Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.

Génesis 22:1-19

En la lectura de este capítulo omitimos los últimos cinco versículos (20-24), porque son más bien una introducción al capítulo 23.

Si bien este capítulo relata una gran historia, es imposible entenderlo o tratarlo adecuadamente, sin reconocer acontecimientos previos en la historia de Abraham, porque guarda una conexión indiscutible con ellos. Creo que una gran parte de la confusión que existe en la mente de muchos respecto a la historia que aquí se relata, se debe al hecho de que ha sido considerada como un incidente aparte, más que como eslabón de una cadena.

Hay siete ocasiones en que se nos dice que Jehová apareció a Abraham o trató con él de alguna manera, en comunión directa, personal, cara a cara. Esta que  consideramos hoy es la séptima y última. Es la final desde el punto de vista del número, y la decisiva en cuanto a la profundidad de su valor.

A través de esta experiencia, Abraham fue conducido a un compañerismo nuevo y más íntimo con Dios de lo que había sido antes.

El propósito de Dios

Pasemos revista a los acontecimientos anteriores; pero antes necesitamos detenernos un momento, a considerar el primer propósito de Dios, tal como está revelado en la historia de Abraham. Abraham entró en la tierra de Canaán el año 2083 a.C., y el cálculo está basado enteramente en la historia de Adán y en las aseveraciones escriturales respecto a épocas.

El propósito que Jehová quiso realizar por medio de él, fue la restauración de un orden que se había perdido, y el establecimiento del reino de Dios como el centro revelador, en medio de los asuntos humanos. Abraham no fue escogido para que de sus lomos surgiera un pueblo peculiar de Dios, si por ello entendemos un pueblo único escogido por Dios para ser su pueblo, dejando abandonados a los otros pueblos de la tierra en medio de tinieblas y de muerte.

Desde el principio, Jehová dijo: «Te bendeciré y serás bendición». Serás una gran nación, y «en ti serán benditas todas las naciones de la tierra». Toda la raza humana estuvo en la mente de Dios cuando Abraham recibió su llamamiento. Para la salvación de la humanidad, Dios necesitaba un instrumento, y ese instrumento debía ser necesariamente de la raza humana, a pesar de todos sus defectos.

En final de cuentas, este es el principio que está detrás de la Encarnación. Sería demasiada insensatez decir que Dios solo pudo hacer las cosas de tal o cual manera, o que se vio forzado a adoptar determinado método. Podemos, sin embargo, asegurar que éste ha sido siempre el método de Dios: acercarse hasta el hombre por medio del hombre.

En consecuencia, si Dios necesitaba de un hombre, debía encontrar alguno que tuviera afinidad con Él. Revisemos rápidamente, a la luz de tales hechos, las siete ocasiones mencionadas, y observemos lo que cada una de ellas significó para Abraham.

La primera vez que Dios habló a Abraham, fue para ordenarle que saliera de Ur de los caldeos, y un poco después, para que saliera de Harán. Cuando se le ordenó que saliera de Ur, obedeció de inmediato, pero se detuvo en Harán hasta la muerte de su padre, Taré. Luego el llamamiento de Dios se repitió, y obedeciéndolo, él se fue a Canaán.

Compartiendo el descontento de Dios

Aquí tenemos a un hombre que fue llamado a compartir el descontento de Dios; descontento por el orden de vida que el hombre había desarrollado para sí. Este orden estaba representado en esa época por diferentes centros y proyectos, siendo el caldeo uno de ellos. El orden establecido era contrario al plan y al propósito divino para el hombre. Abraham, en estrecho compañerismo con Dios, compartió su descontento, y fue llamado a abandonar el orden imperante.

La segunda vez que Dios habló con Abraham, le prometió la tierra donde los propósitos divinos debían realizarse; y como resultado, Abraham siguió adelante, entró en la tierra, plantó una tienda y construyó un altar; de esta manera entró en compañerismo con el método de Dios.

La paciencia

Después de un tiempo, le habló de nuevo Dios para prometerle un hijo y una simiente. De esta forma, Abra-ham fue llamado para que entrara en compañerismo con Su paciencia.

