre será Cristo para nosotros. Decimos «quiero más y más de Cristo», más de Cristo en ti y en mí, menos de mi carne, menos de mi orgullo, menos de mi «yo».

Que el Señor tenga misericordia de todos nosotros. El Señor es persistente e implacable con la naturaleza caída del hombre; se ha propuesto llevarla a la cruz. De otra manera, no estaríamos en condiciones de ser enviados. Si se usa a una persona orgullosa, se volverá más orgullosa; si se apoya a una persona egoísta, será todavía más egoísta; si se tolera a una persona obstinada, seguirá siéndolo; pero si se usa a una persona quebrantada, sólo el Señor llevará gloria. ¡Dios trabaja con hombres quebrantados y de ellos se agrada!

El Señor tiene propósitos con nosotros. Nos ha llamado de las tinieblas a su luz, no tan sólo para entretenernos en reuniones dominicales: ¡CRISTO se está formando en nosotros! Y tal debe ser el único objetivo de nuestra vida. Sabemos que el Padre sólo se agrada en Su Hijo. Entonces, Cristo en ti y en mí es nuestra mayor ganancia, nuestra mayor riqueza, nuestra tierra prometida. ¡Tierra donde fluye leche y miel es Cristo para nosotros!