Cosas viejas

El Prototipo

Avanzado ya el sexto día de la creación, Dios decide hacer un alto. Lo que viene a continuación será la obra suprema, la corona de la creación, lo cual ameritaba un instante de reflexión. Lo mismo que cuando nosotros nos preparamos para realizar algo verdaderamente importante, Dios se detuvo. Y luego convoca a las personas de la Deidad para sostener un concejo.

“Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” – dijo (Gén. 1:26). Aquí hay un acuerdo y una decisión. Y también hay un modelo, un prototipo.

Para crear todas las cosas no necesitó concejo alguno. Bastó que hablara y las cosas fueron creadas. Ahora es distinto. Hay una deliberación, un acuerdo.

Cuando Dios decidió crear el primer hombre estableció primero un modelo. No fue una creación improvisada – ninguna creación de Dios lo es. Mayormente tratándose del hombre. Entonces dijo que sería a su propia imagen y semejanza.

¿A quién habría de mirar Dios para “inspirarse” en lo que iba a hacer? A Aquel que es su propia imagen y semejanza, es decir al Hijo. “Él es la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15). Es la imagen por cuanto muestra su forma de ser, y es su semejanza porque muestra su aspecto.

Aquí comenzó Dios a revelarse. Adán habría de mostrar algo acerca de la Deidad, y eso es su imagen y su semejanza. Pero Adán no es el prototipo, él es sólo una “copia”, una réplica. El verdadero prototipo es Cristo.

Cuando Dios creó a Adán, usó un modelo, un molde. La honra de Adán –y del hombre– es mostrar al Hijo de Dios. Unos le muestran bien, muchos le muestran mal.

Sólo los que le tienen en el corazón pueden ir siendo transformados, desde adentro hacia fuera, hasta que sólo se vea Cristo, el prototipo que está adentro.

Cosas nuevas

Endiosados y apedreados

Pablo y Bernabé llegan a Listra. Es esta una oscura ciudad que les sirve de refugio de la persecución que han sufrido hace poco en Iconio.

Recién llegados a Listra, Pablo y Bernabé sanan a un cojo de nacimiento, con lo cual despiertan la superstición del pueblo, que quiere ofrecer sacrificios en su honor, como si fuesen dioses. Ante tan portentoso milagro, ellos pensaron que los mismísimos Júpiter y Mercurio habían descendido en semejanza de hombres. Después de denodados esfuerzos, los apóstoles, “difícilmente lograron impedir que la multitud les ofreciese sacrificio”.

Al poco rato, llegaron unos judíos de Iconio, quienes rápidamente transformaron la adoración en furia en su contra. Pablo es apedreado y es arrojado fuera de la ciudad por muerto.

Lo ocurrido a los apóstoles en Listra no es nuevo. Moisés hubo de sufrir situaciones muy parecidas con el pueblo en el desierto. El Señor Jesús mayormente. Las multitudes que un día le aclamaban con ramas de palmeras, cuatro días después pedían su crucifixión. Es el pueblo tornadizo, manejado por las pasiones, y por las misteriosas fuerzas del mal.

Pero ni Moisés, ni Pablo, ni el Señor Jesús reclamaron por ello. En este pasaje vemos que Pablo, una vez resucitado por los discípulos, siguió camino a Derbe, y poco tiempo después volvieron a Listra e Iconio “confirmando los ánimos de los discípulos”.

Nada de autoconmiseración, ni lágrimas, ni búsqueda de consuelo. Él estaba en condiciones de alentar a otros y decirles, simplemente: “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios”.

Los sufrimientos en Listra bien valieron la pena. Allí surgió una iglesia, y de esa iglesia salió unos de los colaboradores más eminentes que tuvo Pablo: su amado hijo Timoteo.