Poco después tuvo aquella extraña visión: el pavor de una gran oscuridad, el ofrecimiento del sacrificio, y la antorcha de fuego que pasó por entre los animales divididos. Por medio de ella, le reveló Dios el periodo de tinieblas que vendría después, y la liberación que le seguiría. De esta manera, Abraham fue llamado a compartir la esperanza de Dios.

Dios todo suficiente

En la quinta aparición, Dios se  hizo conocer de Abraham con el nombre de El-Shaddai, cuyo significado no es solo Dios Todopoderoso, como se dice con frecuencia, sino Dios todo suficiente, lo cual incluye no solo poder, sino sabiduría y todo lo que es necesario para la realización del propósito divino. Fue por medio de esta revelación cómo Abraham tuvo nueva conciencia de que Dios es todo suficiente para llevar a cabo cada una de Sus empresas.

La justicia de Dios

En la sexta ocasión en que Dios se le revela, Abraham le desafía, porque le parece que en la acción que se proyecta se va a cometer una injusticia: «El juez de toda la tierra, ¿no hará lo que es justo?». Y Dios le dio completa respuesta en comunión y en acción; de esta manera, Abraham se asoció con la justicia de Dios.

Llegamos por fin a la última revelación. La orden que ahora recibe Abra-ham es al mismo tiempo extraordinaria y alarmante. No hay ninguna palabra que prometa bendición, ni hay ninguna luz de victoria futura que resplandezca en medio de las tinieblas.

Abraham dejó Harán y se fue rumbo a la tierra prometida; había renunciado a su parentela, para que de él se levantara una gran nación, y ahora está de frente a algo que parece hacer imposible la realización del propósito divino.

La última revelación

No recibe ninguna palabra de aliento y de fortaleza como en ocasiones previas. No se le concedió visión alguna para salir de en medio de las tinieblas de su gran aflicción. No viene asociado a esta prueba ningún pacto que le fortalezca para el sufrimiento y para la continuidad de su fe. No hay momentos de comunión como los que disfrutó bajo los encinos de Mamre.

Por el contrario, hubo una orden, sin que se le diera razón, sin que se le hiciera ninguna promesa. La obediencia a esa orden amenaza todos los valores del pasado. «Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas … y ofrécelo … en holocausto».

Un relato extraordinario

Tenemos que admitir que este es un relato extraordinario. Aun algunos cristianos han intentado vigorosamente deshacerse de él. Se ha sugerido que tal orden no le vino a Abraham de parte de Dios, sino que fue expresión de un pensamiento devoto de su propia mente. Pero este punto de vista no hace más que contradecir la historia, y no puede ser tomado en cuenta.

Por otra parte, multitud de hombres y mujeres han encontrado indecible fortaleza en esta historia. Examinaremos este relato siguiendo dos líneas: en primer lugar, la del designio de Dios, y luego, la del triunfo de Abra-ham.

No se deja ver el propósito de Dios en la orden que le es dada a Abra-ham. Esta es una realidad constantemente cierta en la vida de fe. Siempre hay un propósito, pero no es revelado en el momento mismo en que se recibe la orden. «El pacto ha sido ordenado en todas las cosas, y es  seguro». El ayer está ligado con el día de hoy, y el día de hoy tiene su explicación en el mañana. Esto es seguramente lo que Pablo quiso decir con aquello de que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien».

Ahora vamos inmediatamente y de un manera osada a rebasar los siglos, ligando la palabra de Dios a Abraham, con una declaración central en el Nuevo Testamento. A Abraham le fue dicho: «Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas … y ofrécelo allí en holocausto». Y en el Nuevo Testamento leemos: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito».

De esta manera, y aun cuando Abraham no pudiera comprender todo el propósito de Dios, lo estaba llamando a un compañerismo con Él, por el único método por el cual sería posible que el propósito divino encontrara su realización.

La obediencia

El hecho más destacable en la vida  de Abraham es que él siempre estuvo listo para obedecer. Y aun cuando Isaac no fue sacrificado materialmente, en las profundidades del espíritu de Abraham, en su intención, en su voluntad, en su entrega, el sacrificio se consumó.

