Un grupo de personas espirituales fue levantado por el Señor en el siglo XVII. El más espiritual entre ellos fue Miguel de Molinos.

Precursor de la vida interior

Para entender a los hombres de la historia, hay que entender los tiempos en que ellos vivieron. Miguel de Molinos vivió en el siglo XVII, y como hombre de su tiempo, vivió los conflictos espirituales que abrasaron su época.

Ya apagados los ecos más entusiastas de la Reforma Protestante, en que se reivindica una verdad de las Escrituras que por mucho tiempo había estado en penumbras –la justificación por la sola fe, sin las obras–, las almas más delicadas todavía echaban de menos una vivencia espiritual más íntima.

Aunque el luteranismo se basaba nominalmente en las Escrituras, en la práctica era dogmático, rígido, y exigía conformidad intelectual. Se daba énfasis a la recta doctrina y a los sacramentos como elementos suficientes de la vida cristiana. La relación vital entre el creyente y Dios, que Lutero había enseñado, había sido sustituida en gran parte por una fe que consistía simplemente en la aceptación de un conjunto dogmático. La vida cristiana seguía siendo una cosa seca, lejana, extraña al corazón. Sin duda, existieron algunas evidencias de piedad más profunda, pero la tendencia general era la de una religiosidad externa y dogmática.

La reacción frente a esto surgió, en gran parte, en el seno de la iglesia católica. Entonces aparecen nombres de personajes y de movimientos en España, Francia e Italia, fundamentalmente, que traen un despertar. El siglo XVII está plagado de movimientos soterrados, reuniones a escondidas por las casas, sacerdotes que buscan más luz, monjas que enseñan cómo vivir la práctica de la presencia de Dios. Todo esto, al interior y en el seno de una Iglesia Católica muy severa y celadora de la fe, con muchos bandos que pugnan entre sí, y que pretende inútilmente resguardar los límites de su ortodoxia

Así surgen nombres como Madame Guyon, el obispo Fénelon, y Miguel de Molinos, considerado el mentor del movimiento llamado ‘quietismo’ 1 que tuvo muchos seguidores en Europa, tal vez más entre los evangélicos y protestantes que entre los mismos católicos. La suerte de Molinos fue diversa. Primero disfruta del reconocimiento apoteósico entre sus propios hermanos, pero luego se le cierran las puertas allí y aun se le condena, mientras se le abren en otros sitios.

La figura de Miguel de Molinos es, pues, representativa de su época, y su influjo traspasó muchas fronteras. Watchman Nee resumió así este polémico siglo: «Un grupo de personas espirituales fue levantada por el Señor en el siglo XVII dentro de la Iglesia Católica. El más espiritual entre ellos fue Miguel de Molinos».

Primeras experiencias

Miguel de Molinos nació en Muniesa, España, el 29 de junio de 1628. De familia rica y noble, completó sus estudios en la ciudad de Valencia. A partir del año 1649 desarrolla su carrera religiosa dentro de la Iglesia Católica como subdiácono, diácono y presbítero, sin aceptar nunca renta alguna de la Iglesia. En el año 1665 le corresponde asumir dos tareas que implican para él un reconocimiento: viaja a Roma para postular la causa de beatificación de Jerónimo Simón de Rojos, y para sustituir al Arzobispo de Valencia en la visita Ad Limina.2

Al parecer, Miguel de Molinos no volvió más a España, sino que se quedó en Italia. Los años siguientes, que van desde 1663 hasta 1675, en que publica su obra más famosa, son años más bien sombríos, ya que no hay noticias de su vida. Hay un solo dato que puede mencionarse: en 1671 ingresa a la congregación llamada «Escuela de Cristo», en San Lorenzo in Lucina, de la cual llegó a ser el superior. 3 Según se piensa, esta congregación fue el primer foco del ‘quietismo’.

