La visión espiritual y el vaso, en el contexto de la vida del apóstol Pablo.

Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi alma…”.

– 1 Sam. 2:35.

Dios busca y forja sus vasos

Esta frase, al final del capítulo 2 del primer libro de Samuel, define lo que es un profeta del Señor. Samuel fue un sacerdote; pero, en especial, fue un profeta de Dios. Cuando Dios comenzó a hablarle, Samuel era un niño, y no conocía al Señor. Pero, al comprender quién le hablaba, respondió: «Habla, Señor, que tu siervo oye».

«Jehová estaba con él». La palabra «estaba», habla de permanecer. Dios ya no moraba en el templo en Silo; nada de lo que había allí lo agradaba. Pero, antes que su lámpara se apagase, Dios se proveyó un vaso, el niño Samuel. Ahora Dios estaba allí, retornando a su casa.

La visión celestial es el compromiso de Dios de revelarse a quienes le aman. Y, para que la visión tenga expresión, él necesita vasos. En este contexto, la vida del apóstol Pablo nos muestra cómo el Señor forjó ese vaso, de tal forma que el mensaje y el mensajero llegaron a ser una sola realidad.

En cada vaso de Dios, el mensaje y el mensajero son una sola cosa; el mensaje debe ser una expresión del mensajero y de su historia bajo la mano disciplinadora de Dios.

Dios usa su disciplina sobre nuestras vidas, y cuando respondemos a ella, él forjará un vaso, para que la visión tenga expresión adecuada.

Las marcas de un apóstol

«Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna» (1a Tim. 1:12-16).

Pablo tenía la convicción de que él era un vaso de misericordia, y que, si la gracia divina pudo forjar en su vida un vaso para Dios, el Señor puede hacerlo con cualquier otro.

«De aquí en adelante nadie me cause molestias; porque yo traigo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús» (Gál. 6:17). La palabra marcas habla de una señal especial: las marcas de la cruz, cuyo camino él no ignoraba.

La segunda carta a los Corintios registra las consecuencias de la obra de la cruz en la vida de Pablo. En las dos cartas a los corintios hay grandes contrastes: en una vemos carnalidad y división, en la otra, espiritualidad y armonía.

Sentencia de muerte

Pablo muestra el significado de una vida tratada por la cruz. En la segunda carta a los corintios, comienza hablando de una «sentencia de muerte», y concluye con «un aguijón en la carne». Y en el centro de ella, leemos: «llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús» (4:10). No habrá un ministerio genuino, y otros no recibirán vida, a menos que la obra de la cruz sea evidente en nuestras vidas.

A menos que la cruz opere, la visión celestial no podrá ser encarnada en nosotros. El camino de la cruz es el tema vital de 2a Corintios. En el capítulo 1, versículos 8 y 9, Pablo nos da la primera marca:

«Porque hermanos, no queremos que ignoréis acerca de nuestra tribulación que nos sobrevino en Asia; pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida. Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos».

Con esta «sentencia de muerte», Pablo nos quiere decir: «Dios está decidido a tratar con nosotros, para que su obra pueda avanzar». Él dice: «tuvimos», es decir, ya recibimos esa sentencia de muerte.

Todas nuestras circunstancias son arregladas por Dios con un objetivo. Pablo afirma que Dios es «Padre de misericordias y Dios de toda consolación». Toda tribulación y toda consolación que experimentamos, todo lo que Dios obra en nosotros, es para la iglesia. «Pero si somos atribulados, es para vuestra consolación y salvación; o si somos consolados, es para vuestra consolación y salvación» (1:6). No somos miembros aislados del cuerpo de Cristo.

Tratos con propósito

El mayor propósito de todo lo que Dios hace en nuestras vidas es alcanzar al cuerpo de Cristo, para que éste sea bendecido.

Nosotros somos tan egocéntricos, que aun interpretamos la cruz a nuestro favor. Al leer en Hebreos 12, «por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio», creemos que ese gozo era la iglesia. Pero en realidad, aquel gozo era satisfacer plenamente el corazón del Padre.

El Padre tenía una intención sublime: que su Hijo fuese el centro de todas las cosas, teniendo la preeminencia en todo. Con este fin, el Hijo tenía que ir a la cruz, reconciliando así consigo mismo todas las cosas.

El propósito de la cruz es que el Hijo sea el heredero de todo. Cuando el Verbo fue hecho carne, el deseo de Dios era que todo el universo pudiera ver a Aquel que es la delicia de su corazón, el centro de sus afectos.

