La visión original de Pablo acerca de Cristo y la Iglesia se completan mientras estaba en la cárcel en Roma.

La vida y ministerio de Pablo están enteramente gobernados por la visión del Hombre celestial, que es Cristo, la Cabeza, y la Iglesia, su cuerpo.

La primera visión de este Hombre celestial la recibió Pablo en el camino a Damasco. Allí se le manifestó el Señor y diciéndole: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?», dando a entender con esto que, aunque él estaba en el cielo, su cuerpo estaba sobre la tierra, expresado en aquellos pequeñitos que estaban siendo golpeados por él. Esta visión del cuerpo de Cristo se confirma aún más para Saulo al demandársele que vaya a la ciudad, donde se le diría lo que habría de hacer. Saulo no recibió más instrucciones directamente de la Cabeza, sino indirectamente de Su cuerpo.

Esta experiencia ocurre al comienzo de la carrera de Pablo. Y cuando llegamos al final de ella, encontramos una visión mucho más perfecta y cabal de esta misma revelación, en sus tres mayores epístolas carcelarias.

Una visión más perfecta

En efecto, Efesios, Filipenses y Colosenses, muestran en conjunto la realidad espiritual de este Hombre celestial, este Hombre nuevo.

Los estudiosos de la Biblia coinciden en que estas tres epístolas son, desde el punto de vista revelacional, las mayores que escribió Pablo. Las tres fueron escritas desde la cárcel, y las tres tratan sobre Cristo y la Iglesia. En la cárcel, mientras estuvo privado de libertad, fue donde Pablo experimentó la visión más amplia respecto del misterio del evangelio.

Cada una de estas epístolas enfatiza un aspecto diferente, que, en forma conjunta, nos describen este Hombre celestial. Tal como el hombre natural está compuesto de cuerpo, alma y espíritu, así estas epístolas muestran al nuevo Hombre en esta misma triple dimensión.

Cuando Cristo, como hombre, nació de la virgen María, él pasó por las etapas de crecimiento de todo hombre, y lo hizo en estos mismos tres planos: cuerpo, alma y espíritu. «Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él» (Lc. 2:40). Era un crecimiento ordenado, que avanzaba desde su cuerpo hacia su espíritu, pasando por su alma. El Hombre celestial crece de la misma manera, en el mismo orden, hasta alcanzar la plenitud de Dios.

Hasta la consumación de esta era, Dios estará realizando esta obra: el perfeccionamiento, el progreso hasta la madurez, del Hombre celestial. El Hombre-Jesús necesitó 30 años de vida humana para alcanzar la madurez. ¿Cuánto necesitará este Hombre celestial para estar plenamente desarrollado?

Estas tres epístolas escritas por Pablo mientras estaba preso en Roma nos muestran en conjunto cómo es este Nuevo Hombre, cómo es su cuerpo, su alma y su espíritu. Efesios nos muestra cómo Dios dio un cuerpo a este Hombre, cómo lo hizo nacer; Filipenses nos muestra cómo es sicológicamente este Hombre, cómo piensa, siente y actúa; Colosenses, por su parte, nos introduce en los pliegues de su espíritu, ese Lugar Santísimo tan particular, donde este Hombre alcanza la plenitud.

Efesios

Efesios nos presenta al Hombre celestial. Pablo reitera una y otra vez la realidad de la Iglesia como el Cuerpo de Cristo (1:22; 2:16; 4:4; 4:12; 4:16; 5:23; 5:28; 5:29; 5:30), y, sorprendentemente, hay una gran variedad de alusiones al cuerpo humano. Se mencionan las rodillas, los pies, los ojos, la boca, los lomos, su carne y sus huesos, y, en general, cada miembro del cuerpo (4:16). Incluso se menciona su estatura y sus vestidos. En ninguna de las otras dos epístolas hay una alusión tan marcada al cuerpo como realidad humana, lo cual – creemos – no es accidental, sino que tiene la intención de mostrar un hecho espiritual: reafirmar en nosotros la visión del cuerpo de Cristo.