Muy pronto su fama como representante de un cierto modo –nuevo y novedoso– de enfocar la experiencia espiritual, le abrió las puertas de las principales casas de Roma. Llegó a ser considerado un consejero espiritual muy maduro, y de trato muy afable. Era (según le describen) «hombre de mediana estatura, bien formado de cuerpo, de buena presencia, de color vivo, barba negra y aspecto serio».

A juzgar por las obras que llegó a escribir, Miguel de Molinos debió de ser un aprovechado lector de los grandes escritores y místicos del pasado, como, entre otros, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Johannes Tauler, Jan Van Ruysbroeck, San Buenaventura y Dionisio el Areopagita. Algún detractor hace descender su enseñanza de «los bigardos, los fratri-cellos y los místicos alemanes del siglo XIV».

Éxitos momentáneos

El hecho que marca el inicio del período más azaroso en la vida de Miguel de Molinos es la publicación de su obra «Guía Espiritual». A causa de esta publicación habría de pasar los últimos 11 años de su vida encarcelado. El título completo de esta obra es bastante largo, como solía usarse en la época: «Guía Espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior». En estricto rigor, este libro no fue publicado por Molinos, sino por Juan de Santa María, uno de sus fieles colaboradores. Apareció primeramente en español, luego en italiano, precedido de una carta de un amigo, con un sinfín de aprobaciones por parte de teólogos, clérigos e incluso clasificadores del Tribunal de la Inquisición.

La Guía tuvo una calurosa acogida en toda Europa. En los seis años siguientes a su primera edición se publicaron 20 ediciones en diversas lenguas. En Italia se reeditó muy pronto, en Roma, Venecia y Palermo. Más tarde fue traducida al latín, y en 1874, al ruso.

Desde el punto de vista estilístico, aun sus más encarnizados críticos reconocen que ella es un «modelo de tersura y pureza de lengua». Como escritor es considerado «de primer orden, sobrio, concentrado, cualidades que brillan aun a través de las versiones». 4

Cinco años más tarde, en 1680, sale a la luz otra obra de Molinos, titulada Defensa de la Contemplación, donde existen frecuentes referencias a San Juan de la Cruz. También publicó un pequeño Tratado de la comunión cotidiana, muy recomendado entre los cristianos de la época.

Cuando recién apareció la Guía Espiritual, como se ha dicho, fue unánimemente aceptada y divulgada. Los más connotados obispos italianos la recomendaban. Entre los devotos de Roma y de Nápoles, Molinos llegó a ser considerado como un oráculo. Continuamente recibía cartas de adhesión a sus principios. Uno de los cardenales, Pietro Mateo Petruzzi, Obispo de Jesi, fue apodado el ‘Timoteo’ de Molinos. Otros importantes prelados se sentían honrados con su amistad. Muchos eclesiásticos vinieron a Roma a aprender de él su «método», y casi todas las monjas se dieron a la oración ‘de quietud’, tal como Molinos enseña en su Guía. Petruzzi publicó muchos tratados y cartas en apoyo a Molinos. La reina Cristina de Suecia, que residía en Roma, le testimonió gran simpatía. Incluso, si se ha de dar crédito a algunas referencias de la época, el mismo Papa sentía una gran admiración por Molinos, por lo que dispuso para él habitaciones en el Vaticano y pensó hacerlo cardenal.

Los protestantes, por su parte, recibieron casi con alborozo esta publicación. Gilberto Burneo comparó la obra de Molinos con la de Descartes, considerando al uno como restaurador de la filosofía, y al otro como purificador del cristianismo. Para él, el misticismo de la Guía era el mejor aliado de la Reforma, porque condenaba las mortificaciones voluntarias y las tradiciones humanas, las obras exteriores «et tout ce fatras de cérémonies». 5 La doctrina de la justificación por la sola fe, sin buenas obras, encajaba muy bien con la enseñanza de Molinos, como asimismo el énfasis que éste hacía en la comunión personal del creyente con Dios, sin la necesidad de una jerarquía eclesiástica mediadora.

