Nuestra comunión es el vínculo espiritual que permite a la vida de Cristo fluir y ser formada en nosotros.

Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados».

– Efesios 4:1.

En la carta a los Efesios, el apóstol Pablo expone su entendimiento acerca de la visión celestial en el propósito de Dios. Hoy, nosotros necesitamos entender un poco más acerca de aquel misterio eterno de Dios en Cristo Jesús, misterio que gobierna todos los tratos de Dios con el hombre y con la iglesia del Señor.

«Yo, pues, preso en el Señor». Literalmente, Pablo estaba preso en Roma. En esas condiciones, él escribió esta carta, tal vez su escrito más profundo, cuyo gran tema es la iglesia, su propósito, su naturaleza, su edificación y su gloria.

La epístola puede ser dividida en dos partes. La primera registra la revelación que Pablo recibió con respecto a la iglesia en el plan eterno de Dios. La segunda parte es la aplicación de aquello que se describe en la primera; por eso, esta sección comienza con la expresión: «Yo, pues … os ruego». Este «pues» es fundamental para entender el pensamiento del autor; es un gran resumen, la conclusión lógica, de aquello que él habló hasta ese momento.

«Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados». El gran asunto de la primera parte podría ser descrito como «la vocación con que fuimos llamados». El inicio de la carta habla de la vocación celestial; la segunda parte nos enseña cómo andar; es decir, cómo nuestra conducta podrá expresar de manera digna lo que nosotros somos respecto de esa vocación.

Prisionero de Cristo

«Preso en el Señor». ¿Qué sucedió con aquel fariseo celoso que perseguía a los discípulos? ¿Cómo, aquel que odiaba tanto a la iglesia, llegó a ser el gran apóstol que conocemos hoy? En Hechos 26:12-18, él relata al rey Agripa su conversión. En el camino a Damasco, ante la visión de Cristo, Saulo cayó en tierra, cegado por una luz cuya gloria era mayor que la del sol de mediodía. Aquella luz, la revelación de la gloria del Señor, golpeó su corazón.

Las primeras palabras de Saulo fueron: «¿Quién eres, Señor?». Los judíos solo aplicaban la expresión «Señor» a Dios. En ese reconocimiento, en ese momento decisivo en la vida del apóstol, él se tornó un prisionero de Cristo. Saulo no es prisionero de César. Él está en cadenas bajo el poder romano; pero él no dice ser preso del imperio, sino de Cristo. ¿Por qué? Porque él fue vencido por Cristo. Ese día, aquel hombre violento, arrogante, lleno de justicia y sabiduría propia, murió, y se levantó otro hombre totalmente diferente.

«Pablo, prisionero de Cristo». Definitivamente, él fue cautivado por Cristo, se volvió un esclavo de amor. ¿Por qué esclavo de amor? En el Antiguo Testamento, cuando un israelita se empobrecía, podía venderse a sí mismo como esclavo. Si hacía eso, solo tenía oportunidad de salir libre después de siete años. Pero si a él realmente le gustaba la vida con aquel amo, podía permanecer como esclavo suyo para siempre. Pero ya no era más un esclavo obligado. Si él permitía que su oreja fuese perforada, él sería para siempre un esclavo voluntario, un esclavo de amor.

La visión de Cristo y la iglesia

«Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial» (Hechos 26:19). Es la visión suprema que cautivó el corazón, la voluntad y la vida entera de Pablo, y lo hizo prisionero de Jesucristo. Esta visión está constituida por dos grandes elementos. El primero está en Hechos 26:14. «Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues».

Cuando el Señor se revela a Pablo, éste recibe la visión que luego expresa de manera magistral en su carta a los efesios. La primera parte de la visión es: «Yo soy Jesús». Saulo perseguía al Señor de gloria, a aquel que dijo a Moisés: «Yo soy el que soy». ¡Es Dios encarnado, el Mesías esperado! La visión de Cristo, su supremacía y centralidad en los planes de Dios, la imagen misma del Dios eterno. Saulo cae postrado ante la gloria de Cristo.

La segunda parte de la visión es: «Yo soy Jesús… a quien tú persigues». El Señor está diciendo: «Cuando tú persigues a los que son míos, a mí me persigues; cuando los tocas a ellos, a mí me tocas», revelando a Saulo el misterio de Dios: que Cristo y la iglesia son una sola realidad. Pablo mencionará después aquella visión de Cristo y la iglesia como «un solo y nuevo hombre». Lógicamente, en ese momento, él no entendió todo su significado. Le tomaría mucho tiempo comprenderlo plenamente. Pero una cosa es cierta: ella cautivó su vida, y él vivió para servir a esa visión.