En cada capítulo de Efesios se nos muestra un nuevo aspecto de este Hombre celestial. En el capítulo 1 se nos presenta su realidad celestial, pues el Padre exaltó a Cristo, y le dio autoridad sobre todo lo creado, poniéndolo como Cabeza de la Iglesia. (1:20-23). En el capítulo 2, vemos su origen, que es la cruz de Cristo: «Para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre…» (2:15). Antes de la cruz hubo dos realidades humanas diferentes (judíos y gentiles), pero que procedían del mismo tronco: el hombre viejo, el antiguo Adán. En la cruz ambas realidades mueren para dar paso a una nueva.

En el capítulo 3 Pablo nos muestra la grandeza del misterio del Hombre celestial, que en otras generaciones no se dio a conocer, y que recién ahora es revelado a través de los apóstoles y profetas. En el capítulo 4, se nos muestra su crecimiento hasta la madurez. Pablo nos dice que este Nuevo Hombre necesita irse formando, y expresando sobre la tierra. Esto, tanto en el plano personal, como en lo colectivo. Cada creyente es llamado a una renovación, a un revestimiento constante. Pablo toma como ilustración el vestido, como cuando alguien se desviste de alguna ropa vieja y se viste de una nueva. Por eso dice: «Despojaos del viejo hombre … y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios» (4:22, 24).

En lo colectivo, este crecimiento está expresado, por un lado, por la unidad de la fe, y por otro, por la unidad del conocimiento, hasta llegar a la madurez espiritual que se expresa en alcanzar la estatura de Cristo. Los hijos de Dios podrán llegar a ser uno en la fe y en el conocimiento de nuestro Señor sólo por medio de la realidad del cuerpo de Cristo, que recibe su crecimiento de la Cabeza. Los muchos creyentes diseminados no lograrán ponerse de acuerdo pese a los muchos intentos de alianza y confraternidad. La unidad sólo es posible si los creyentes toman conciencia de su realidad de miembros del mismo cuerpo, inseparablemente unidos y destinados a una misma suerte y destino. Ellos están coligados, y son mutuamente dependientes y co-miembros los unos de los otros. Sólo esta realidad espiritual, cuando sea plenamente vivida, hará posible que la Iglesia alcance su mayoría de edad.

En el capítulo 5 se nos muestran los cuidados de la Cabeza hacia su cuerpo, cómo él atiende las necesidades de la Iglesia. «Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos» (5:29-30). Cada ser humano cuida su cuerpo, lo sustenta y lo cuida: así también hace Cristo con su Iglesia. La palabra «sustenta» puede también traducirse como «nutre», y «cuida» como «abriga». Es decir, tanto el alimento como el vestido son parte del cuidado de Cristo sobre la Iglesia.

Finalmente, en Efesios 6 vemos el cuerpo del Hombre celestial perfectamente armado para la batalla. Esta armadura tiene armas defensivas y ofensivas –más defensivas que ofensivas– lo cual da cuenta de la victoria ya lograda por Cristo en la cruz, y que ahora sólo es mantenida y defendida por la Iglesia.

Notemos que este Hombre Celestial no es el cristiano individual, sino que es Cristo y la Iglesia, como una unidad indisoluble. Es este Hombre el que está llamado a sostener la victoria de la Cabeza en el tiempo presente, y no el cristiano individual.

Filipenses

Filipenses es una epístola impregnada de emociones y sentimientos del alma. (De hecho, Pablo escribió esta epístola llorando, 3:18). Es evidente que la iglesia en Filipos ocupaba un lugar muy cercano al corazón de Pablo. Por eso tenemos aquí los sentimientos más nobles del alma del apóstol sujeta al Espíritu, que son los sentimientos del Hombre celestial. Esta epístola nos muestra la rica variedad sicológica, con sus mil maravillosos matices, del sentir de Cristo a través de la Iglesia. ¿Cómo piensa, cómo siente, cuál es el querer de este Hombre celestial, especialmente cuando está rodeado de circunstancias adversas?

