La primera aparición del Mesías inicia el tiempo del fin, pero la segunda aparición lo culminará.

Los postreros días

La profecía del Antiguo Testamento anunciaba la venida del Mesías en un tiempo muy específico que es denominado en Las Escrituras de diversas maneras, tales como: «Aquel día», «el tiempo del fin», «en lo postrero del tiempo», «el fin», etc. Cada uno de estos nombres quiere significar que la venida del Mesías marcaría el fin de los tiempos. Dicha venida sería la intervención escatológica de Dios en la historia. Intervención última y definitiva de Dios para, como dijera la profecía de Daniel, «terminar la prevaricación, y poner fin al pecado, y expiar la iniquidad, para traer la justicia perdurable, y sellar la visión y la profecía, y ungir al Santo de los santos» (Dn. 9:24).

Ahora bien, es claro al mirar Las Escrituras que este tiempo llegó con lo que nosotros llamamos la primera venida de Cristo. En efecto, como una de las prerrogativas del Mesías que vendría sería la de bautizar con el Espíritu Santo, cuando llegó el día de Pentecostés y el Espíritu Santo fue enviado por Cristo, entonces Pedro se puso de pie y explicó a los oyentes que en ese momento se cumplía lo dicho por el profeta Joel: «Que en los postreros días Dios derramaría de su Espíritu…» (Hech. 2:16).

También en referencia al pecado, Hebreos 9:26 dice: «De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre…». Nótese que habían transcurrido muchos siglos, pero Jesús se presentó en la finalización de los siglos.

Con respecto al anticristo dice también 1ª Juan 2:18: «Hijitos ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo».

En sentido estricto, los anticristos solo podían surgir a partir de la aparición del Cristo. Sin ella no tiene sentido hablar de alguien que está «contra Cristo». Pero una vez producida su venida, ella motivó entre otras cosas que muchos se levantaran contra él, constituyéndose así en anticristos y en señal inequívoca de que la humanidad entró en su hora final.

Por esto también Judas al hablar de los apóstatas –que ya estaban presentes en sus días– dice de ellos que su aparición en el mundo cumple las palabras de los apóstoles de Jesucristo, cuando decían que en el postrer tiempo habría burladores que andarían según sus malvados deseos (Judas 18).

En cuanto a la revelación de Dios, Hebreos 1:1 declara que habiendo Dios hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo…». ¿Por qué aquellos días eran postreros? Porque el Hijo vendría según la profecía en el tiempo del fin.

Por su parte Pablo también agrega que las cosas que les acontecieron al pueblo de Israel, les sucedieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos (1ª Cor. 10:11). En el texto griego la palabra «fines» no está en plural, sino en singular: «para quienes el fin de los siglos ha llegado» (Interlineal). Así que, si hace alrededor de 2.000 años atrás los hermanos ya reconocían estar en los fines de los siglos, ¿cuánto más nosotros?

Por último, en cuanto a la muerte de Cristo dice Pedro que él ya estaba destinado desde antes de la fundación del mundo, pero fue «manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros…» (1ª Ped. 1:20).

Su aspecto absoluto

El testimonio del Nuevo Testamento es claro, entonces, al afirmar que los postreros días o el tiempo del fin comenzó con la primera venida de Cristo. Si bien es cierto que la primera venida de Cristo inaugura un tiempo cronológico que ya alcanza cerca de los dos mil años, lo más importante, sin embargo, es que es un tiempo nuevo. De partida, según Pablo en su carta a los gálatas, Dios envió a su Hijo «cuando vino la plenitud (gr. pleroma) del tiempo (gr. crónos)» (Gál. 4:4 Interlineal).

La primera venida de Cristo no inaugura un tiempo cronológico más, porque Dios lo envió en la culminación del tiempo. Pero la llegada del Mesías no inaugura solo la plenitud del tiempo cronológico, es también un tiempo cualitativamente distinto. Es también un tiempo kairós. Pero tampoco es un tiempo kairós más. El apóstol Pablo, en su carta a los efesios, declara que Dios se propuso en sí mismo de reunir todas las cosas en Cristo en «la dispensación de la plenitud (gr. pleroma) de los tiempos (gr. kairós) (Ef. 1:10). Jesucristo vino en la plenitud del tiempo crónos y en la plenitud de los tiempos kairós.

