El lugar del discípulo es ir detrás del Señor; cada vez que intenta sobrepasarlo, estorba la obra de Dios, y él tropieza.

Lectura: Mateo 16:16-25.

La revelación suprema

El pasaje que acabamos de leer representa el momento más importante de todo el tiempo en que el Señor Jesucristo había estado con sus discípulos. Durante mucho tiempo el Señor había vivido con ellos y les había enseñado acerca del Reino de Dios; pero ahora él les declara el asunto supremo del Reino de Dios. Aquello que constituye el corazón del reino, los propósitos y los pensamientos de Dios. Y el hombre que es elegido por el Señor para recibir esta revelación es Pedro.

Vamos a observar entonces al hombre, y también lo que Dios ha depositado en este hombre. El Señor ha preguntado a sus discípulos: «Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre…»; y a continuación, la respuesta: «Unos dicen…». Por supuesto, desde una perspectiva humana, puede haber muchas opiniones acerca de Jesús, pero existe sólo una verdad acerca del Señor Jesús, y esa verdad es la que el Padre conoce y sabe acerca de él. Solamente él puede mostrarnos quién es verdaderamente Jesús: ¡El Hijo del Dios viviente! Es una revelación de Dios, y así comienza, continúa y se consuma todo.

Gracias al Señor, que nos ha revelado a Su Hijo. Pues entonces el Señor te va a decir a ti también: «¡Bienaventurado eres, Pedro, Pablo, Juan, María, Andrés, Rosa –cualquiera sea tu nombre– porque no te lo reveló carne ni sangre, sino Dios el Padre, que está en los cielos». ¡Gracias al Señor!

Dios Padre deposita esa revelación eterna en Pedro, y luego el Señor Jesús continúa: «Y yo también te digo que tú eres Pedro…» Esto mismo nos dice también el Señor a nosotros: «¡Tú eres Pedro!». Porque Pedro significa ‘piedra’. No roca, sino solamente piedra. Y el Señor nos dice quiénes somos en los pensamientos de Dios. Usted hermano, usted hermana y yo hermano, todos somos Pedro. ¡Es decir, piedras! «Y yo, agregó el Señor, sobre esta roca edificaré mi iglesia». «Tú eres Pedro, una piedra, pero yo soy la Roca que el Padre te ha revelado, Pedro, el Cristo, el Hijo del Dios viviente». De este modo, el Señor le muestra a Pedro su Iglesia por primera vez.

El Padre nos ha mostrado que Jesús es su Hijo amado y es el Cristo. Y su Hijo amado nos ha revelado su iglesia. Y nos ha dicho que nosotros somos piedras, y que él va a edificar Su iglesia sobre esa Roca que es él mismo. Por ello, el mismo Pedro en su primera carta nos dice: «Vosotros también como piedras vivas sed edificados como casa espiritual, sacerdocio santo». Esto significa que nosotros somos las piedras y él es la Roca: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa». Luego, hay otras piedras además de Pedro.

Y a continuación se le dice a Pedro: «A ti te daré las llaves de reino de los cielos». El Señor Jesús es el Rey. El Padre le dio toda autoridad y lo hizo cabeza suprema sobre todas las cosas. Todo fue puesto bajo el gobierno y la autoridad de su Hijo, el Cristo.

Pero ahora, aquel que tiene las llaves –porque el Padre le dio las llaves– le dice a Pedro: «A ti te daré las llaves del reino de los cielos. El reino que yo recibí de mi Padre te lo daré a ti». No a Pedro únicamente, sino a lo que Pedro representa: una piedra con todas las otras piedras. Él le va a dar su autoridad a esas piedras. Esto nos habla de responsabilidad. ¡Qué enorme responsabilidad!

¿Usted sabe lo que es gobernar el universo? ¿Sabe cómo mantener las galaxias en su curso? ¿Cómo sostener los planetas girando en sus órbitas? ¿Usted sabe gobernar las mareas y los vientos? ¿Usted sabe gobernar el trueno y las nubes? ¿Sabe mandar a los ángeles y a los arcángeles? ¿Sabe enfrentarse a los querubines de fuego, pararse delante de ellos y mandar sobre ellos? ¿Sabe reinar usted?