El Hombre celestial es la continuación de Cristo en su ministerio terrenal. Lo que Cristo fue ayer en este mundo es el Hombre celestial hoy. «Pues como él es, así somos nosotros en este mundo» (1 Jn. 4:17 b). Así que, miramos más allá de la Iglesia en Filipos, y más allá de Pablo, para ver, si pudiera decirse sí, la configuración sicológica de Cristo a través de esta epístola.

Los tres planos de la psique humana están aquí presentes: la mental, la afectiva y la volitiva.

Una manera de pensar

En el plano intelectual, la nota predominante es el ‘froneo’ griego, que es traducido como «sentir» en la versión Reina Valera, y frecuentemente como ‘sentimiento’ en la Biblia de Jerusalén, pero que significa, literalmente «pensar». Este «pensar» es, sin embargo, más que una mera actividad intelectual, es una actitud mental.

Esta palabra griega, con sus diversas formas, aparece diez veces en esta epístola. En la primera, el apóstol expresa sus pensamientos de bien hacia los filipenses, deseando que Dios complete la obra que comenzó en ellos. (1:6-7). Luego, el apóstol expresa un deseo hacia los filipenses: que ellos piensen lo mismo (2:1-2). Ellos deben tener una misma actitud mental. Pero ¿cuál es esa actitud mental? «Haya, pues, en vosotros este sentir (froneite) que hubo también en Cristo Jesús». Y aquí comienza la maravillosa descripción del descenso de Cristo.

Esta es la actitud mental de Cristo: negarse a sí mismo en bien de los demás, y bajar una y otra vez, hasta llegar a la cruz. Esta es la trayectoria de uno que siguió la senda de la cruz. Cristo se humilló en su condición de Dios (porque se hizo hombre), luego en su condición de hombre (porque se hizo esclavo), y luego en su forma de morir (porque murió crucificado).

Nosotros siempre queremos subir, subir y subir, pero Cristo nos muestra en estos tres momentos de su humillación cuál es su manera de pensar: bajar, bajar y bajar.

Esta fue también la actitud mental de Timoteo y Epafrodito, quienes pensaban más en el bien de los hermanos que en el suyo propio (vv. 19-30), y sobre todo, la de Pablo, quien menosprecia todo aquello que era para él motivo de gloria, por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. (cap.3). El razonamiento concluye haciendo un llamado a los filipenses para que todos piensen lo mismo, como deben de pensar los que han alcanzado madurez. «Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos (fronomen); y si otra cosa sentís (froneite), esto también os lo revelará Dios» (3:15).

En contraposición está la actitud de aquellos que sólo piensan en lo terrenal (Fil.3:18-19), los cuales tienen su mente adaptada a la tierra. El apóstol no duda en declararlos «enemigos de la cruz de Cristo».

Luego, hay un llamado a dos hermanas, Evodia y Síntique, para «que sean de un mismo sentir (fronein) en el Señor» (4:2). En ellas, Pablo resume esta lucha de pensamientos entre los que aman la cruz y los que la aborrecen. Ellas son puestas en estrecho por el apóstol. La capacidad de sentir lo mismo revelará si están pensando (sintiendo) lo correcto. Sabiendo que es una lucha feroz, Pablo pide la ayuda del «compañero fiel» para que les ayude.

Esta es, en síntesis, la manera de pensar de Cristo, es también la de sus siervos Pablo, Timoteo y Epafrodito. Y es también la manera de pensar de la Iglesia, del Hombre celestial.

Una manera de sentir

En el plano afectivo, encontramos muchos y nobles sentimientos y emociones, pero el más destacado es el gozo, reiterado muchas veces (1:4, 18, 25; 2:2; 2:17-18; 2:28-29; 3:1; 4:1, 4, 10-11). Es el gozo en medio del dolor y la adversidad.