Así, la era mesiánica marca un tiempo final; marca el tiempo definitivo. ¿Por qué? Porque lo escatológico propiamente tal, esto es, lo último y definitivo, llegó con la primera venida de Cristo. Por ello, Jesús, cuando comenzaba su ministerio terrenal, dijo: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado» (Mr. 1:14). Esta última declaración marca toda una novedad; nunca antes persona alguna había anunciado tan magna noticia. A partir de la primera venida de Cristo el reino de Dios dejaba de ser solo una promesa, para convertirse en una bendita realidad; dejaba de ser solo una profecía del Antiguo Testamento: «Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan» (Mt. 11:13) «Desde entonces el reino de Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él» (Lc. 16:16).

Por eso Cristo es llamado «el postrer Adán»; es decir, «el Adán escatológico». Con él lo eterno entró definitivamente en el tiempo y en la historia. El Mesías no fue manifestado en medio de la historia, sino en la consumación de ella. Este es el testimonio del Nuevo Testamento. La historia humana en su totalidad esperaba por la intervención definitiva de Dios. Pues bien, ello ya ha ocurrido con la manifestación del Mesías de Dios. Después de esta manifestación no hay otro tiempo que esperar; ella constituye lo último y definitivo. Por eso, con la manifestación del Mesías llegó el tiempo del fin. El punto es que no es con la segunda venida que llegaría el fin, sino con la primera venida del Cristo. Esto es lo absoluto de la primera venida de Cristo.

Y así, el resto del Nuevo Testamento siendo consecuente con el planteamiento anterior, confirma una y otra vez que la primera venida del Mesías abrió definitivamente la dimensión eterna a los hombres. Los verbos que usará el Nuevo Testamento para afirmarlo están todos en tiempo pasado:

«Quien (Dios) nos salvó y llamó con llamamiento santo… según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio» (2ª Tim. 1: 9-10). Todo esto como resultado de la obra de Cristo en su primera venida.

«De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2ª Cor. 5:17). «Quien (Dios) nos reconcilió consigo mismo por Cristo» (2ª Cor. 5:18). «Diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado…» (Mar. 1:15).

«Y a vosotros… os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Col. 2:13-15). «Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él…» (Rom. 6:6).

Ahora bien, pensemos por un momento en la posibilidad de que no hubiese una segunda venida de Cristo. ¿Cómo interpretaríamos entonces su primera venida y el tiempo del fin? ¿Cuál sería el significado teológico de la primera venida de Cristo en esa eventualidad?

Estas preguntas, que ayudan a entender la importancia de la segunda venida de Cristo, son también fundamentales para entender la misión de la iglesia y los verdaderos alcances de ella.

En efecto, si no existiese una segunda venida de Cristo, querría decir que, como con la llegada del Adán escatológico –en su primera y supuesta única venida– entró definitivamente en la historia la salvación, la vida eterna, la inmortalidad, la resurrección, la victoria, la redención, etc., ahora es tarea y responsabilidad de la iglesia alcanzar y lograr la plenitud de todas las cosas celestiales. Dado que con la venida del Espíritu Santo para morar en la iglesia, ha entrado en ella lo definitivo y lo eterno, es ella la que por medio del Espíritu debe desplegar los bienes venideros hasta su plenitud.

Si no hubiese segunda venida de Cristo, querría decir entonces que todo está ahora en manos de la iglesia, especialmente en manos de su fe. La iglesia vivificada por el Espíritu tendría, en ese caso, toda la responsabilidad de encarnar y manifestar todo aquello que el Señor Jesucristo nos trajo con su venida (gr. parousía). La iglesia no requeriría esperar absolutamente nada, pues todo ya le ha sido dado. Lo escatológico llegó para quedarse y ha de prevalecer cueste lo que cueste y tome el tiempo que tome, sean dos mil o seis mil años.

Pero no solo eso, si no hubiese una segunda venida de Cristo, ello implicaría también que la misión de la iglesia consistiría en ganar las naciones para Cristo, redimir el mundo, alcanzar la perfección tanto en lo individual como en lo colectivo, alcanzar la justicia social, erradicar la miseria del mundo, derrotar el hambre, etc. La evangelización, desde esta perspectiva, no podría consistir solamente en la salvación de las almas, sino debería incluir necesariamente una redención integral del hombre; incluso de la enfermedad y de la muerte física.

Su aspecto relativo

Pero el hecho concreto, irrefutable y claramente establecido en la revelación del Nuevo Testamento es que existe una segunda venida de Cristo. La venida del Mesías no acontecería, como parecía por el Antiguo Testamento, en una sola venida, sino en dos. Este significativo hecho obliga necesariamente a repensar cuáles son entonces los verdaderos alcances de la primera venida de Cristo y cuál es la misión de la iglesia.

