Cómo Dios asegura la salvación a todo pecador que cree en Cristo.

¿En qué clase viajas tú?

Esta pregunta se oye a menudo en las estaciones de ferrocarril. Quiero hacerte la misma pregunta porque, en verdad, tú también estás viajando de este mundo a la eternidad, y en cualquier momento puedes llegar al final. En esta vida, ¿en qué clase vas viajando? Hay solo tres clases, y te explicaré cuáles son, para que te pruebes a conciencia, como si estuvieras en la presencia de «aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Heb. 4:13).

Podríamos decir que en primera clase viajan aquellos que son salvos y saben que lo son; en segunda clase, aquellos que no tienen la seguridad de su salvación, pero que desean tenerla y, en tercera clase, aquellos que no son salvos y que además son completamente indiferentes a tal cuestión. Entonces, ¿en cuál de ellas viajas tú?

Hace poco viajaba en tren y vi a un hombre que venía a toda prisa, y que escasamente tuvo tiempo de sentarse en un vagón cuando ya el tren se ponía en marcha. Uno de los pasajeros le dijo: «¡Cómo tuvo que haber corrido usted para alcanzar este tren!». «Es verdad», fue la respuesta, «pero he ahorrado cuatro horas, y así, pues, valía la pena correr».

¡Cuatro horas ahorradas! Al oír estas palabras, no pude menos que pensar: «Si ganar cuatro horas se considera tan importante, ¡cuánto más debería serlo cuando se trata de ganar la eternidad!». Existen millones de hombres previsores en cuanto a sus intereses en este mundo; sin embargo, en relación a los intereses eternos, están ciegos.

A pesar del infinito amor de Dios por los pecadores, manifestado en el Calvario; a pesar de la evidente brevedad de la vida del hombre y de la terrible probabilidad de hallarse después de la muerte con un tormento insoportable en el infierno y al otro lado de aquella sima que separa a los salvados de los perdidos, a pesar de todo esto, el hombre corre indiferente a su triste fin, como si no existiera Dios, ni muerte, ni juicio, ni cielo, ni infierno. Si este es tu caso, ruego a Dios que tenga misericordia de ti, y que en esta misma hora te abra los ojos para que reconozcas tu peligrosa situación, al permanecer en el borde de una desdicha sin fin.

Ya sea que lo creas o no, tu situación es sumamente crítica. No dejes para otro día el asunto de la eternidad. Aplazar esto es un arma de Satanás para engañarte y perder tu alma. Así actúa él, que es un engañador y un homicida. Cuán real es el refrán que dice: «El camino de más tarde conduce a la ciudad de nunca». Te ruego, querido lector, que no sigas tu viaje por ese camino, pues está escrito: «He aquí ahora el día de salvación» (2ª Cor. 6:2).

La incertidumbre

Es probable que alguien diga: «Yo no soy indiferente al bienestar de mi alma; pero la incertidumbre me produce una viva angustia. Siguiendo el ejemplo, podría decir que estoy entre los pasajeros de segunda clase». Pues bien, tanto la indiferencia como la incertidumbre son hijas de una misma madre: la incredulidad. La indiferencia viene de la incredulidad en cuanto al pecado y a la ruina en que se halla el hombre después de su caída; la incertidumbre viene de la incredulidad tocante al infalible remedio que Dios ofrece.

Estas palabras van dirigidas especialmente a aquellos que, como tú, desean tener la completa e inequívoca seguridad de su salvación. Comprendo tu ansiedad y estoy seguro que, cuanto más interesado estés por este tema de vital importancia, mayor será tu anhelo, hasta que tengas la seguridad de que, en realidad, eres salvo para siempre. «Porque, ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mateo 16:6).

Supongamos que el hijo único de un padre amoroso está navegando, cuando llegan noticias de que el buque ha naufragado en una costa lejana. ¿Quién podría describir la angustia que la incertidumbre produce en el corazón de aquel padre, hasta que por medio de una autoridad digna de confianza pueda asegurarse de que su hijo está sano y salvo?

O supongamos que tú estás muy lejos de tu casa, en una noche oscura y borrascosa, y no conoces el camino. Llegas a un punto donde la senda se divide en dos y entonces le preguntas a un transeúnte cuál es el camino que conduce al pueblo al cual te diriges, y él contesta: «Me parece que es ése, y espero que por allí usted llegue a ese pueblo». ¿Estarías satisfecho con una respuesta tan vaga? Seguro que no; necesitas estar seguro de que aquél, y no el otro, es el camino que buscas; de lo contrario, tus dudas aumentarán a cada paso.