Recordemos que Pablo fue azotado en Filipos, y luego encarcelado. Y allí, lejos de quejarse ante la adversidad, él canta himnos con su compañero Silas. Esta experiencia de Pablo se repite casi exactamente ahora, muchos años después. Mientras escribe esta epístola, Pablo está encarcelado en Roma, y de nuevo está el mismo regocijo.

Las circunstancias son difíciles. No sólo está el dolor de Pablo al verse impedido de predicar a tiempo y fuera de tiempo, como era su costumbre. Está también la incertidumbre acerca del mañana. Por dos años Pablo estuvo encerrado esperando una entrevista con el emperador Nerón, que podría producirse en cualquier momento, cuando éste lo dispusiese. Esta espera podía desgastarlo anímicamente, pero no ocurre así. Él muestra la mejor expresión de los sentimientos de Cristo ante esa adversidad. La experiencia personal de Pablo señala el camino de la experiencia de la Iglesia. Su sentir en esa experiencia es el modelo del sentir de la Iglesia también en esas circunstancias.

La vida de Cristo es tan poderosa que aún en los momentos más desesperanzadores, ella tiene gozo. Esta fue la experiencia de Pablo, la de la iglesia en Filipos, y de todos los cristianos.

Una manera de querer

¿Cuál era el querer de Pablo? En el capítulo 1 de Filipenses vemos que Pablo tenía un querer, y ese querer era partir para estar con Cristo (vv. 21-26). Ya estaba viejo y cansado. Él había vivido muchos sufrimientos, había recibido tantas injusticias, sobre su corazón pesaba tanto la suerte de las iglesias, que él legítimamente deseaba partir. Sin embargo, él renuncia a su deseo y espera poder quedarse un tiempo más, porque era necesario por causa de los hermanos, para «provecho y gozo de la fe» de ellos.

Pablo muestra en esto el querer de Cristo, que es negarse a sí mismo en bien de los demás.

Es normal que nosotros, cuando tomamos decisiones, lo hagamos teniendo en cuenta nuestra conveniencia. Pero Pablo era un hombre maduro. Su forma de querer nos muestra la forma de querer de Cristo. En Getsemaní el Señor renunció a su propio querer para que se hiciera la voluntad de Dios. ¿Cómo quiere el Hombre celestial? Él no tiene su propio y personal querer, sino el querer de Dios.

En el capítulo 4 de Filipenses, vemos un hombre, Pablo, que se alegra cualquiera sea su situación. Él puede tener abundancia o padecer necesidad, pero en todo está contento. Él no tiene su propio querer en relación a la abundancia o a la escasez. Él está en un punto neutro. Si el Señor le da escasez, está bien; si le da abundancia, también está bien.

Así que, Pablo dice: ¿Hay que partir o quedarse? Lo que Dios quiera. ¿Hay que tener abundancia o escasez? Lo que Dios quiera. El querer de un hombre de Dios es el querer del Hombre celestial, es decir, el querer de Cristo.

Así pues, Filipenses nos muestra cuál es la sicología, cuál es el alma, de este Hombre celestial; cómo es un alma saturada de la vida de Cristo.

Colosenses

Por último, Colosenses es la epístola de la plenitud, de las cosas perfectas y cabales. Si Efesios nos muestra el cuerpo, y Filipenses el alma, Colosenses nos introduce al espíritu del Hombre celestial.

En el pasaje de 1:15-22 nosotros entramos al Lugar Santísimo. Aquí percibimos el Arca del Pacto con sus querubines y con el propiciatorio; y al Señor Jesucristo, creador, sustentador y también reconciliador de todas las cosas (no sólo terrenas, también celestiales), realizando su magnífica obra como Cordero de Dios. La figura de Cristo adquiere aquí un relieve magnífico; y su obra, dimensiones cósmicas.

La cruz tiene aquí una función superlativa: no sólo nos reconcilió con Dios (1:21-22), y quitó de nosotros el cuerpo pecaminoso carnal (2:11), sino que, además, reconcilió todas las cosas de los cielos y la tierra con Dios (1:20). En este último punto, la cruz adquiere una dimensión inédita en las otras epístolas de Pablo. El hombre celestial expresa una victoria magnífica, que es la culminación de la obra de la cruz.