Cristo se ofreció al Padre por causa de aquel gozo – la satisfacción del corazón del Padre. Ahora, lo maravilloso es que también había algo más en el corazón de Dios. Él daría a su Hijo no solo todas las cosas, sino además una novia y, para que esto fuese realidad, era necesaria la cruz.

Si no recibimos los tratos de Dios, nunca veremos la iglesia. Ella solo puede ser edificada a través de estos tratos. Entonces, según 2a Corintios 1:9, Dios está decidido a tratar conmigo. «…para que no confiásemos en nosotros mismos» (1:9). El pecado nos hace pensar que nosotros somos el centro de todo y que podemos vivir por y para nosotros mismos. Pero Dios tomó una decisión, y él tratará con nosotros.

Tal es el elemento central de la carta. La cruz obra en nuestras vidas, para que no confiemos en nosotros mismos, aun respecto a las cosas de Dios. Por ejemplo, si hemos recibido un depósito del Señor, somos tentados a confiar en ese depósito; si recibimos alguna experiencia con el Señor, somos tentados a confiar en nuestra experiencia. Cuando buscamos servir a otros con aquel depósito, si la cruz no ha operado en nosotros, tal depósito es inútil.

Purificando la plata

La sentencia de muerte significa que Dios hará dos cosas en nuestra vida: primero removerá, despojándonos del viejo hombre, y luego añadirá, renovándonos en el espíritu de nuestra mente.

Esa es la obra de la cruz: su lado sombrío es un No al viejo hombre, y el lado luminoso de ella es un a una nueva creación. Esta es una verdad en Cristo. Pero eso no basta: tiene que ser además una verdad en nosotros. La cruz es tanto una obra objetiva, realizada en Cristo, como una obra subjetiva, realizada en nosotros. Esta es la sentencia de muerte. No podremos llegar a ser colaboradores de Dios si él no ha tratado con nosotros.

«Porque tú nos probaste, oh Dios; nos ensayaste como se afina la plata. Nos metiste en la red; pusiste sobre nuestros lomos pesada carga. Hiciste cabalgar hombres sobre nuestra cabeza; pasamos por el fuego y por el agua, y nos sacaste a abundancia» (Sal. 66:10-12).

Al ilustrar los tratos de Dios con su pueblo, el salmista no dice que fue Satanás quien los trató, ni aun los hombres o las circunstancias. «Tú nos probaste, oh Dios».

La plata debe ser purificada; ella es preciosa, pero está mezclada. El fuego debe actuar para eliminar las escorias. El platero hará esa obra hasta cuando la plata, como un espejo, le permita ver allí su rostro reflejado. Así, la obra de la cruz quita nuestras escorias, hasta que el rostro del Señor sea visto en nosotros.

Las marcas de la cruz

«Nos metiste en la red; pusiste sobre nuestros lomos pesada carga. Hiciste cabalgar hombres sobre nuestra cabeza; pasamos por el fuego y por el agua, y nos sacaste a abundancia» (Sal. 66:11-12). La frase «y nos sacaste a abundancia», puede ser traducida también como «nos trajiste a un lugar espacioso». ¿Cuál es la clave de nuestra amplitud en el servicio al Señor? El trabajo de la cruz.

«Sobre mis espaldas araron los aradores; hicieron largos surcos» (Sal. 129:3). El medio que Dios usa para que la simiente fructifique, son nuestras espaldas. Cuando la semilla de la palabra y la revelación divina no pueden penetrar, esta será siempre la manera de Dios – la operación de la cruz.

Dios usa dos instrumentos para trabajar esos surcos, para que la visión celestial tenga realidad, para que la palabra pueda dar fruto.

La primera vía de Dios es su palabra viva y eficaz. Necesitamos amar su palabra, memorizarla, meditar en ella, orar por ella. Ella debe morar en abundancia en nuestros corazones, porque ella es un instrumento poderoso de Dios, para abrir surcos en nuestras espaldas, separando el alma del espíritu, exponiendo los pensamientos del corazón.

¡Qué obra maravillosa! Sí, ella es dolorosa, porque nos mostrará, dentro de nosotros, pensamientos y motivaciones erradas, sentimientos inadecuados, soberbia, autoconfianza, orgullo, presunción. ¡Cuánta escoria! A medida que la palabra de Dios penetra en nosotros, hace una obra maravillosa. Este es el primer aspecto de la obra de la cruz.

El otro aspecto, son las circunstancias. Cuando Pablo nos habla acerca de la sentencia de muerte, nos dice que Dios no se detendrá. Él continuará tratando con nosotros. Recibimos de él una sentencia de muerte, para que no confiemos en nosotros mismos, «sino en Dios que resucita a los muertos» (2a Cor. 1:9).