Vientos de persecución

Sin embargo, finalmente los celadores de la doctrina católica, comenzaron a alarmarse de la popularidad de Molinos, y se conjuraron contra él y los quietistas. Alguien propuso que eran peligrosos porque se asemejaban a los budistas de la China. Otro afirmó que no era conveniente poner los ejercicios espirituales aconsejados por Molinos al alcance de todos. Varios acusaban a Molinos de descuidar toda la parte dogmática de la religión oficial.

La Inquisición romana tomó cartas en el asunto y mandó examinar los libros de Molinos, Petruzzi y otros. Pero ellos se defendieron bien, y su defensa alcanzó mucho eco, tanto, que con ello creció su fama. Por un tiempo pareció que el ataque sólo había servido para darles más notoriedad.

Entonces se intentó con otros argumentos. Se le atribuyó a Molinos ascendencia de moros o judíos, y se le acusó de que, influido por aquellas religiones, estaba tratando de sembrar la semilla del error. Comenzó a susurrarse que los quietistas formaban una secta pitagórica, con iniciaciones esotéricas, y que enseñaban errores de moral peligrosísimos. Según se propalaba, se les veía evitando cuidadosamente muchas devociones consagradas por la tradición y limitándose a lo interno del culto. Pero nada de esto surtía efecto contra él.

Entonces se armó una celada política desde Francia. El confesor de Luis XIV, persuadió al rey de que era preciso acabar con los quietistas, pues se decía que eran en Roma un elemento político en pro de los intereses de la casa de Austria y contra Francia. El Arzobispo de París aprobó este parecer, y el rey ordenó a su embajador en Roma, un cierto cardenal, que se les persiguiese. Este cardenal pasaba por amigo de Molinos, pero se decidió a obedecer a su rey, así que le denunció, presentando varias cartas suyas y refiriendo conversaciones que con él había tenido «mientras fue su amigo, aunque fingido y con el único propósito de descubrir sus marañas», según él mismo dijo.

Finalmente, el Papa de la época, por petición directa de Luis XIV, le hizo detener. En mayo de 1685, a los diez años de haberse publicado la Guía Espiritual, Miguel de Molinos fue apresado por esbirros del Tribunal de la Inquisición. La noticia conmocionó a la sociedad italiana, y en gran medida a la europea, especialmente en el seno del ‘pietismo’ alemán, donde Molinos era grandemente apreciado. Junto con él fueron apresados algunos nobles y otros seguidores, en total, unos setenta. Más tarde ese número subió a doscientos. Así fue cómo, después de haber gozado Molinos de la mayor reputación, ahora era considerado el peor de los herejes.

Los inquisidores visitaron varios conventos, y muchas religiosas confesaron haber dejado las prácticas devocionales habituales para dedicarse sólo a la vida interior, lo cual confirmaba las acusaciones. Se ordenó que todos los libros de Molinos y Petruzzi les fueran quitados, y que se les obligara volver a las antiguas formas de devoción.

Después de haber pasado un tiempo considerable en la cárcel, Molinos fue hecho comparecer ante al Tribunal. El juicio se realizó en la famosa capilla Santa María Sopra Minerva, el 2 de septiembre de 1687. Con una cadena alrededor de su cuerpo, y un cirio en la mano, fue sometido al escrutinio de sus acusadores.

Catorce testigos fueron alineados contra Molinos para acusarle de haber contribuido al ‘aniquilamiento interior’, de haber alentado pecados carnales, de haber enseñado el desprecio por las santas imágenes, crucifijos y ceremonias exteriores; de haber disuadido a quienes querían entrar en la ‘religión’, y de haber preparado a sus discípulos para dar respuestas mañosas a sus acusadores.