No debe sorprendernos, pues, que haya hombres que no pueden comer ni dormir tranquilos en tanto esté sin resolver el problema de la salvación de sus almas.

Ahora bien, con la ayuda del Espíritu Santo, queremos explicar claramente el camino de la salvación y el conocimiento de la salvación. Aunque íntimamente relacionadas entre sí, cada una de estas cosas tiene una base propia, de modo que puede darse el caso de que una persona conozca el camino de la salvación sin tener la seguridad absoluta de ser salva.

El camino de la salvación

En Éxodo 13:13 vemos un ejemplo o una figura de la salvación en las siguientes palabras salidas de la boca de Dios: «Mas todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos».

Ahora imaginemos una escena que pudo haber ocurrido hace tres mil años atrás. Vemos a dos hombres hablar animadamente; uno es sacerdote de Dios, el otro es un israelita muy pobre. Al acercarnos a oír, comprendemos que están absortos en una seria conversación sobre un pollino que está junto a ellos.

«He venido a preguntar si se podría hacer una excepción compasiva a mi favor, solo por esta vez. Este animal es el primogénito de una asna que tengo, y aunque sé lo que la ley pide en tales casos, confío que se le perdone la vida. Soy muy pobre y me perjudicaría perder este pollino», dice el israelita.

El sacerdote le contesta con firmeza: «La ley de Dios es clara y no admite dudas: Todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. Trae, pues, el cordero». «Pero, señor, ¡no tengo ni un cordero!». «Entonces, compra uno y vuelve; de lo contrario, el asno tendrá que morir. Uno de los dos debe morir, si no el cordero, entonces el asno». «¡Ay de mí! Todas mis esperanzas se desvanecen, porque soy demasiado pobre para comprar un cordero», contesta el israelita.

Pero, en el curso de este diálogo, una tercera persona se une a ellos y, después de escuchar el relato del hombre pobre, le dice bondadosamente: «No te desalientes; yo puedo suplir tu necesidad. Tengo un cordero criado en nuestro hogar, no tiene mancha ni defecto alguno; nunca se ha descarriado y en casa todos lo queremos mucho; voy por él».

Al poco tiempo regresa trayendo al cordero y lo ponen junto al borrico. Después, el cordero es atado al altar, su sangre es derramada y el fuego consume el sacrificio. El sacerdote se vuelve al israelita pobre y le dice: «Llévate al asno y vé tranquilo porque el cordero ha muerto en su lugar. Por lo tanto, aquél tiene derecho a ser libre, gracias a tu amigo».

¿Puedes ver aquí la imagen que Dios mismo nos da acerca de la salvación del pecador? Por tus pecados, su justicia exige la muerte, es decir, el justo castigo tuyo. La única alternativa es la muerte de un sustituto aprobado por Dios. El hombre jamás hubiese hallado lo que necesitaba para salir de su desesperada situación; pero Dios lo encontró en la persona de su Hijo. Él mismo proveyó el Cordero. Juan el Bautista les dijo a sus discípulos, mientras fijaba su mirada en Jesús: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29).

Y en efecto, Jesús subió al Calvario, llevado como cordero al matadero (Isaías 53:7), y allí «padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1ª Ped. 3:18). «El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25). De modo que Dios no quita ni una tilde de sus justas y santas demandas en contra del pecado cuando justifica, es decir, cuando absuelve de toda culpa al pecador impío que cree en Jesús (Rom. 3:26). ¡Bendito sea Dios por tal Salvador y su salvación!

¿Crees tú en el Hijo de Dios?

«¿Crees tú en el Hijo de Dios?» (Juan 9:35). Si puedes contestar: «Sí, como pecador digno de ser castigado he encontrado en Cristo a Uno en quien puedo confiar con toda seguridad. Verdaderamente creo en él», entonces puedo asegurarte que todo el valor del sacrificio de Cristo en la cruz te sirve delante de Dios como si tú mismo hubieras sufrido la condenación merecida.

Ah, ¡qué salvación tan maravillosa! Es digna de Dios mismo. Con ella satisface los deseos del amor de su corazón, da gloria a su amado Hijo y asegura la salvación a todo pecador que crea en él. ¡Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien así ordenó que su propio Hijo llevase a cabo esta gran obra y recibiera por ella toda la alabanza, y para que tú y yo, pobres criaturas culpables, no solo alcanzásemos toda bendición por creer en él, sino que además gozáramos eternamente de la bienaventurada compañía de Aquel que nos ha bendecido! «Engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su nombre» (Sal. 34:3).

Permíteme que te pregunte una vez más: ¿En qué clase vas viajando? Te ruego que te vuelvas a Dios en tu corazón, y le respondas a él mismo.

George Cutting