El secreto de George Whitefield

Citaré una ilustración. De seguro, ustedes habrán oído hablar de George Whitefield. Así como Jonathan Edwards fue usado por el Señor en los Estados Unidos, Whitefield fue usado de manera poderosa en Inglaterra y Escocia, particularmente en el gran avivamiento del siglo XVIII.

En una oportunidad, él viajaba a un lugar para predicar, y se sentía muy agotado, pues había hablado ya en muchos lugares. Antes de llegar a su destino, se detuvo en una posada para descansar. Se sentía incapaz de predicar; sin embargo, allí había personas esperándole. Viéndoles, él les dijo: «No puedo hablar; estoy muy cansado». Entonces, encendió una vela y empezó a subir hacia su dormitorio. Pero, en la mitad de la escalera, se detuvo, se volvió hacia los oyentes, y predicó hasta que la vela se consumió por completo. Cuando la lumbre se apagó, él se fue a dormir, y partió con el Señor. Aquella vela fue figura de su vida y servicio. Él fue el primero en predicar la palabra al aire libre; antes de él, solo era compartida desde los púlpitos.

Whitefield iba a los mineros, que salían de su faena ennegrecidos por el carbón. Al oír la Palabra, las lágrimas corrían por sus rostros. Él decía: «Sé que están recibiendo la palabra, cuando sus rostros parecen la piel de una cebra». Las lágrimas abrían surcos en el carbón, a medida que la palabra iba penetrando.

¿Cuál era el secreto de Whitefield? «Sobre mis espaldas araron los aradores». Nunca veremos los surcos en el rostro de otros, si primero esas marcas no están en nosotros.

Oyendo la voz del Espíritu

Este es el primer paso que Pablo da en esta epístola. Pero, si queremos que la visión celestial se encarne en nosotros, y Dios encuentre sus vasos, ¿qué más se necesita? 2a Corintios 1:12: «Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros».

Nunca pases por alto el hablar del Espíritu Santo en tu conciencia. Pablo el anciano exhortaba al joven Timoteo a mantener «la fe y buena conciencia, desechando la cual naufragaron en cuanto a la fe algunos» (1a Tim. 1:19).

Aquí tenemos un segundo elemento sumamente importante. Nosotros no podremos guardar la visión celestial, si no hemos sido sensibles a la voz del Espíritu en nuestra conciencia.

Funciones del espíritu humano

El espíritu humano tiene tres funciones: intuición, conciencia y comunión. Fuimos llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo. La comunión es como una mesa. De un lado, el Padre; del otro, nosotros. Y, sobre la mesa, su Hijo. El Padre tiene comunión con nosotros, en su Hijo.

La intuición es tipificada por una lámpara. Nosotros conocemos a Dios en nuestra intuición. El Espíritu Santo ilumina nuestro espíritu, «alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis…» (Ef. 1:18). Dios es espíritu, y nosotros conocemos a Dios en nuestro espíritu. «Todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos» (Heb. 8:11). Eso es la intuición.

Una tercera función del espíritu es la conciencia. Ésta funciona como una puerta, que determina lo que entra y lo que sale de nuestras vidas. El Espíritu Santo nos enseña, actuando directamente en nuestras conciencias. Nosotros recibimos un conocimiento de Dios, en nuestra intuición; y recibimos discernimiento espiritual, en el hablar del Espíritu a nuestra conciencia. Entonces podremos separar las cosas excelentes de las que no lo son.

¿Cómo funciona la conciencia? Por ejemplo, si vas a conducir un vehículo, y por algún motivo éste tiene activado el freno de mano, no podrás avanzar, y sentirás un desagradable olor a quemado. El Espíritu Santo habla así a nuestra conciencia. Si no oímos su enseñanza, nuestra vida no avanza. Él está diciendo: «Necesitas detenerte, y ver lo que está errado». Si no oímos su voz en nuestra conciencia, naufragaremos en cuanto a la fe.

A veces estamos hablando y el Espíritu Santo dice: «Cállate, estás hablando de más; no me estás representando adecuadamente». El freno de mano está puesto. Esta es la función de la conciencia.

Entonces, Pablo nos ayuda también en este sentido. Cuanto más obre la cruz en nosotros, más sensibles seremos a la acción de Dios.

La fragancia de Cristo

Un tercer paso. «Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento. Porque para Dios somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden; a éstos ciertamente olor de muerte para muerte, y a aquéllos olor de vida para vida. Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?» (2a Cor. 2:14-16).