La verdad de la existencia de la segunda venida de Cristo, relativiza, pues, de alguna manera los alcances de la misión de la iglesia. Es verdad que todo llegó con la primera venida de Cristo, pero solo su segunda venida completará todo. Aunque es cierto que con la primera venida de Cristo la era escatológica entró en la historia de la humanidad, el hecho de que exista una segunda venida del Mesías, indica que la manifestación de la plenitud de aquella era no descansa en la iglesia, sino en Cristo mismo. La iglesia tiene por cierto un lugar y una responsabilidad, pero será Cristo mismo, el que inició la obra, quién la completará. La primera venida de Cristo es el inicio de la edad escatológica pero no su consumación. Es el inicio pero no su culminación. La primera venida de Cristo es la inauguración de la era escatológica, pero no su plenitud.

Esta tensión entre el «ya» y el «todavía no» se observa en los mismos evangelios. El evangelio de Juan, por ejemplo, enfatiza más el aspecto presente que el aspecto futuro. Sin negar el aspecto futuro de la escatología, su énfasis está en que todo se realiza ya «desde ahora». Es cierto, escribe Juan, que viene la hora cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios… Sin embargo, el énfasis de Juan es que aquella hora «ahora es» (5:25). Lo mismo con respecto al juicio de este mundo y con respecto al príncipe de este mundo. Jesús, en el evangelio de Juan, declara que «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera» (12:31). Asimismo en relación con la adoración, Jesús dice que la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad…» (4:23).

El evangelio de Lucas, en cambio, enfatiza más el aspecto futuro. Introduce, por ejemplo, la parábola de las diez minas, que es material propio de Lucas, con la clara intención de hacer notar cómo Jesús corrigió el pensamiento de sus discípulos en cuanto a que «ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente» (19:11-27).

Por lo tanto, si bien es cierto que con la primera venida de Cristo se iniciaron los últimos días, no es menos cierto que éstos finalizarán con la segunda venida de Cristo. Los postreros días culminan con la segunda venida de Cristo. La primera aparición del Mesías inicia el tiempo del fin, pero la segunda aparición lo culminará.

La esperanza de salvación

Sin embargo, ¿se puede corroborar lo anterior con las Escrituras? ¿O podría ser que la segunda venida de Cristo fuese tan solo una especie de «guinda de la torta» que coronará lo alcanzado por la iglesia? Veamos: con respecto a la salvación, por ejemplo, el Nuevo Testamento es claro al afirmar que si bien la obra de salvación ya fue efectuada en Cristo y ya es una realidad en los creyentes, sin embargo, todavía mantiene un aspecto o una dimensión futura.

Pedro, en efecto, en su primera carta (1:5) dice: «que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero». ¿A quién le está escribiendo Pedro? A creyentes; esto es, a gente salva. No obstante, a personas salvas les dice que Dios los guarda con su poder a fin de que alcancen la salvación guardada para el final. Aunque ellos están salvos, sin embargo, esta salvación final aún no la han alcanzado. ¿A qué salvación se refiere?

Pablo, por su parte, escribiendo a los tesalonicenses en su primera carta (5:8) expresa la misma verdad, cuando dice que los cristianos nos hemos vestido, entre otras cosas, «con la esperanza de salvación como yelmo». Y en su epístola a los colosenses les habla de la esperanza que «os está guardada en los cielos» (1:5). Asimismo, escribiendo a los romanos reafirma lo anterior, diciendo: «Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos» (8:24-25). El contexto es clarísimo para hacernos ver a qué asunto se está refiriendo Pablo. En el versículo 23 Pablo revela que los creyentes, a pesar de nuestra salvación pasada y presente, gemimos dentro de nosotros mismos –al igual que el resto de la creación– esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo».

Si Dios nos había de salvar real y completamente, tendría que hacerlo en todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo. Como resultado de su primera venida nuestro espíritu ya ha sido salvo y nuestra alma está, ahora mismo, en permanente experiencia de salvación. Sin embargo, sin la salvación del cuerpo no está completa nuestra salvación. Hasta que no ocurra la redención del cuerpo no habremos entrado en la plenitud de nuestra salvación. Pues bien, solamente la segunda venida de Cristo originará este aspecto que falta.

Este aspecto futuro de nuestra salvación no es menor, toda vez que, según afirma Pablo, «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción». Es decir que es absolutamente necesario que nuestro cuerpo experimente también la salvación si es que hemos de heredar eternamente el reino de Dios y disfrutar de las cosas incorruptibles y celestiales.

Pero la redención de nuestro cuerpo no es solo importante en aras de la eternidad, sino también de la vida cristiana presente. Nuestro cuerpo actual es una gran limitante a la hora de experimentar la vida poderosa y divina que mora en nuestro espíritu. En efecto, Pablo escribiendo en su segunda carta a los corintios (4:7-9), dice que «tenemos este tesoro» –la iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo– «en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros».