«A ti te daré las llaves…, y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos»; vale decir, «tú tendrás la autoridad que yo tengo». Así como yo mando y los cielos se mueven, para ejecutar lo que yo mando sobre la tierra, cuando tú mandes, también los cielos se moverán.

Hermanos amados, ¿sabemos y somos capaces? ¿Qué cree usted? Debemos admitir que no sabemos, ni somos capaces. Pero el Señor ya lo dijo. De hecho, si avanzamos unos pocos capítulos, encontramos que lo mismo que el Señor le dice a Pedro, lo dice luego a la Iglesia: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo». Y por esta razón, todo lo que ataren en la tierra será atado en los Cielos. No es solamente Pedro, es la Iglesia; porque Pedro aquí es la piedra que representa las piedras, y las piedras son la Iglesia.

Pero, para llegar a ejercer la autoridad del Señor y llevar adelante los pensamientos y los propósitos de Dios sobre la tierra, nosotros necesitamos recorrer antes el camino de la cruz.

El camino de la Cruz

Note usted que Pedro ha recibido la revelación más grande de todas. Incluso hoy, no podemos entender el alcance completo de lo que a Pedro le fue revelado. Sin embargo, el hombre que ha recibido esa revelación es, por el momento, el más inadecuado para recibirla. Pues, cuando las piedras son tomadas para hacer una casa, son todavía toscas. Son piedras en bruto, que tienen que ser cortadas, adecuadas y talladas. Se les tiene que dar la forma exacta para que puedan entrar en la casa.

Pedro es una piedra en bruto y vamos a pensar que, de momento, también nosotros somos piedras en bruto. Por eso el versículo 20 nos dice: «Entonces mandó a sus discípulos (todas las otras piedras que estaban con él, aún en bruto), que a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo». ¿Por qué creen ustedes que el Señor les habrá prohibido dar a conocer lo que él les ha revelado? Porque ellos todavía no podían dar testimonio del Señor Jesucristo. Tenían la revelación, pero todavía no eran los vasos adecuados. Todavía no habían sido tratados y preparados para comunicar el testimonio de Jesús.

Existe una distancia entre la revelación y la experiencia de la revelación. No porque tengamos la revelación ya estamos capacitados para servir al Señor. El camino del servicio y de la utilidad para Dios no es solamente el camino de la revelación. La revelación por sí misma no nos hace capaces para ello. Si recibimos la palabra del Señor y se nos revela esa palabra, no significa que por esa revelación ya estamos capacitados para salir, predicar, enseñar y dar testimonio de esa palabra. Observe a Pedro ¡qué gran revelación! Sin embargo, el Señor le dice: «¡No todavía!, no hasta que yo haya resucitado. Todavía tienes que recorrer un camino, que es el camino de la cruz».

Vamos a observar el versículo 21: «Desde entonces (a partir de ese momento, no antes) comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén». Fíjense en la expresión del Señor, le era necesario. No era una cuestión librada a su voluntad. ¿Por qué? Porque el Padre le había impuesto esa necesidad. El Señor no se movía por su propia voluntad, ni por sus propios conceptos e ideas acerca de las cosas. El Señor se movía por la voluntad de su Padre.

Puesto que el Señor era un hombre como nosotros, tampoco deseaba sufrir. Sin embargo, el Señor Jesucristo no vivía gobernado por sus emociones, ni sus sentimientos, ni por su naturaleza humana. Su naturaleza humana se resistía instintivamente a la cruz, pero su espíritu estaba completamente rendido a la voluntad del Padre. Y entonces su naturaleza humana también estaba totalmente rendida a la voluntad divina. ¿Se da cuenta? Ese era el Señor, y por eso el reino de Dios podía manifestarse a través de él y Dios podía actuar a través de él.