Pablo dice que, cuando Dios ha obtenido los vasos que él necesita, por medio de ellos, en todo lugar, él manifestará la fragancia de Cristo. La palabra fragancia aparece cinco veces en el Nuevo Testamento. Es interesante la primera cita, porque hay una ley según la cual la primera mención de una palabra en la Biblia es muy importante.

La palabra fragancia surge por primera vez en Juan 12:3, cuando María de Betania unge al Señor. Ella establece un principio. Pablo quiere decir que Dios manifestará su fragancia por medio de nosotros. Es por causa nuestra que su fragancia puede ser percibida por otros, y el perfume puede llenar toda la casa.

¡Qué confianza maravillosa tenía Pablo! Y concluye con una pregunta: «Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?». Suficiente significa calificado, idóneo. De acuerdo con 2a Corintios, solo pueden manifestar la fragancia aquellos que han sido tratados por la cruz.

Recordando a María de Betania

El Señor visitó Betania siete veces. En la primera ocasión, él tomó a Betania en una condición inicial. En la última visita, el Señor asciende a los cielos desde allí. Aquel hogar fue transformado, hasta que tuvo la visión del Señor ascendiendo. Podemos decir que aquel hogar experimentó la vida de ascensión.

En la primera visita, María está sentada a los pies del Señor; en la segunda, ella se humilla a sus pies, y en la tercera, unge los pies de él.

Según el libro de Rut, cuando nosotros conocemos los pies del Señor, él nos muestra su rostro. Cuando Booz dormía en la era, y Rut se acercó y descubrió sus pies, él le mostró su rostro y le dijo: «¿Quién eres?». Ella respondió: «Soy Rut, tu sierva».

María tenía un lugar a los pies del Señor. Campbell Morgan, comentando el pasaje donde María unge al Señor, dice: «Aquello fue un memorial de fragancia; no de oro o de mármol. Y la tierra fue más dulce, y el cielo más rico, por causa de la actitud de María, y de la aceptación de ella por parte del Señor». Ella percibió algo que ninguno de los discípulos vio: la preciosidad del Señor.

Las doncellas israelitas llenaban un vaso de alabastro con perfume precioso y lo sellaban con cera, guardándolo para la noche nupcial. En esa ocasión, la novia rompía el vaso y derramaba el perfume sobre el lecho. Tal es el contexto de esta fragancia.

La actitud de una mujer

En Betania, seis días antes de la cruz, Lucas 18 dice que los discípulos no entendían nada. Era la tercera vez que el Señor les hablaba de la cruz. Él iría a Jerusalén, donde sería crucificado y resucitaría al tercer día; pero los ojos de ellos estaban cerrados respecto a estas cosas.

Sin embargo, hubo una persona, María de Betania, que comprendió lo que nadie más entendió. En aquella escena en Betania, el Señor estaba recostado ante la mesa. María se aproximó a él con su vaso de alabastro. Mateo, Marcos y Juan contienen tres narraciones del mismo evento.

María se acerca al Señor y hace cuatro cosas. Primero, quiebra su vaso. ¿Qué significa eso? Le está diciendo al Señor: «Tú eres para mí lo más precioso». Marcos dice que aquel ungüento era preciosísimo. Ella unge la cabeza del Señor, como diciendo: «Tú eres nuestra cabeza». Unge los pies del Señor. «Yo soy tu sierva». Luego le enjuga los pies con sus cabellos. Pablo dice en 1a Corintios 11 que el cabello es la gloria de la mujer. Al hacer esto, María está diciendo: «Tú eres digno de toda la gloria».

Esa fue la actitud de María. ¿Y cuál fue la consecuencia? La casa se llenó con el olor del bálsamo. Había una segunda finalidad para el vaso de alabastro, totalmente distinta; era usado para embalsamar cuerpos muertos. Por eso, cuando María ungió a Jesús, el Señor dice: «(Ella) se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura» (Mar. 14:8).

Allí estaba María, ungiendo a su precioso Señor. La palabra ungir es la misma expresión que el Espíritu Santo usa en 2a Corintios, cuando habla de «el olor de su conocimiento». Pero, para que el aroma de su conocimiento sea real en nosotros, el vaso de alabastro tiene que ser quebrado – sentencia de muerte.

El Señor vino a Jerusalén la última vez. Su corazón estaba lleno de angustia, mas sus discípulos no entendieron. La noche anterior a su crucifixión, él llamó a tres para que orasen con él, y los halló dormidos. «¿No pudisteis velar ni una hora conmigo?».