Ahora, la visión de Pablo no es simplemente una visión particular de él o para él: es la visión que gobierna todos los tratos de Dios con los hombres. Es la misma visión que todos manifiestan en la Escritura, desde diferentes ángulos.

La iglesia, expresión de la visión celestial

«Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados» (Ef. 4:1). Pablo dice que debemos ser en la tierra la expresión de esa visión celestial. Cuando ella llega a nosotros, se vuelve nuestra vocación. La vocación significa vivir por la visión; ella nos habla de la esencia de la iglesia.

La palabra griega ekklesia significa «aquellos que son llamados fuera». Este término era usado por los antiguos griegos. Las ciudades griegas eran autónomas, tenían su propio gobierno, en el cual participaban todos los ciudadanos. Cuando era necesario tratar asuntos de bien común, ellos eran convocados a una reunión pública, a la cual todos acudían dejando sus labores particulares. Aquella asamblea pública era llamada ekklesia.

En Éfeso, durante aquel tumulto por causa de los plateros que reclamaban la pérdida de sus ganancias a causa de la predicación del evangelio, Hechos 19:41 dice: «Y habiendo dicho esto, despidió la asamblea».

Es interesante que la palabra traducida como asamblea es ekklesia. Esta palabra usó el Espíritu Santo para referirse a nosotros – la iglesia, los llamados a salir.

Llamados a salir, no solo de los asuntos privados, sino del mundo y del poder del pecado, «de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios», para venir a Cristo, el centro del propósito de Dios. Esa es la asamblea que convoca el Señor, aquellos que él llama para sí, para que sean de él, y para que juntos con él realicen los propósitos de Dios.

Entendiendo esto, conviene hacerse algunas preguntas vitales: ¿Qué significa la iglesia? ¿Podemos hacer de la ella lo que nosotros queramos? ¿Podremos edificarla de la manera que a nosotros nos parezca bien? ¿Será la iglesia algo que nosotros podemos construir, edificar o establecer a nuestra manera?

Siendo la iglesia la expresión del propósito eterno de Dios, sin duda, no tenemos ese derecho. La iglesia es la asamblea que él llamó, que Cristo ganó con su sangre, para desarrollar en ella Su propósito.

Propósitos de la visión

«Que andéis como es digno…». Tenemos que acomodarnos a la visión celestial, y andar en este mundo expresando el propósito de nuestra existencia. ¿Qué significa la iglesia? ¿Para qué fuimos salvos? ¿Para qué el Señor nos compró a tan grande precio? ¿Por qué él nos amó de tal manera? Esto es lo que Pablo está respondiendo en esta carta.

Pablo nos mostrará el propósito divino, en tres grandes aspectos que hablan de lo mismo, pero desde puntos de vista complementarios. Ellos definen lo que somos, y la razón de nuestra existencia y de nuestro llamamiento como iglesia.

El primero de esos tres aspectos básicos está en Efesios 1:3: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo».

A diferencia de Romanos, que se inicia con la condición del hombre caído y de ahí comienza a elevarnos hasta la gloria, en Efesios todo comienza en los cielos, antes que el hombre existiera y cayera en pecado. Aquí tenemos el propósito eterno, aquello que Dios se propuso antes de la fundación del mundo, la razón por la cual él creó el mundo y creó al hombre sobre la tierra.

Aquellos planes estaban escondidos desde antes de la fundación del mundo, y no fueron revelados sino hasta este momento, a los santos, por el Espíritu Santo. Esos pensamientos eternos parten en el corazón de Dios, y de allí descienden a la tierra, en la visión del apóstol. Todo comienza con «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo».

Pablo nos dice que, antes de empezar a desarrollar su propósito eterno, Dios hizo lo mismo que nosotros haríamos si tuviésemos un gran proyecto. Si tú vas a hacer un gran proyecto, por ejemplo, construir una casa, lo primero que harás será calcular el costo; luego, reunir los recursos necesarios, antes de empezar la construcción.