Aprendiendo a no adelantarse al Señor

Y en el otro extremo tenemos a Pedro. El Señor sabe que tiene que ir a Jerusalén porque esa es la voluntad de su Padre. Él no está pensando en sí mismo, no está calculando las ventajas y desventajas de ir a Jerusalén. El pensamiento del Señor es «Padre hágase tu voluntad». Mas, en el versículo 22 dice: «Entonces Pedro, tomándolo aparte»… Por favor, observe el cuadro: el Señor Jesús está hablando con sus discípulos y les dice que tiene que ir a Jerusalén, que le es necesario, pero Pedro lo saca de en medio de los discípulos y lo lleva a un lado y comienza a hablarle: «Señor, ten compasión de ti: en ninguna manera esto te acontezca».

Hermanos amados, ¿porqué piensan que Pedro hizo eso? Él amaba profundamente al Señor Jesús; pero el suyo era un amor meramente humano. Y cuando las cosas son meramente humanas, están siempre mezcladas. El alma del hombre siempre se busca a sí misma en todo lo que hace, así que, aunque Pedro amaba al Señor, también tenía un interés personal en el Señor. Había algo de Pedro invertido en el Señor. Si el Señor moría, todos sus proyectos, todo lo que él había invertido en el Señor, moriría con él. ¡Cuán grandes esperanzas había puesto Pedro en el Señor! ¡Cuántos anhelos! ¿No era el Señor quien consolaba, quien ayudaba a Pedro? ¿Cómo podía morir el Señor y dejarlo solo y abandonado? ¿Cómo podía el Señor ser tan duro y falto de sentimientos, como para no pensar en Pedro al decir esas cosas?

¿Qué le parece a usted? ¿Cómo puede ser el Señor tan falto de sentimientos para pensar y hacer cosas que nos van a herir y nos van a dañar de esa manera?

Observe lo que hizo Pedro: se puso delante del Señor. El Señor iba siempre adelante, y si usted lee, dice que también aquí el Señor iba adelante. Esa es la posición correcta: Él adelante y nosotros detrás de él. No obstante, aquí Pedro caminó más rápido y se puso delante del Señor para estorbarlo y no dejarlo seguir.

Ahora, usted podrá sentir simpatía por Pedro, pero contemple lo que está haciendo al dar rienda suelta a sus emociones humanas. Está haciendo algo realmente muy grave: quiere desviar al Señor de su curso, y sacarlo de la voluntad del Padre. Entonces usted tiene que saber que detrás de Pedro actuaba alguien que siempre quiso sacar al Señor de la voluntad del Padre. ¿Quien era? ¡Satanás!

¿Se da cuenta de cuán grave es el asunto? Cuando nosotros dejamos que nuestra naturaleza humana tome la delantera y se anteponga al Señor, inmediatamente permitimos que Satanás entre para estorbar, dañar y destruir la obra de Dios. Vea usted el peligro. Por eso ellos no podían todavía hablar de Jesús el Cristo. La revelación y la palabra estaban, pero aún faltaban la vida y la experiencia.

¿Se imagina a este Pedro con las llaves del reino? Piénselo un momento. ¡Qué no habría hecho para preser-varse, salvarse, y agradarse a sí mismo! A veces tenemos profundas emociones y sentimientos, pero, por muy profundos que sean, no son necesariamente la voluntad de Dios. Pedro tenía profundos pensamientos y emociones con respecto al Señor, pero estaba equivocado, y tuvo que aprender la lección.

¡Qué terribles las palabras del Señor! ¿verdad? «¡Quítate delante de mí Satanás, me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, si no en las de los hombres!». En verdad, Pedro no veía. Observe el contraste: Pedro, por un lado, acaba de recibir una revelación inmensa, y por otro, no la entiende, ni sabe lo que ha recibido. Quizás pueda hablar con los demás y decirles: «El Señor me mostró esto y aquello», y hablar sin parar, pero no entiende, pues de otro modo no se habría puesto jamás delante del Señor.

Pedro no conocía los caminos de Dios. Nosotros tenemos que conocer los pensamientos de Dios, y también los caminos de Dios, y éstos se resumen en el camino de la cruz. Por ello, Jesús dijo a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí» (si alguno quiere ser mi discípulo, y entrar en la posesión de todo lo que Dios ha preparado para los hombres en su propósito eterno), «niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».