Las aflicciones de Cristo

Cuando el Señor llegó a Betania, solo María conocía las aflicciones del corazón del Señor, y quiso darle su bálsamo a él. En el lenguaje de Pablo, esto significa participar de los sufrimientos de Cristo. Cada uno de nosotros ha sido llamado a participar de sus padecimientos.

Colosenses 1:24 dice: «Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia».

Estos no son sufrimientos para la redención de la iglesia, sino sufrimientos por su edificación. Los primeros ya están completos; pero los padecimientos para la edificación de la iglesia no lo están, porque su novia aún no está preparada; aún no han llegado las bodas del Cordero.

Entonces, el Señor nos llama a participar de sus sufrimientos, para que su iglesia sea edificada. Somos llamados a sufrir los unos por los otros. Pablo amaba a los corintios, aunque ellos lo rechazaban. «Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos» (2a Cor. 12:15).

El apóstol, padre espiritual de los corintios, conocía el camino de la cruz. Para que ellos fueran edificados, Pablo sabía que él mismo seguiría siendo tratado por Dios. Esta es la sentencia de muerte.

Olor de muerte para muerte

En su segunda carta a los Corintios, Pablo dice que la fragancia de Cristo tiene dos resultados. Si la visión celestial es real en nosotros, habrá «olor de muerte para muerte, y olor de vida para vida» (v. 14-16).

¿Qué es el olor de muerte para muerte? En primer lugar, con relación a los inconversos, tomemos el ejemplo de Faraón. Se dice en el libro de Éxodo que «Faraón endureció su corazón», la primera vez que Moisés habló con él, y luego la segunda y tercera. Él estaba respondiendo bajo su responsabilidad.

Al principio, Dios no endureció aquel corazón. Dios no es arbitrario. El hombre siempre debe responder a Dios. El Señor habló tres veces, y Faraón endureció su corazón. Solo entonces el Señor endureció el corazón de Faraón. Moisés, como representante de Dios, fue olor de muerte para Faraón.

Usemos una ilustración. Hace muchos años, las barberías eran lugares terribles. La gente allí charlaba el día entero. En cierta barbería entró un hombre de Dios. Entonces se produjo un silencio completo. Después que él salió, el ambiente volvió a ser el mismo. Su presencia allí fue olor de muerte para muerte. Ellos se sentían acusados, porque allí estaba aquel siervo de Dios, y ellos resistían al Señor.

Esto tiene que ser real siempre en nuestras vidas. Por un lado, debemos representar reprobación para el mundo. Pero si el mundo está casado con la iglesia, nuestra presencia no hará la menor diferencia.

Aun hay olor de muerte para muerte entre creyentes, cuando resistimos la palabra de Dios. En la generación del desierto, Moisés estaba allí, y la palabra de Dios estaba con ellos. Pero Hebreos 4:2 dice: que ellos oyeron, «pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron». Y el resultado fue cuarenta años en el desierto, donde todos ellos murieron.

Hebreos 4 usa esta exhortación para nosotros, no para el mundo. ¿Cuál es el principio involucrado allí? Cuando la verdad de Dios no es bien recibida, entonces hay pérdida progresiva de la capacidad espiritual de responder al Señor.

Aroma de vida para vida

Ahora, ¿qué es el aroma de vida para vida? Si hay una brecha para que la palabra de Dios penetre, ella, en sí misma, hará la obra. Por eso se dice que ella actúa en nosotros, pues es viva y eficaz.

Hace un tiempo, vimos una escena curiosa: una enorme roca de unos siete metros de diámetro, partida al medio, a causa de una semilla que halló una brecha y se arraigó allí. A medida que fue creciendo, aquella pequeña semilla se convirtió en un árbol que fue rompiendo la roca.

¿Qué pide de nosotros el Espíritu Santo? Que haya una brecha en nuestros corazones, para que penetre allí la palabra de Dios, como el martillo que quebranta la piedra. Cuando simplemente extendemos la mano hacia el Señor, y de alguna manera su palabra nos toca, es aroma de vida para vida. Si acogemos la palabra del Señor, el resultado será la fragancia de Cristo. Eso es lo que Pablo enseña.

Que el Señor nos conceda este principio en nuestros corazones. Nunca podremos fructificar si esta sentencia de muerte no es una realidad para nosotros. Necesitamos esos surcos en nuestras espaldas, para que podamos ver surcos en los rostros de otros. Que el Señor continúe hablándonos. Amén.

Síntesis de un mensaje oral impartido en Rucacura (Chile), en enero de 2016.