En las horas previas de comunión, Abraham había aprendido que el Juez de toda la tierra hará lo que es justo, y en consecuencia, sin titubear, él sigue adelante en espíritu de obediencia a través de un sendero donde parece que no hay sino tinieblas, un sendero de sufrimiento sacrificial y personal; y de esta manera, Dios le condujo hasta la última etapa de compañerismo con Él, en Su sufrimiento.

Consideremos ahora el acto de obediencia de Abraham que es, en sí mismo, uno de los relatos más maravillosos del Antiguo Testamento. Demos una mirada de nuevo, y muy cuidadosamente al versículo 3, observando la repetición de una pequeña palabra, «y».

«Y Abraham se levantó muy de mañana, y enalbardó su asno, y tomó consigo dos siervos suyos, y a Isaac su hijo; y cortó leña para el holocausto, y se levantó, y fue al lugar que Dios le dijo».

Esta repetición de la conjunción «y» nos permite ver que el escritor sagrado adopta una figura de lenguaje hebrea, que se conoce con el nombre de polisíndeton, y que sirve para dar la idea de continuidad y persistencia.

Este versículo nos muestra a Abra-ham resuelto a toda costa a no permitir que falte nada en su acto de obediencia; no descuida ningún detalle al seguir, a pesar de todas las apariencias, el sendero divino que le ha sido trazado, cumpliendo obedientemente el mandato de Dios, desde el punto de vista de lo que ya hemos descrito como acto de voluntad y sumisión.

Observemos, en los versículos 9 y 10, el uso sistemático de la figura de lenguaje ya mencionada. «Y cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, edificó allí Abraham un altar, y compuso la leña, y ató a Isaac su hijo, y lo puso en el altar sobre la leña. Y extendió Abraham su mano, y tomó el cuchillo para degollar a su hijo». Descripción ésta que hace hincapié en la misma verdad, y en la cual contemplamos a Abraham llevando su obediencia hasta lo último.

El secreto de la obediencia

¿Es acaso todo ello tan asombroso, desde el punto de vista del entendimiento humano, para que valga la pena inquirir seriamente cuál fue el secreto de esta resuelta obediencia? La respuesta a esta pregunta se encuentra de una manera incidental y más explícita, si volvemos al versículo 5 y nos fijamos en las siguientes palabras: «Entonces dijo Abraham a sus siervos: Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí, y adoraremos, y volveremos a vosotros».

Otra vez la misma figura de lenguaje, la repetición de la conjunción «y». Lo que tiene mayor significado en este versículo es que él no solo dijo: «y adoraremos», sino además «y volveremos a vosotros». Notemos cuidadosamente cómo el plural «nosotros» va ligado a dos verbos usados en plural: «adoraremos y volveremos a vosotros».

Abraham había dejado a sus espaldas a los mozos que lo habían acompañado. Se retiraba a edificar su altar; se iba a poner la leña, se encaminaba a atar a su hijo, iba a degollarlo; en una palabra, iba a hacer la entrega de su hijo único. Él e Isaac se iban a adorar; sí, pero de acuerdo con sus propias palabras, «volveremos juntos».

El triunfo de la fe

No hay nada en el Antiguo Testamento que sea una revelación más notable del triunfo de la fe, que esto. En el capítulo 11 de la epístola a los Hebreos, el escritor sagrado se refiere a este hecho diciendo que Abraham hizo lo que hizo, «considerando que aun de los muertos es Dios poderoso para levantar». Tal declaración arroja mucha luz sobre el relato que estamos considerando.

Abraham caminaba en obediencia. Al hacer entrega del hijo en quien estaban puestas todas sus esperanzas, del hijo de su amor, estaba realizando un acto de muy alto precio, pero «considerando que aun de los muertos, es Dios poderoso para levantar». Esa palabra  «considerando» es muy digna de destacar. Significa que Abraham argumentaba dentro de sí, y sobre la base de su argumentación interior llegó a una conclusión definida.