Pablo le dijo al mismo Pedro: «Con Cristo estoy juntamente crucificado…». ¿Recuerda que esas palabras están en el contexto de la respuesta que Pablo le dio a Pedro en Antioquía? Maravillosamente, el Señor le vuelve a recordar a Pedro, ahora por otro hombre, Pablo, la misma lección: «Pedro, no te pongas delante de mí; ponte detrás de mí». Pues, en el griego bíblico, «quítate delante de mí», es, «ponte detrás de mí». Es decir, «tu posición, Pedro, no es ir delante de mí, sino ir detrás de mí». ¡«…Y ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí»!

La mera revelación de las palabras de Dios no significa que las entendemos. Este es sólo el comienzo de un largo camino, donde tenemos que probar la operación de la cruz. Por eso Pablo dijo: «Con Cristo estoy juntamente crucificado». Fíjese que lo dice en tiempo presente: «estoy»; y en griego este tiempo es en un proceso de continua crucifixión con Cristo.

La cruz significa el fin de nuestra vida y energía natural. Es el fin de nuestro hombre natural, no en un sentido de destrucción, sino en cuanto a su operación y obrar independientes. Observe usted a Pedro: se deja guiar por sus emociones, se adelanta y se pone delante del Señor. Entonces estorba al Señor y contamina la obra de Dios. Así no es útil al Señor.

Pedro puede estar lleno de revelación, pero todavía no es útil para Dios, pues lo que el Padre busca por sobre todas las cosas es la manifestación de la vida de su Hijo en nosotros. No quiere que se manifieste nuestra vida, lo inteligentes que somos, cuánto sabemos de la Biblia, nuestra fuerza de voluntad, nuestra decisión, nuestra capacidad para llevar adelante cosas. Tampoco nuestra habilidad para organizar, para ordenar y para sacar adelante planes y proyectos. El Padre busca sólo una cosa: la vida de su Hijo Jesucristo expresada en nosotros, y nada que sea menos que eso lo satisface.

Él quiere enseñarnos esto, pero no aprendemos fácilmente. ¡Por naturaleza, somos tan autocomplacientes y estamos tan admirados de nosotros mismos! Claro, podemos tener exteriormente un lenguaje humilde, pero cómo nos consideramos por dentro. ¡Qué secreta valoración tenemos de nuestras habilidades y aptitudes! Si usted no es así, no es de la raza humana. Usted pertenece a otra especie, quizá alienígena. Pero si usted es un hijo de Adán, entonces es así.

A algunos nos cuesta mucho darnos cuenta de esto, y por ello Dios tiene que tratarnos duramente. Pero ahí tenemos a Su Hijo. Véalo, tiene la cruz delante, pero no hace caso de sus emociones, ni de su alma y somete su ser entero a la voluntad del Padre, endureciendo su rostro como una piedra. Contémplelo, allá lo espera la cruz: los azotes, el desprecio, los clavos sobre sus manos y pies, su cuerpo traspasado, la burla, el escarnio, la traición de sus discípulos, la agonía y el horror del pecado cargado sobre si, y, sobre todo, el abandono de su Padre. Y a pesar de todo, pone su rostro como una piedra y sigue adelante. Es el Hijo de Dios, y el Padre quiere hacernos semejantes a él, ¡aleluya! Gracias al Padre por su propósito eterno, porque él tampoco renuncia, ni claudica. ¡Él continúa con nosotros, hasta alcanzar el propósito de su corazón!

Así fue con Pedro. Él no era más difícil que usted o yo. A veces le cargamos la mano a Pedro juzgándolo impetuoso y apresurado, mientras pensamos: «A lo mejor yo lo no soy tanto». No, mi hermano amado, quizá seas más lento, pero todos somos Pedro (una piedra), tanto para nuestra edificación, como para la operación de la cruz; tanto para el servicio, como para el trato de Dios. Nos gusta la parte buena de Pedro: «A ti te daré las llaves, Pedro». No obstante, también a Pedro se le dijo inmediatamente: «Quítate delante de mí, Satanás»

Aprendiendo a escuchar al Señor

A continuación, leemos en el capítulo 17, versículo 1: «Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. Y he aquí les aparecieron Moisés y Elías, hablando con él.» ¡Qué cosa maravillosa, hermanos! Lo que antes declaró Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Viviente», ahora le es mostrado, pues el Señor aparece en su gloria como el Cristo y el Hijo de Dios viviente. Su carne, que era un velo, deja de ser un velo y se transfigura. Ellos ven la gloria del Señor en la majestad de su naturaleza celestial y divina.