Molinos se defendió de todo ello con gran firmeza y resolución, pero a pesar de que sus argumentos deshacían totalmente las acusaciones, fue hallado culpable de herejía. La sentencia le declaraba ‘hereje dogmático’ y le condenaba a la cárcel perpetua, a llevar siempre el hábito de la penitencia, a rezar todos los días el Credo y una parte del Rosario, con meditaciones sobre los misterios, y a confesar y comulgar cuatro veces al año con el confesor que el Santo Oficio le señalase. Molinos escuchó la sentencia, inmutable, sin señal alguna de temor ni confusión. Fue recluido en el convento de los dominicos de San Pedro en Montorio, Roma.

Al entrar en su celda, se despidió serenamente del sacerdote que le conducía, diciéndole: «Adiós, Padre. Ya nos volveremos a ver en el día del Juicio, y entonces se verá de qué lado está la verdad, si del mío, o del vuestro». Durante su encierro fue varias veces torturado.

Su libro Guía Espiritual fue prohibido, junto a los de otros autores ‘quietistas’. Más tarde fueron procesados y sentenciados también el cardenal Petruzzi, y otros nobles. Se hizo una verdadera ‘limpieza’ por toda Italia, y se halló que muchas congregaciones –algunas de hasta seiscientas personas– se habían formado al alero de esta enseñanza, y otras, de la misma línea, que habían surgido antes de Molinos. En todas ellas se advertía un «descuido por el culto externo y por las ceremonias religiosas».

Poco después de la condena de Molinos, el Papa publicó la bula ‘Caelestis Pastor’, en la que se condenan 68 proposiciones, no sólo de Molinos sino también de otros quietistas. Molinos muere sin llegar a salir de su celda en Roma, el 28 de diciembre de 1696.

Valoración posterior

En los doscientos años siguientes a la primera edición de la Guía Espiritual, ésta se ha vuelto a editar muchas veces, sobre todo en ambientes no católicos. La mayor parte de las ediciones españolas durante los últimos años han buscado vindicar al perseguido y olvidado, especialmente después del Concilio Vaticano II. Desde entonces, ha habido un cambio de actitud de la ortodoxia de Roma hacia Molinos, y se le ha pretendido ‘reinterpretar’, minimizando sus supuestos errores.

Hacia fines del siglo XX, luego de intensos análisis, la crítica especializada llegó a la conclusión de que en días de Molinos los censores de la Guía nada hallaron censurable en ella, que su doctrina era aceptable y hasta recomendable. Sin embargo, a pesar de considerarla como ‘doctrina corriente’, la condenaron por contener ‘doctrinas peligrosas’, y por lo general, por estar en lengua vulgar para las personas ignorantes. Se reconoce que el elemento ‘política’ y ‘rivalidad entre órdenes religiosas’ fue también determinante en la suerte de Molinos.

Sin embargo, más allá de eso, podemos ver a la luz de la historia posterior, que la soberanía de Dios permitió ese fin para Molinos. Dios concedió a uno de sus siervos, al cual honró otorgándole tanta luz, que siguiese las pisadas de su Maestro. Los hombres le condenaron, pero la verdad de Dios ha salido incólume.

Hoy, extrañamente, la ciudad de Muniesa, que fue la cuna de Molinos, se honra de tenerlo como su hijo más ilustre.

Aporte de Molinos

El gran aporte de Molinos a la restauración del testimonio de Dios fue el de ver la necesidad de negarse a sí mismo y de morir juntamente con Cristo a los apetitos del alma. «Muramos sin cesar para nosotros mismos; conozcamos nuestra miseria», decía. Molinos sostenía que el alma debe negarse a sí misma y abandonarse completamente en Dios, para así encontrar la paz interior. «El deber del alma consiste en no hacer nada motu proprio, sino someterse a cuanto Dios quiera imponerle». Lo que surge del alma no sólo no colabora con Dios, sino que es un estorbo que debe ser quitado de en medio. La voluntad del hombre debe abandonarse completamente a la voluntad de Dios.

