Ananías, el discípulo de Damasco, aparece una sola vez en toda la Biblia, cuando es enviado por el Señor para visitar a Saulo. Nunca más se le vuelve a mencionar. Esto nos sugiere, al menos, que era un creyente de bajo perfil, que probablemente no era ni apóstol, ni profeta, sino solo un discípulo. Sin embargo, su figura tiene una tremenda significación en el Nuevo Testamento. Él aparece en momentos en que Pablo es alcanzado por la mano de Dios, derribado de su judaísmo ortodoxo, y traído a la fe del Hijo de Dios.

Cuando se le aparece en el camino, el Señor le habla a Pablo, pero no lo suficiente. Le revela parte de su voluntad, pero no su voluntad completa. El Señor ordena a Saulo que entre en la ciudad, pues allí se le dirá lo que debe hacer (Hech. 9:6). Y el encargado para decirle «lo que debe hacer» es precisamente Ananías. El relato de Hechos capítulo 9 nos dice que, además, Ananías oró por él para que recibiera la vista, fuera lleno del Espíritu Santo, y probablemente hasta le bautizó.

Ananías fue el instrumento para mostrarle a Pablo la iglesia en su aspecto local, práctico y tangible. La iglesia, como cuerpo de Cristo. Es el hermano que está cerca; el cual, en momentos claves representa a Cristo, habla por él y actúa por él a favor de nosotros.

La vida cristiana no es una vida de relaciones solo verticales, en que sostenemos una preciosa comunión con la Cabeza que está en los cielos. Es también una vida de relaciones horizontales, que disfrutamos con los hermanos en la iglesia local. Dios no siempre nos hablará desde arriba; muchas veces nos hablará desde el lado, por medio de alguno de sus hijos.

Una vida de relaciones verticales con Dios es preciosa pero insuficiente; una vida de comunión con el Cuerpo de Cristo completa la provisión de Dios para el caminar en medio del mundo. Muchas veces la dirección, la provisión, el consuelo nos son otorgados a través de los Ananías que no conocíamos, que no tienen ningún relieve, pero a quienes Dios usa eficazmente.

Es una gracia muy grande contar con los Ananías en el caminar cristiano. Ellos están en todo lugar, como esperando el momento de aparecer en escena para tendernos la mano. Ellos no tienen pretensiones humanas, ni exigen pago por sus servicios. Ellos tienen un corazón amplio como el de Cristo; su honra es servir al Maestro, atendiendo a un pobre Saulo, ciego, desconcertado y balbuceante. ¿Quién no se ha encontrado a alguno de ellos en los muchos vericuetos de la vida? ¿Quién no ha sido salvado alguna vez por esa mano delicada y firme?

Los grandes Saulos necesitan de los pequeños Ananías. Los montes deben caer, y los valles ser levantados. Ellos deben quedar a la misma altura, luego de experimentar un baño de humildad y de honra, respectivamente; para que nadie en el cuerpo de Cristo menosprecie a otro, ni nadie mire al hermano hacia arriba. La figura de Ananías nos habla del Cuerpo de Cristo, maravilloso en su sencillez y en su sabiduría, en su equilibrio y en su abundancia.

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