Hay muchas formas de clasificar a las personas en el mundo. Y cada una de ellas tiene, sin duda, una explicación y alguna utilidad. Por ejemplo, está la clasificación entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre letrados e iletrados. Hay sociedades separadas en castas, tan opuestas unas a otras, que nadie osaría trasponer los límites.

Cada una de las ciencias clasifica al hombre y a los grupos humanos en categorías diversas, a fin de estudiarlas. Desde el punto de vista religioso, podemos clasificar a la humanidad según las grandes religiones.

Así es la amplia variedad humana. Sin embargo, es preciso que sepamos que, independientemente de la condición humana, para Dios existen solo dos clases de personas. Sin importar en absoluto la diferenciación humana y la validez que el hombre le conceda a ella, Dios ve las cosas de modo diferente. Hay solo dos grandes grupos humanos.

La Biblia dice: «El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida» (1 Jn. 5:12). La diferencia, aquí, está establecida por la vida. Pero no se trata de la vida biológica, pues, si así fuera, entonces la clasificación entre los vivos y los muertos, entre los que respiran y los que dejaron de respirar.

Aquí se habla de algo mucho más profundo, de vida y muerte espiritual. No se trata de respirar o no, sino de tener al Hijo de Dios o no tenerlo. Los que tienen esta vida, aunque estén muertos, no están muertos para Dios; y los que están vivos, si no tienen al Hijo de Dios, están muertos para Dios. Como se puede ver, el grupo de los vivos (para Dios) abarca a vivos y muertos (biológicamente); en tanto que el de los muertos (para Dios) abarca también a vivos y muertos (biológicamente).

Hay, pues, una hermandad muy fuerte entre los que tienen la vida de Dios, es decir, al Hijo de Dios, sea que estén vivos o estén muertos. Es una hermandad que trasciende el tiempo y el espacio. En cambio, existe una separación muy fuerte entre los que tienen la vida de Dios y los que no la tienen, aunque en la práctica estén viviendo bajo un mismo techo. Puede haber lazos de sangre (padre-hijo; madre-hija, etc.), cuyo valor es temporal y pasajero.

Y en otro lugar la Biblia dice: «El que en él (Jesucristo) cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado» (Jn. 3:18). Esto nos indica claramente la trascendencia eterna de esta separación entre vivos y muertos (espiritualmente), es decir entre los que creen y los que no creen en el Hijo de Dios. No mire usted las apariencias de las cosas; no se sienta superior a otro porque usted pertenece a una clase determinada. Piense más bien si está en la única clase que importa: si usted tiene o no al Hijo de Dios.

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