Y Dios, que es el mayor de los administradores, en la eternidad, concibió en su corazón un plan eterno. Y, para realizarlo, la Escritura dice que él providenció, en Cristo, antes del tiempo, todos los recursos necesarios respecto de la iglesia. Por eso, dice «que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo».

A menudo, nosotros pedimos a Dios que nos bendiga en alguna situación particular de nuestra vida. Pero la Escritura dice que Dios, que conoce todas las cosas de antemano, ya proveyó en Cristo Jesús todo lo necesario para el desarrollo y el cumplimiento de su propósito.

Nuestra vocación celestial

«…según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Ef. 1:4-5).

Recuerden, el gran asunto de la carta es nuestra vocación celestial, el propósito por el cual Dios llamó a la iglesia. Necesitamos entender claramente esto para interpretar bien este pasaje. Dios nos bendijo, nos escogió, nos predestinó. Todos estos verbos están en plural. Lo que Pablo tiene en mente, no es a cada uno de nosotros como individuos, sino a la iglesia como un todo, la cual constituye el gran asunto de su carta. Intentemos, entonces, entender el propósito eterno de Dios, porque predestinar significa asignar un destino de antemano.

«…habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo». Dios nos predestinó para él. He aquí el primer gran elemento de nuestra vocación celestial. Fuimos predestinados para recibir la adopción de hijos. El término aquí traducido como «adoptados hijos» es huiothesía, y es vital para entender nuestra vocación celestial.

La Huiothesía era una ceremonia de la antigüedad, en la cual un niño era declarado adulto. Los griegos usaban dos palabras para referirse a los hijos. La primera es teknós, y la otra es huiós. Ambas palabras aparecen en la Escritura, pero son distintas. Teknós nos habla de un niño pequeño, que aún está siendo formado para la vida adulta, bajo la autoridad y formación de sus padres.

Ahora tenemos algo muy interesante. Prácticamente, la mayoría de las veces que la Escritura se refiere a nosotros como hijos de Dios, se usa la palabra teknós.

Por ejemplo, en Juan 1:12: «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios». Todos los que creyeron y recibieron al Señor Jesús, recibieron el poder de ser hechos hijos de Dios. Aquí se usa la expresión teknós, hijos pequeños, de Dios.

Porque el sentido es que él nos dio la vida suya, para que nos convirtiésemos en sus hijos, engendrados por él, para que, a través de un proceso de maduración, llegásemos a ser hijos maduros. Esta palabra significa hijos que tienen la naturaleza del Padre, y que tienen la capacidad de llegar a ser hijos maduros.

La segunda palabra, huiós, se usa siempre que se habla del Señor Jesús como Hijo, porque él es el Hijo de Dios maduro, el Hijo que refleja de manera perfecta la imagen, el carácter y la gloria de su Padre. «Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom. 8:29).

Aspecto práctico de la vocación

Otro aspecto. Si nuestra vocación celestial es ser hijos de Dios conformados a imagen de su Hijo, ¿qué significa eso en el sentido práctico? ¿Qué significa andar como hijos de Dios? En la primera parte de Efesios, capítulos 1 al 3, la palabra más importante es lo que somos en Cristo. En la segunda parte, desde el capítulo 4, la palabra clave es andar, es decir, lo que nosotros hacemos en respuesta a la visión celestial.

«Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados» (Ef. 5:1). El rasgo principal de los hijos de Dios es ser como su Hijo. «Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (5:2). Cristo, el Hijo maduro de Dios, es el modelo, aquel a cuya imagen seremos formados.

Esto no significa que cada uno de nosotros trate, por sí solo, de ser semejante a Cristo. No. El llamamiento de Dios es plural; no puede ser desarrollado en forma individual. Necesitamos los unos de los otros.

Andando como hijos de Dios

Para ser transformados, debemos andar en amor, como hijos de Dios. ¿Cómo podría ser esto, si no tuviéramos a quién amar? Nosotros somos expresión del carácter eterno de Dios, y cuando vemos a Dios allá en la eternidad, en su intimidad hallamos que él es un Dios trino. Son tres personas que se aman eternamente entre sí. Dios es amor, porque es un Dios en tres personas. Para que haya amor, debe existir aquel que ama y aquel que es amado.

El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre, y el Espíritu Santo es la expresión de ese amor eterno del Padre y del Hijo. Entonces, tenemos algo similar a una preciosa familia, donde el Padre, el Hijo y el Espíritu comparten ese amor eternamente. Y nosotros fuimos llamados a ser parte de esa familia, a participar de ese mismo amor.