Incuestionablemente, sus deducciones fueron sacadas de los procedimientos del pasado. Abraham se decía a sí mismo: «Yo debo obedecer cueste lo que cueste. El único hecho verdadero es que Dios no puede dejar de cumplir sus promesas, y si yo, obedeciéndole, sacrifico a mi hijo, entonces Él le levantará de entre los muertos, antes que faltar a sus promesas o a sus propósitos».

De esta forma, como ya lo hemos dicho, el razonamiento de Abraham se basó indudablemente en el conocimiento que había obtenido de Dios por revelaciones anteriores. Todas las experiencias del pasado lo habían preparado para seguir esta argumentación, que es la argumentación de la fe. Esta es una revelación de la racionalidad de la fe. El hombre que no tiene fe, se está derrumbando racionalmente. La fe es siempre el acto que resulta de la razón, por medio del reconocimiento de Dios.

Fe y sufrimiento

Se puede objetar que, si este razonamiento se hizo convicción, entonces no pudo haber sufrimiento; sin embargo, no es así. La fe nunca embota el sentimiento. La confianza nunca insensibiliza el corazón en las operaciones por las cuales está llamada a pasar.

El camino hacia el gozo

Aquí, de nuevo, citamos reverentemente la epístola a los Hebreos, en la parte que, al referirse a nuestro Señor, dice: «El cual, habiéndole sido propuesto gozo, sufrió la cruz». El camino hacia el gozo fue el camino de la cruz, y la cruz es de tal naturaleza que la única palabra que puede describirla es la palabra «sufrió».

Así fue como Abraham fue llevado a disfrutar de compañerismo con Dios, y ese compañerismo se resolvió en su caso, en triunfo, puesto que Abraham llegó a ser el padre del pueblo escogido, del cual llegó a ser flor y fruto último el mismo Hijo de Dios.

Lo final, entonces, en la fe, es que tal obediencia al llamamiento de Dios coloca al alma en el punto mismo de la entrega, no de algo equivocado, sino de cada una y de todas las cosas, a fin de consumar el propósito divino; aunque dicha entrega ocasione sufrimiento, lo cual es compartir el sufrimiento de Dios, y solo por medio del cual es posible la redención del hombre; esto es lo final en la fe; después viene la vindicación por medio de la visión.

El peligro de la duda

¡Cuán frecuentemente, al llegar a este punto, el corazón humano se queda corto en el compañerismo con Dios! Vemos las condiciones tal cuales son y participamos del compañerismo con Dios en su descontento, y puede ser que le volvamos las espaldas a Ur; estamos de acuerdo con Su método, sencillamente porque es Su método en nuestra salida, aun cuando no entendamos cuándo alcanzaremos el fin; esperamos con paciencia, no importa cuán grandes sean las tinieblas, creyendo que la luz ha de venir; nos regocijamos en la esperanza porque creemos en Dios; entramos honradamente en comunión con él por medio de la oración, y lo desafiamos en el punto mismo de nuestra duda, probando así nuestra intimidad con él hasta cierto límite.

Sin embargo, es cuando alcanzamos este punto de sacrificio cuando estamos en peligro de titubear; cuando hemos de sacrificar posesiones, fuerza, virilidad y aun la vida misma.

La filosofía del cielo

Cuando salieron de los labios de uno de los apóstoles las palabras: «Nunca tal te acontezca», la respuesta cortante de Jesús fue: ¡Apártate de delante de mí, Satanás!». La filosofía que se expresa en el consejo  de «Nunca tal te acontezca», es la filosofía del infierno. La filosofía que nos lleva por completo al camino de no retener nada que nos impida un verdadero compañerismo con el Dios que «aun a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros», es la filosofía del cielo.

Atreverse a seguir adelante en una hora como ésta, es ver resultados inmediatos y llegar al fin a una completa realización; sin embargo, debemos cuidar de no atrevernos hasta que Dios no nos llame a hacerlo. Cuando se haga necesario el sacrificio, él dará la orden, y ése es precisamente el momento de atreverse. Entre tanto que tal momento llega, es nuestro deber seguir adelante con él, en silencio, y esperarle pacientemente.

Condensado de
«Grandes Capítulos de la Biblia», Tomo I.