Los aguiluchos están seguros y cómodos en su nido hasta que el águila madre perturba su paz.

El águila no sólo es notable por su vuelo fácil, sino también por su cuidado con sus pequeños. Con esmero, prepara su nido con follaje y ramas, revistiéndolo de plumas, de tal forma de volverlo consistente para las águilas jóvenes que allí serán alojadas y alimentadas. Pero, después de un momento, ella se comporta de una manera extraña y, para los aguiluchos, inexplicable. Ella rompe el fondo de su nido y permite que los espinos claven a los jóvenes pájaros hasta que ellos sean forzados a salir todos juntos del nido. A eso Moisés se refiere cuando dice: “Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas. Jehová solo le guió, y con él no hubo dios extraño” (Deut. 32:11-12).

1

Dios, como el águila, perturba nuestro nido. Eso es infinitamente verdadero; nunca más verdadero que hoy. Nuestro fácil lugar de descanso, al cual nos acostumbramos, recibe un aguijón de espino en él, y nuestra comodidad es arruinada. Nuestras circunstancias, que se habían vuelto como una segunda naturaleza, los caminos armoniosos y perezosos que nos circundaban, son violentamente invadidos.

Nuestras amistades fallan, los que más queremos nos hieren o nos dejan, o nos engañan. Lo que pensamos ser nuestro credo de fe se vuelve, tal vez, sin sentido. Y finalmente, cuando pensamos que hemos aprendido cómo vivir, un cambio mayor que cualquier variedad de circunstancia y amistades o credos viene sobre nosotros, y el llamado viene: “Levantaos y andad, porque no es éste el lugar de vuestro reposo” (Miq. 2:10).

Es Dios, y ningún otro, quien perturba así el nido. Él, que hizo el nido, no desea que pensemos que estábamos equivocados en amarlo: ayer él era el lugar para nosotros, pero hoy hay un nuevo plan. Esto no implica ninguna mudanza en él, pues él nunca pretendió que quedásemos para siempre allí. Él destruyó el nido, aunque él sabía que lo amábamos, y tal vez porque sabía que lo amábamos, pues él nos ama bastante para arruinar nuestro mezquino contentamiento. Él no está con celos de nuestra alegría, con todo, él no retira su mano. No pensemos, por tanto, en segundas causas. Es él quien lo hace. No vamos a culpar al espino que nos hiere, y si hay dos águilas jóvenes en el nido, sería muy tonto que ellas se culpasen la una a la otra. Es el águila que lo hizo, el águila que hizo el nido, y lo abrigó, que ahora lo hace pedazos. Como José dice a sus hermanos que lo mandaron para Egipto: “Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios” (Gén. 45:8). Si hay algún error, es Dios quien lo ha hecho, mas por causa de que Dios no puede errar, “todo lo que parece más errado es correcto, si ésta es su dulce voluntad”.

La destrucción del nido ciertamente nos parecerá extraña. Recordemos la diferencia entre el águila y las águilas jóvenes – las águilas jóvenes, que desde que quebraron la cáscara del huevo no conocieron nada, excepto el nido, y el águila que voló alto, al cielo, y anduvo errante sobre el mundo. Esta diferencia es pequeña comparada con Dios y yo. Por tanto, aunque la destrucción del nido pueda parecer travesura, y casi seguro suceda a la hora que no espero; aunque la cosa suceda sin que yo al menos la conozca de antemano, déjeme guardar mi corazón y acordarme de mi ignorancia y no quedar olvidado del cuidado de Dios, para no hablar livianamente con mis labios, y perder el significado de la ruina de mis esperanzas.