En términos prácticos, esto significa que por ser vasos de barro estamos atribulados en todo; mas, gracias al tesoro que está en nosotros, no estamos angustiados. Porque somos barro, vivimos en apuros; pero por el tesoro, no vivimos desesperados. Por nuestra calidad de barro somos perseguidos, pero por el tesoro, no estamos desamparados. Porque somos vasos de barro podemos incluso llegar a estar derribados, pero gracias al tesoro, nunca seremos destruidos. ¡Aleluya!

Que, con la expresión vasos de barro, Pablo se está refiriendo al cuerpo, queda claro cuando continúa diciendo: «llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (v. 10).

En definitiva, el hecho de que la redención de nuestro cuerpo no se haya aún producido, no solo condiciona nuestra nueva vida presente a una permanente fragilidad, sino que, además, nos mantiene impotentes, en nuestra actual condición, de gustar y experimentar de una manera eterna nuestra herencia definitiva.

Pero, en concreto, ¿en qué consistirá la redención de nuestro cuerpo? Pablo responde que a la venida de nuestro Señor Jesucristo los muertos en Cristo «serán resucitados incorruptibles, y nosotros», dice Pablo, «seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad» (1ª Cor. 15:52-53).

A la segunda venida de Cristo nuestros cuerpos serán transformados. Pablo, escribiendo a los filipenses (3:21), agrega que el Señor Jesucristo «transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas».

La resurrección de los muertos, por su parte, es descrita de la siguiente manera: «Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual» (1ª Cor. 15:42-44).

El Espíritu hoy no es toda la herencia

Dicho esto mismo, pero ahora desde la perspectiva del Espíritu, el apóstol Pablo declara que si bien Dios nos ha hecho para una salvación plena, no obstante, en el presente, nos ha sido dado el Espíritu como arras. Según el diccionario, «arras» es: «cosa que se da como prenda o señal en algún contrato o acuerdo». Otra definición dice: «Entrega de una parte del precio o depósito de una cantidad con la que se garantiza el cumplimiento de una obligación».

Esto significa, entre otras cosas, que hoy disfrutamos al Espíritu como «el anticipo», pero no como la plenitud. Esto no significa que el Espíritu Santo no sea la plenitud. Él no solo es una persona, sino es Dios mismo. Entonces, es claro que él es la plenitud; sin embargo, lo que indican estos textos es que hoy, en esta dispensación, el Espíritu nos ha sido dado como anticipo o arras. El Espíritu Santo de la promesa, dice Efesios (1:13-14), es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida. Ya sea que interpretemos el término «arras» como «anticipo» o como «garantía», es claro que la plenitud de la herencia es aún una realidad futura para los creyentes.

Lo mismo afirma Pablo de manera similar, cuando, escribiendo a los romanos habla de que hoy tenemos las primicias del Espíritu (8:23). Tenemos una parte, pero no el todo; tenemos los primeros frutos, pero no la cosecha completa. Por lo tanto, es claro que la obra de la salvación tiene un aspecto pasado y un aspecto presente; no obstante, tiene también un aspecto futuro.

La esperanza de redención

Lo mismo puede decirse del término «redención». Aunque es verdad de verdades que Jesucristo dijo en la cruz del Calvario: «Consumado es», refiriéndose precisamente a la obra de la redención, no es menos cierto, sin embargo, como ya hemos visto en los versículos anteriores, que el día de la redención en su aspecto futuro todavía no ha llegado; aún espera por la segunda venida de Cristo. Por ello, Pablo dijo a los efesios (4:30): «Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención».

La esperanza de gloria

Existen tres grandes hitos en la vida del creyente con respecto a la gloria: El día cuando todos –por causa del pecado– quedamos destituidos de la gloria de Dios. El segundo hito, aquel cuando, gracias a la obra de Dios en Cristo, Dios nos predestinó, nos llamó, nos justificó y nos glorificó. Es decir que en Cristo no solo hemos recuperado el acceso a la gloria, sino que –mejor aún– hemos alcanzado aquella gloria. Por ello el verbo «glorificar» también está en pasado, porque Cristo ya está glorificado y nosotros estamos en él. Sin embargo, el cumplimiento en nosotros de esta glorificación es aún futuro. Espera por el regreso del Señor en su segunda venida. Este será el tercer hito en la vida del creyente.

