A nadie le resulta fácil prescribir a otros su propio método de estudio de las Escrituras. Las infinitas profundidades de la Palabra, así como las glorias morales de la Persona de Cristo, se revelan únicamente a la fe y según las necesidades. Esto simplifica notablemente la cuestión. No es talento ni capacidad intelectual lo que necesitamos, sino la natural sencillez de un niño. El Autor de las Santas Escrituras es quien debe abrir nuestro entendimiento a fin de que podamos recibir sus preciosas enseñanzas. Y seguramente lo hará, si tan sólo esperamos en él con todo nuestro corazón.

Mas nunca debemos perder de vista el hecho fundamental de que nuestro conocimiento se incrementará en la medida que pongamos en práctica lo que sabemos. De nada aprovechará sentarse cual ratón de biblioteca a estudiar la Biblia. Podemos llenar nuestro intelecto de conocimientos bíblicos, saber al dedillo las doctrinas de la Biblia y la letra de la Escritura sin una gota de unción o de poder espiritual. Debemos acudir a las Escrituras de la misma manera que un hombre sediento acude a una fuente; del mismo modo que un hombre hambriento va en busca de comida; de la misma forma que un navegante acude a su mapa.

Debemos recurrir a las Escrituras por cuanto sin ellas no podemos hacer absolutamente nada. Acudimos a ellas no solamente para estudiarlas, sino para alimentarnos. Los instintos de la nueva naturaleza nos conducen naturalmente a la Palabra de Dios, así como el niño recién nacido desea la leche que lo hará crecer. El nuevo hombre crece cuando se alimenta de la Palabra.

De ahí la gran importancia práctica de este asunto relativo a cómo estudiar las Escrituras. Está íntimamente relacionado con nuestra condición moral y espiritual, con nuestro andar diario, con nuestros hábitos y con nuestra conducta. Dios nos ha dado su Palabra para formar nuestro carácter, gobernar nuestra conducta y dirigir nuestros caminos. Por esta razón, si la Palabra de Dios no ejerce una influencia formativa y un poder gobernante sobre nosotros, es el colmo de la insensatez pensar en acumular una gran cantidad de conocimientos bíblicos en la cabeza. Esto sólo nos infla –nos envanece– y nos engaña. Es algo muy peligroso manejar verdades sin sentirlas; ello fomenta fría indiferencia, liviandad de espíritu y endurecimiento de la conciencia, algo horroroso para santos de formal piedad.

No hay nada que nos empuje más hacia las garras del enemigo que un cúmulo de conocimiento intelectual de la verdad sin una conciencia sensible, un corazón sincero y una mente recta. La mera profesión de la verdad sin que ésta haga mella en la conciencia ni se manifieste en la vida constituye uno de los mayores peligros de nuestros días. Es muchísimo mejor conocer poco en forma real y efectiva que acumular gran cantidad de verdades que yacen impotentes en la región del entendimiento sin ejercer ninguna influencia formativa en la vida. Prefiero con mucho hallarme honestamente en Romanos 7 que ficticiamente en el capítulo 8. En el primer caso, estoy seguro de proceder a derechas; mientras que, en el segundo, ¡quién sabe qué será de mí!

En cuanto al uso de escritos humanos que nos ayuden a estudiar las Escrituras, se requiere mucha cautela. El Señor, sin duda, puede hacer uso –y, de hecho, lo hace– de los escritos de sus siervos, de la misma forma en que se vale de su ministerio oral, para nuestra instrucción y edificación. A la verdad, es maravilloso subrayar la rica gracia del Señor y sus tiernos cuidados para con su amado pueblo, al cual no dejó sin alimento en el presente estado resquebrajado y dividido de la Iglesia, sino que le proveyó del ministerio escrito por Sus siervos.

Pero, lo repetimos, se requiere gran cautela y diligente dependencia del Señor para no abusar de este don tan precioso; en otras palabras, a fin de que no seamos llevados a «vivir de prestado». Si verdaderamente dependemos de Dios, él nos dará lo conveniente; pondrá en nuestras manos el libro adecuado; nos alimentará con los medios apropiados. Es, pues, de él de quien lo recibimos; y lo hacemos en comunión con él. De esta manera, lo que Dios nos dé será refrescante, vivo, poderoso y formativo; hablará al corazón y brillará en la vida; creceremos en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. ¡Precioso crecimiento! ¡Ojalá que haya más de él!

Por último, debemos recordar que la Santa Escritura es la voz de Dios, y que la Palabra escrita es la transcripción de la Palabra viviente. Solamente por la enseñanza del Espíritu Santo podemos realmente entender la Escritura, y él revela sus profundidades vivientes a la fe y de acuerdo con las necesidades. Nunca olvidemos esto.

Extracto de una carta de C. H. Makintosh