¡Oh, este conocimiento es maravilloso! Por eso, Colosenses no sólo habla de «conocimiento», sino de conocimiento pleno (la ‘epignosis’ griega). No un conocimiento mental, sino de conocimiento espiritual: «Desde el día que oístes y conocisteis (plenamente) la gracia de Dios en verdad» (1:6); «No cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento (pleno) de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual» (1:9); «Creciendo en el conocimiento (pleno) de Dios» (1:10); «Hasta alcanzar todas las riquezas de pleno entendimiento» (2:2); «El cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno» (3:10). Es por el espíritu que conocemos lo profundo de Dios, la plenitud de Dios. ¿Cuál es la plenitud de Dios?

Cristo reúne en sí toda la plenitud de Dios: «Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud» (1:19); «Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad» (2:9). En él están ocultos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (2:3), por eso en él el hombre (corporativo) es hallado perfecto: «A fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre» (1:28); «Y vosotros estáis completos en él» (2:10).

Colosenses contiene la más alta revelación de Cristo, y del hombre en Cristo. El Hombre celestial es aquí un hombre resucitado, que vive en las alturas, pues está escondido con Cristo en Dios en los cielos (3:1-4). Este Cristo hoy es la esperanza de gloria de la Iglesia (1:27), es su vida presente (3:4) y es la plenitud de todas las cosas (3:11).

En Efesios tenemos sólo el anuncio de la expresión de la voluntad eterna de Dios (1:10), aquí en Colosenses aparece como un hecho consumado: Cristo es la cabeza de todo principado y potestad (los despojó en la cruz, 2:15), y es el Todo en todos (2:10 b; 3:11).

Aquí en Colosenses todas las cosas son perfectas y están completas. El evangelio ya ha sido predicado a todo el mundo (1:23). Pablo se siente llamado a completar las aflicciones de Cristo por su Iglesia (1:24), y a anunciar en forma completa la palabra de Dios (1:25).

En Colosenses aparece, al igual que en Efesios, el doble misterio, el misterio de Dios (Cristo), en 2:2, y el misterio de Cristo (la Iglesia), en 4:3; pero además, ellos se reúnen magistralmente en las frases «Cristo (la plenitud de la Deidad) en vosotros» (1:27), y «vosotros estáis completos en él» (2:10). Esto es el ‘summum’ de la perfección y la consumación de todas las cosas: la Deidad está plena en Cristo (y como Cristo habita en nosotros), nosotros estamos plenos en él.

Colosenses cierra el círculo profético al señalar que Cristo es la explicación y antitipo de todas las cosas del Antiguo Testamento. Él es el cuerpo del cual todas aquellas cosas eran sólo sombras (2:16-17).

Pero no sólo el judaísmo palidece ante la gloria de Cristo, sino también el ascetismo, con sus mil formas de abstinencias (2:20-23).

Colosenses retoma la figura de Efesios del revestimiento del Hombre nuevo, pero lo lleva al final, hasta «el conocimiento pleno» (3:10), conforme a la imagen de Cristo.

Colosenses retoma y consuma el carácter de la Iglesia, este Hombre celestial, en 3:12-14. Aquí están los más nobles sentimientos –presididos por la compasión–, hasta alcanzar el punto culminante en el amor, el vínculo de la perfección.

La suma de la revelación paulina

Estas tres grandes epístolas nos muestran, de esta manera, la suma de la revelación paulina, que es la del Hombre celestial, Cristo y la Iglesia. Toda la carrera de Pablo se resume y sintetiza en esta gloriosa revelación, consumada en la cárcel, donde todo mal y penuria tiene su asiento, pero donde los cielos se abrieron para él, y para nosotros todos.

Concédanos el Señor un conocimiento más espiritual y profundo de esta maravillosa realidad, para que podamos expresarla debidamente sobre la tierra.