¡Qué privilegio! Pero mire lo que hizo Pedro: «Entonces Pedro dijo a Jesús: Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías». En él todavía estaba el alma muy viva, muy vigente, muy actual. Tenía tantos pensamientos y era tan inteligente; tan rápido para pensar y para actuar. De inmediato, introdujo sus ideas en la visión celestial. La visión celestial implica que Cristo es único, central y supremo. No existe nadie ni nada que se le compare. ¡Él está sobre todo, y más allá de todo! ¡Inmenso! ¡Excelso! ¡Alto! ¡Sublime! ¡Señor de Señores y Rey de Reyes! ¡Él es único! ¡No hay otro al lado de él y nadie se compara con él!

Pero Pedro pensó… ¡Ah! ¡Moisés y Elías están aquí! Pues ellos eran los profetas más grandes de la religión judía. Entonces, rápidamente metió sus ideas judías, y puso al Señor al nivel de Moisés y Elías. Tres enramadas: para Moisés, para el Señor y para Elías. ¿Qué peligroso era Pedro, verdad? Si hubiera sido por Pedro, habríamos tenido tres «cristos», no uno. Habríamos tenido la religión de Moisés y del Señor Jesús. Por cierto, con el Señor un poquito más arriba, pero con tres. Esas eran las ideas de Pedro y rápidamente las introdujo en medio. Por eso, hermanos amados, necesitamos la operación de la cruz. Sin la operación de la cruz, usted y yo estamos siempre en peligro de introducir lo nuestro en lo de Dios. Sin embargo, ahora no fue el Señor Jesús quien reprendió a Pedro. Fue Dios mismo. Una nube los cubrió… y observe que dice aquí que tuvieron gran temor. Y Dios mismo le dijo a Pedro: «¡Este es mi hijo amado! Yo no tengo dos hijos, Pedro. No tengo tres, ni cuatro; sólo uno; y sólo a él tienen que oír».

Otra vez Pedro corregido, otra vez limitado. Una vez más, Pedro se adelanta y se pone delante del Señor, dejando que sus pensamientos vayan más rápido. Y quiere aportar. ¿Usted quiere aportar algo suyo a la obra de Dios? No lo haga, hermano amado; no aporte nada. El Señor Jesús ya lo aportó todo, ¡escuche al Señor! Ni usted ni yo tenemos nada que aportar a la obra de Dios. ¡Nada! Todo lo que aportemos va a traer daño, confusión y ruina. Dejémonos que la cruz nos reste, para que el Señor crezca. Sólo lo de Cristo agrada a Dios el Padre. El Padre nos dice: «A mí sólo me agrada mi Hijo. Moisés y Elías sólo existieron por causa de él. Pero ahora que él vino, ya no están Moisés y Elías. Sólo queda él. Escúchelo, mírelo y obedézcale».

Conociendo nuestra naturaleza humana

Vayamos ahora al momento previo a la crucifixión del Señor. Vamos a seguir al Señor y a Pedro. Mateo 26:30: «Y cuando hubieron cantado el himno, salieron al monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche; porque escrito está: Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas. Pero después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea.» Observen otra vez, el Señor siempre va adelante, y nosotros detrás.

«Respondiendo Pedro, le dijo…». Otra vez habló Pedro, y se adelantó al Señor. ¿Y qué dijo? «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré». Pedro caminó más rápido que el Señor. ¿Que le había dicho el Padre a Pedro? «A el oíd». ¿Y qué es oír? Es escuchar, no hablar; escuchar y obedecer. Y si el Señor dice que tú y yo nos vamos a escandalizar de él, ¿será una mentira? El Señor no miente.

