Bocadillos de la mesa del Rey

Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó, e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Y el siervo se llamaba Malco. Jesús entonces dijo a Pedro: Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?».

– Juan 18:10-11.

Cuando el Señor fue arrestado, Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió a Malco, un siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha.

Llevado por su celo muy humano, Pedro quiso defender al Señor con su espada. Tal vez pensó que la captura de su Maestro era un asunto de fuerza. Su Maestro estaba –a sus ojos, sin duda– muy debilitado; él necesitaba un hombre fuerte a su lado. Su acción es muy parecida a la de Uza, en tiempos del rey David, cuando quiso evitar que el arca cayese del carro conducido por los bueyes. ¿Ayudarle a Dios?

Para sorpresa de Pedro y de todos, el Señor restauró la oreja que había sido cortada. Su poder estaba intacto. Si no se defendía de sus capturadores, no era por un problema de fuerza.

¿Cuántas veces tuvo que refrenarse para evitar que el poder saliera de sí a raudales? Como comprimido dentro de su frágil vaso de carne, no lo quiso usar, por ejemplo, para mover la piedra que encerraba a su amigo Lázaro, muerto; no lo usó para procurarse comida junto al pozo de Jacob, no lo usó para trasladarse de un lugar a otro -como ocurrió con Felipe, el evangelista-; no para llamar a las legiones de ángeles que esperaban una sola palabra para entrar en acción. ¿Cómo es que la mano de los que le golpearon no se volvió leprosa como la del rey Uzías, siendo que ellas cometieron una profanación muchísimo mayor?

En cambio, cuánto alarde solemos hacer nosotros de nuestra pequeña autoridad, de nuestras mínimas facultades. Si está en nuestra mano, nos procuraremos de todo el bien y nos defenderemos de todo el mal posible, nos aprovisionaremos de todo lo que nuestra alma desea. Y si tenemos algún poder, lo usaremos a diestra y siniestra, esforzándonos por hacerlo muy notorio. El Señor escondió su gloria. En cambio, nosotros estamos prestos a exhibirla.

La oreja de Malco nos dice que el poder sólo sirve para la gloria de Dios, no para nuestra defensa, ni para nuestra gloria.