Ser hijos de Dios, llegar a ser como Cristo, significa llegar a amar como Cristo, a participar de su amor. Es por eso que el Señor Jesús, cuando reúne a sus discípulos en la última cena, les dice: «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros» (Juan 13:34). Este es el gran mandamiento del Señor.

¿Cómo nos amó el Señor? Él «se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante». Amar es andar como él anduvo.

Juan, al describir la naturaleza esencial de la iglesia, dice: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida». Esta fue la experiencia de los apóstoles con Jesús, pues allí realmente comenzó la iglesia.

La vida de comunión

Cuando Jesús llamó a aquellos hombres para vivir con él durante tres años y medio, estableció el principio de la iglesia. Aquello que vivieron juntos sería el modelo de lo que vendría después. De alguna manera, el Señor vivió con ellos la vida de iglesia, antes de Pentecostés.

«Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo» (v. 3).

Si de alguna forma pudiésemos describir la esencia de la vida de iglesia, podríamos decir que su esencia es la vida de comunión. En esa comunión de los unos con los otros, en verdad, estamos teniendo comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.

Nuestra comunión es parte esencial de lo que somos para Dios. Los vínculos que Juan menciona no son cosas meramente humanas; son el fundamento de todo lo que Dios quiere desarrollar entre nosotros. Por eso, La vida de comunión no es una mera relación natural o social. Nuestros lazos son vínculos espirituales de amor y comunión divina, que surgen de la comunión del Padre y del Hijo con nosotros.

«¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía! Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras; como el rocío de Hermón, que desciende sobre los montes de Sion; porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna» (Sal. 133).

El salmista dice que la vida de comunión entre los hermanos es como óleo precioso sobre la cabeza del sumo sacerdote, que desciende hasta el borde de sus vestiduras. En el tiempo antiguo, el sumo sacerdote era ungido con el aceite santo de la unción, que cubría todo su cuerpo. Eso tiene un sentido espiritual ahora, una tipología.

La unción del Santo

Cristo es nuestro verdadero sumo sacerdote, él es el Cristo, el Ungido, aquel que recibió la unción plena del Espíritu Santo. Sin embargo, en la visión celestial, Cristo y la iglesia son una misma cosa, y la unción que recibió la Cabeza, desciende para cubrir todo el cuerpo. La misma unción que Cristo recibió, también la recibe su iglesia. Es por eso que él envió el Espíritu Santo.

¿Cuál es la característica esencial de esa unción? La vida de unión y armonía entre los hermanos. El Espíritu Santo es el Espíritu de comunión; la comunión es generada y sustentada por él. La unción derramada sobre nosotros posibilita que podamos vivir juntos y en armonía. El Espíritu nos atrae unos a otros para formar un solo cuerpo, una familia.

Nuestra comunión, nuestras relaciones, son vínculos espirituales, que permiten que la vida de Cristo pueda fluir y ser formada en nosotros. Es importante resaltar este punto.

«Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados» (Ef. 5:1). En los versículos anteriores, descubrimos esto: «Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef. 4:30).

¿Cómo la iglesia podría entristecer al Espíritu? «Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» (v. 31-32). Y entonces, sí, como un resumen de todo esto, «sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados».

Esto significa que los versículos iniciales del capítulo 5 son la conclusión de aquel que dice: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios». Nuestros vínculos de amor no los hemos creado nosotros, sino el Espíritu de Dios, y son el efecto de Su presencia en la vida de iglesia.

Cuando rompemos esos vínculos, con amarguras, enojos, griterías, entristecemos al Espíritu Santo, porque él es el Espíritu de comunión. Y así como el amor del Padre y el Hijo se manifiesta plenamente en la comunión del Espíritu, así también ocurre con nosotros. Al ofender al Espíritu, impedimos que esa vida de comunión fluya, restringiendo la vida de Cristo en nosotros, poniendo estorbo para que ella se desarrolle y obstaculizando el cumplimiento del propósito divino.

Entonces, el primer gran aspecto de nuestro llamamiento es ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, y esto solo podrá ser alcanzado en la medida que vivamos esa vida de simplicidad, de comunión y de amor.

Síntesis del primero de tres mensajes sobre Visión Celestial, impartido en Brasil (2014).