Molinos sostenía que la verdadera y perfecta aniquilación del yo se funda en dos principios: el desprecio de nosotros mismos y la alta estimación de Dios. Esta aniquilación ha de alcanzar a toda la sustancia del alma, pensando como si no pensase, sintiendo como si no sintiera, etc., hasta renacer de sus cenizas, transformada, espiritualizada.

Su enseñanza apuntaba al ejercicio de la contemplación de Dios en la ‘oración de quietud’, pero aclaraba que esto no significaba necesariamente apartarse del mundo. «Los trabajos ordinarios (estudiar, predicar, comer, beber, negociar, etc.) no apartan del camino de la contemplación, que virtualmente se sigue, dada la primera resolución de entregarse a la voluntad divina».

Molinos enseñaba que las obras exteriores no son necesarias para la santificación, y que las obras penitenciales como, por ejemplo, la mortificación voluntaria, debían arrojarse lejos como una carga pesada e inútil. «No es preciso entregarse a penitencias austeras e indiscretas, que pueden fomentar el amor propio e inspirar acritud hacia el prójimo». La ‘vía interior’ no tiene nada que ver, decía él, con confesiones, confesores, teología ni filosofía; la paz plena se alcanza deseando solamente lo que Dios desea.

El alma no debe afligirse ni dejar la oración, aunque se sienta oscura, seca, solitaria y llena de tentaciones y tinieblas. La oración tierna y amorosa es sólo para los principiantes que aún no pueden salir de la devoción sensible. Al contrario, la sequedad es indicio de que la parte sensible se va extinguiendo, lo cual es una buena señal. Este estado produce, entre otras cosas: perseverancia en la oración, disgusto por las cosas mundanas, consideración de los propios defectos, remordimiento ante las faltas más ligeras, deseos ardientes de hacer la voluntad de Dios, inclinación hacia la virtud, conocerse el alma a sí misma, etc.

Molinos fustigaba a los sabios escolásticos y a los predicadores retóricos que se predicaban a sí mismos. «La mezcla de un poco de ciencia –afirmaba– es obstáculo invencible para la eterna, profunda, pura, sencilla y verdadera sabiduría». Y agregaba: «Si los sabios mundanos quieren hacerse místicos tendrán que olvidarse totalmente de la ciencia que poseen, y que, si no lleva a Dios por guía, es el camino derecho del infierno».

Su enseñanza fue muchos años adelante del resto, y por lo tanto, fue incomprendida. Probablemente algunos conceptos vertidos por él no hayan tenido la claridad y el equilibrio para ser más ampliamente aceptados –por ejemplo, el desconocimiento de la separación entre alma y espíritu, el uso del término ‘aniquilación’ del alma, cuando probablemente quería decir con eso el ‘quebrantamiento’ del alma–, pero la primera semilla fue sembrada. La vida interior propuesta por él tuvo seguidores no sólo en su tiempo, sino especialmente en las futuras generaciones.

En la historia posterior se encuentran trazas de quietismo en los primeros pasos del metodismo y del cuaquerismo, entre otros.

Cada nueva verdad bíblica redescubierta ha traído sobre sus portaes-tandartes la incomprensión y persecución. Muchas de ellas debieron pagarse con cárcel, torturas y muerte. Pero la luz de Dios ha ido en aumento, y hoy podemos disfrutar libremente las riquezas de lo que aquellos fieles alcanzaron.

1 El nombre «quietismo» le fue dado por uno de sus detractores, el cardenal Caraccioli, arzobispo de Nápoles, en 1682).
2 Visita que de tiempo en tiempo hacen los prelados al Papa y los lugares considerados sagrados en Roma).
3 Hermandad fundada en 1653, en Madrid, que se multiplicó rápidamente por España y América).
4 Marcelino Meléndez y Pelayo, en Historia de los heterodoxos españoles.
5 «Y todo ese fárrago de ceremonias». Citado por Marcelino Menéndez y Pelayo, op. cit.