2

Nuestro Señor daña el nido por causa del propósito que lo llevó a construirlo. Estamos inclinados a pensar que el propio nido era este propósito, siendo que él es sólo una etapa en el progreso del alma. Pensamos que podemos vivir y morir en estas circunstancias alegres, que podemos caminar con nuestro Jonatán para siempre, mas Dios no lo permitirá; Él tiene algo mejor para nosotros. La prueba de eso es que el presente es tan bueno. Si trazamos nuestra alegría presente hasta su mano, no debemos temer nada que él haga en el futuro. Él no va a arruinar nuestro nido dejándonos sin él, si el nido es lo mejor para nosotros. Él no nos arrojará de nuestro presente bienestar y no permitirá que seamos lanzados sobre las piedras de abajo. Él no es caprichoso. Él tenía algo en vista todo el tiempo, y, excepto por nuestra visión corta, nosotros deberíamos saberlo. Su crueldad aparente es amor. La remoción de nuestra condición es amor tanto cuanto el incansable servicio que la precede. Por tanto, vamos a estar siempre despreocupados con las cosas del tiempo.

Su propósito es que seamos como él mismo. El aguilucho es de la misma naturaleza que el águila, y cada alma nacida de Dios participa de la naturaleza divina. Es para perfeccionar los deseos ya despertados dentro de nosotros que el nido es perturbado. El aguilucho dice: “Enséñame a volar”. Y los santos frecuentemente se sientan perezosos, deseando ser como su Señor. Ninguno de ellos puede dejar de reconocer que, cuando su nido es puesto al revés, su oración es respondida.  Para ganar, necesitamos perder. El propio Dios no puede traernos para donde él desea que estemos y permitir al mismo tiempo que quedemos donde estamos. Nuestra flaqueza nunca se aventuraría en el vacío, a menos que seamos compelidos. ¿Quién volaría alto, excepto por sus tristezas?

3

Por tanto, hay algunas reflexiones reconfortantes. Si el nido se va, el Constructor del nido está a la mano. ¡Bendito es el espino que me guía hacia su seno! “Por cuanto no cambian, ellos no temen a Dios” (Sal. 55:19 b), dice uno que conoció la bendición de ser perturbado.

El águila atrae el aguilucho y se asegura de su seguridad. Ella vuela sobre sus pequeños, no porque esté con miedo, sino para mostrar a los aguiluchos lo que ellos tienen que hacer. El águila no se agita en su propio vuelo, sino que es para animar a los aguiluchos que ella simpatiza con sus flaquezas. Si los aguiluchos todavía tiemblan, el pájaro-madre extiende sus alas, pone en un extremo a uno de los pequeños, llevándolo fuera del nido y entonces ella se hace a un lado, dejando al aguilucho en el aire, batiendo las alas – y, ¡oh, milagro!, volando. Todo el tiempo el águila permanece más abajo, pronta para socorrerlo, en caso que él falle o caiga. Esta es la experiencia de cada hijo de la fe. “Yo os tomé sobre alas de águila, y os he traído a mí” (Éx. 19:4).

Cuando aprendemos a volar alto, cantamos alabanzas a él. Nos reímos de nuestros temores anteriores. Tengo la seguridad de que al aguilucho le gustaría cantar si pudiera. Yo casi puedo imaginar que el águila y el aguilucho ríen cuando vuelven de su primer vuelo. Ciertamente el santo tiene su boca llena de risa y su lengua llena de alabanzas cuando descubre que la destrucción de sus antiguos sueños trae un gozo que nunca imaginó.

Por lo tanto, no cuestione la sabiduría o el amor de Dios, que es nuestro supremo bien. Mire más allá de las hojas o de las ramas del nido debajo de usted. Levante sus ojos. Use sus alas. Usted las tiene consigo para volar alto. Él lo llama a usted. Levántese. Usted es débil, mas él es fuerte; él está cerca. Aunque sus alas puedan fallar, las alas de él están allí, para guardarlo seguro. Él vuela sobre usted, con su corazón deseando por su perfección y deseando su compañía en las alturas y en los cielos. ¡Levántese, por tanto, y vamos adelante!

W.Y. Fullerton
Tomado de “God’s High Way” (“À Maturidade”).