Ahora bien, por el hecho objetivo de estar glorificados en Cristo y gracias a su cumplimiento real y completo en nosotros a la segunda venida de Cristo, los creyentes vivimos sostenidos por una esperanza viva, que en este caso es una esperanza de gloria. «Cristo en vosotros», dijo Pablo a los colosenses (1:27), es «la esperanza de gloria». «Cristo en nosotros» es la garantía de nuestra glorificación. No obstante, en su aspecto subjetivo, ella es nuestra esperanza y no todavía nuestra realidad.

La esperanza de justicia

Aun la justificación misma contiene una dimensión futura, porque Pablo, después de decir que no solamente con respecto a Abraham se escribió que su fe le fue contada por justicia, agrega: «sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro…». A nosotros nos parecería más exacto si hubiese dicho: «a quienes había de ser contada», puesto que somos personas que ya hemos creído. Pero no, dice Pablo: «a quienes ha de ser contada».

Luego, en el 5:19 de Romanos, Pablo reitera: «Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos.» ¿Por qué no dice «los muchos fueron constituidos justos», toda vez que las acciones de los dos Adán están en pasado?

Finalmente, cuando Pablo escribe a los gálatas (5:5), declara que «nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia».

La esperanza de una vida plena

«En esta vida no existe satisfacción total en la experiencia humana. Nuestra justicia para con Dios es solo por la fe, y no por lo visible de una experiencia personal. Cristo es nuestra justicia. Y su persona no está en la tierra, sino en el cielo. Ahora somos justos por la fe. Pero la esperanza mira hacia la venida de Cristo, cuando seremos completamente justos por naturaleza… La fe pertenece al «ahora», y la esperanza, al «aún no» (1 Juan 3:2). La fe mira hacia la cruz, a lo que ha sido hecho a nuestro favor. La esperanza mira hacia el glorioso futuro que habrá de cristalizarse cuando Cristo venga.

En este intervalo de espera, entre la primera y la segunda venida de Cristo, la esperanza refresca a la fe. La fe reprime a la esperanza cuando trata de traer el «aún no» al «ahora». Por la fe, el cristiano sabe que el pecado, la naturaleza pecaminosa, la muerte y Satanás ya han sido vencidos; pero todavía siente el pecado interno y al demonio externo, y ve la muerte a diestra y siniestra. Si esto no fuera así, no habría necesidad de pelear la buena batalla de la fe. Pero, mediante el Espíritu, espera y gime anhelando la llegada del día cuando el pecado, la muerte y el demonio queden abolidos como enemigos y amenazas visibles».

Este «ya» pero «todavía no» de la vida y experiencia cristianas se explica por la sencilla razón de que, en la experiencia de salvación, la gracia de Dios nos transforma, pero no cambiando nuestra naturaleza pecaminosa, sino otorgándonos una nueva naturaleza. Por consiguiente, en el cristiano conviven dos naturalezas. Una, la vieja naturaleza, a la que La Escritura llama «carne», porque es nacida de la carne; y la otra, la nueva naturaleza, llamada «espíritu», porque es nacida del Espíritu. La transformación gradual y progresiva del creyente, a través de la cual se espera que se vaya convirtiendo en cada vez menos pecador y cada vez más justo, no se basa, en que Dios haga cambio alguno en su vieja naturaleza, sino básicamente en que, en el creyente, vaya prevaleciendo, por el Espíritu, poco a poco la nueva naturaleza.

Visto así, el creyente es santo y pecador a la vez. Si su vieja naturaleza prevalece en él, será, en su experiencia, un carnal; pero, si prevalece su nueva naturaleza, será un creyente espiritual. No obstante, la experiencia cristiana no puede ser el fundamento de un cristiano. Solo la gracia de Dios en Cristo es su fundamento. La vida y la muerte de Cristo –y no su obra dentro de nosotros– es la única base de nuestra aceptación delante de Dios. Si, por el contrario, intentásemos basar nuestra justificación delante de Dios en la experiencia subjetiva, en ese mismo momento la confianza en Dios y la seguridad de salvación perecerían. ¿Por qué? Porque en esta vida no existe satisfacción total en la experiencia humana.

Lo que nos justifica delante de Dios no es cuánto logramos andar en el Espíritu, sino la presencia misma del Espíritu en nosotros. Lo que nos justifica no es el grado de experiencia que hacemos de la gracia, sino la gracia misma, porque aun cuando nuestra experiencia de la gracia fuere excelente, jamás será plena en esta vida. Por lo tanto, siempre deberemos recordar que el hombre mortal nunca puede alcanzar un punto en su vida llena del Espíritu donde su aceptación para con Dios no descanse únicamente sobre la justificación por la sangre de Cristo.

Esta es la consecuencia teológica del hecho de la segunda venida de Cristo. Solo en él somos justos y solo con él, en su segunda venida, seremos plenos.