¿Saben por qué Pedro dijo eso? Hay dos cosas que podemos observar en Pedro: primero, él pensaba que era mejor que los otros. Pedro pensaba dentro sí que en verdad los otros se podían escandalizar, porque él los conocía: débiles y cobardes; pero él… ¡jamás! Así que Pedro se creía hecho de algo mejor y más noble. ¡Qué tragedia! Pero lo hermoso es que la misericordia de Dios había determinado que ese hombre iba a recibir un día en sus manos las llaves del reino. ¿Se imaginan a Pedro gobernando y sintiéndose a la vez mejor que todos los demás? ¡Qué cosas les habría hecho a los otros pobres hermanos! ¡Cómo los habría maltratado!

Y lo segundo: ¡Cuán poco se conocía Pedro a sí mismo, y cuánto lo conocía el Señor! Entonces, hermanos, el Señor te conoce mejor de lo que tú te conoces; el Señor sabe quién eres. Tu problema y mi problema es que no sabemos quiénes somos. Y esto también se aplica a los hermanos. Sólo el Señor conoce a los hermanos. Tú no los conoces. Pedro dijo: «Yo conozco a estos, yo sé quiénes son estos, y también me conozco a mí. En cuanto puedan, estos se van a escandalizar, pero yo, jamás». Qué terrible es cuando decimos «yo sé». El apóstol Pablo dijo: «El que cree que sabe algo, no sabe nada aún como debería saberlo». Por muy adelante que usted crea que va en el camino del Señor, todavía no sabe nada y todavía tiene que aprenderlo todo. Así le ocurrió a Pedro.

«Jesús le dijo: De cierto te digo que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces. ¡No sólo una vez sino tres veces! Y tres significa una completa negación. «Me vas a negar totalmente, Pedro. Ese día no te quedará duda alguna de que me negaste». «Pedro le dijo: Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré». Y los demás discípulos se subieron rápidamente al carro de Pedro y dijeron: «¡Tampoco nosotros!». ¿Se da cuenta de cómo hasta los discípulos se contaminaron con las palabras de Pedro? Otra vez Pedro pasó adelante del Señor y trajo confusión y daño. ¡Ay de la iglesia del Señor!, qué candidato más improbable para recibir las llaves del reino. ¿Usted lo habría elegido? ¿Lo habría llamado usted? Sin embargo, si Pedro no puede, tampoco nosotros, porque también nosotros somos Pedro.

Sigamos con la noche oscura de Pedro, versículo 69, capítulo 26: «Pedro estaba sentado fuera del patio…» Pedro había seguido al Señor de lejos, en la sombra, escondido entre la multitud. «Y se le acercó una criada, diciendo: Tú también estabas con Jesús el galileo».

Cuán terrible es cuando la cruz nos sale al encuentro. Esa noche, todo el valor, toda la valentía, toda la autoconfianza de Pedro, se derrumbó ante las simples palabras de una criada. ¡Cómo lo conocía el Señor; cuán poco se conocía él! «Mas él negó delante de todos, diciendo: No sé lo que dices. Saliendo él a la puerta, le vio otra, y dijo a los que estaban allí: También éste estaba con Jesús el nazareno. Pero él otra vez negó con juramento: No conozco al hombre». Pedro juró que no conocía a Jesús. Fue así como todo lo que Pedro pensaba de sí se derrumbó esa noche.

«Un poco después, acercándose los que por allí estaban, dijeron a Pedro: Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aún tu manera de hablar te descubre. Entonces el comenzó a maldecir…» Observe: Pedro primero negó, luego juró y ahora ¡comenzó a maldecir! La naturaleza humana de Pedro fue probada esa noche y quedó desnuda. Y apareció el verdadero Pedro, tal como era a los ojos de Dios. Pues la cruz revela nuestra verdadera condición. ¡Qué feo era Pedro cuando apareció de verdad! Cuando se caen las vestiduras bonitas con las cuales a todos nosotros nos gusta cubrirnos, cuando todo se derrumba, lo que aparece es muy feo. Cuánta oscuridad, cuánto egoísmo, cuánta idolatría, cuánta vanidad, cuánta soberbia, cuanta autocomplacencia, cuanta autoestima, cuánta autoconfianza. Toda esa fealdad, que encubrimos con otros nombres, aparece desnuda. La cruz hace esta obra. Y allí estaba Pedro, el verdadero, totalmente fracasado, hasta el fondo del fracaso. ¡Hundido en el polvo de la desesperación y la derrota! La más terrible de las derrotas. ¡Doblado, partido y quebrado en el fondo de todo!

El fruto de la Cruz

Entonces dice la Biblia: «Y en seguida cantó el gallo». Y las palabras del Señor volvieron a él como un rayo; y entonces descubrió cuán verdaderas y cuán terribles pueden ser las palabras del Señor. Cuán livianamente tomamos a veces las palabras del Señor. Con qué facilidad hablamos de la Biblia; con qué facilidad hablamos de la cruz, de la muerte y de la resurrección; y de esto y de lo otro. Pero cuando esas palabras nos golpean con la plenitud de su significado, qué terribles y duras son para nosotros: «Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes de que cante el gallo me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente».

Ahí quedó Pedro. Pero ¡bendito sea Dios!, porque esa noche Pedro murió. Esa noche el viejo Pedro murió y esa noche también un nuevo Pedro nació. Esa noche Pedro fue partido en dos; la espina dorsal de su vida humana fue quebrada y él quedó reducido a nada. Todas sus pretensiones se fueron; toda su vanidad se desvaneció. Ahora sólo era Pedro, el que había negado a su maestro. Nunca más olvidaría que él había negado a su Señor. Viviría el resto de su vida sabiendo que había negado a su Señor. ¡Todos iban a saber que él había negado a su Señor! Ya no podría aparentar nunca más. Porque siempre que quisiera ser algo y levantarse por encima de los demás, aquella noche iba a volver a él para recordarle: «Tú negaste a tu Señor». Sin embargo, fue precisamente esa noche, la más oscura de las noches de su vida (cuando ya no podía esperar nada), la que lo capacitó para ser un testigo de Jesucristo y recibir las llaves del reino de los cielos.

Ustedes saben que Marcos –según las tradiciones más antiguas– escribió su evangelio escuchando a Pedro. Y el evangelio de Marcos contiene una nota exclusiva. Vamos a leerlo ahora, porque Pedro estaba detrás de Marcos escribiendo el evangelio. Se trata de algo que Pedro nunca olvidó. Él había negado al Señor, había caído a lo más bajo, en el fracaso mas profundo; pero, cuando el Señor resucitó, y unas mujeres fueron al sepulcro, un ángel se les apareció y les dijo (Marcos 16:6): «No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, ha resucitado no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron. Pero id, decid a sus discípulos… (y observen hermanos con atención) y a Pedro…»

¡A Pedro! ¿Qué debían decir a Pedro?: «Él va delante de vosotros». «Todavía el Señor va delante, y tú, Pedro, todavía eres piedra, todavía eres su discípulo, y él te llama para que sigas en pos de él». Pedro pensó que todo se había acabado esa noche para él, pero lo primero que el Señor dijo cuando resucitó, fue: «Díganle a Pedro que me siga». ¡Bendito sea el Señor!

Así lo hizo Pedro. Un día, cuando ya era anciano, y llevaba largos años de caminar tras el Señor, fue apresado, como se le dijo en la profecía del mismo Señor. Entonces sus manos fueron atadas y enfrentó la muerte… pero esta vez no vaciló, esta vez no juró, esta vez no negó. Cuando vio la cruz delante de él, horrenda y terrible, solamente dijo: «No así con la cabeza hacia arriba, porque no soy digno de morir como murió mi Maestro». Entonces fue crucificado cabeza abajo, y así murió, ¡bendito sea el Señor! Porque su misericordia y su amor nunca nos abandonan, nunca nos dejan. Finalmente, él nos convertirá en piedras de la nueva Jerusalén, y allí estaremos por los siglos de los siglos.

Por eso, al final, hermanos amados, cuando ustedes ven la Nueva Jerusalén descendiendo del cielo de Dios, descubren que el primero de sus doce fundamentos lleva el nombre de Pedro. ¡Gracias al Señor!