Todo escriba docto en el reino de los cielos saca de su tesoro cosas viejas y cosas nuevas.

El temor de Dios

“El principio de la sabiduría es el temor de Jehová” (Proverbios 1:7). En nuestros días el temor a las desgracias, a los accidentes, a los actos terroristas, ha reemplazado el temor de Dios.  Los innumerables temores que asedian al hombre de hoy sumen su existencia en una constante amenaza, pero aún así no vuelven sus ojos a Dios para encontrar refugio.

El temor de Dios ha ido desapareciendo del hombre a medida que ha podido explicar científicamente lo extraño y sobrenatural. Nuestros antepasados temblaban ante Dios por los temblores y los truenos, porque eran una señal de su desagrado. El hombre temblaba en la oscuridad de la noche ante el vasto firmamento. La indefensión ante la naturaleza bravía le sumía en una sensación de pequeñez y precariedad.

Algo de eso vivimos todavía cuando estamos en el campo, lejos de la civilización, cuando los elementos de la naturaleza se desencadenan. ¡Pero esas experiencias momentáneas no bastan para establecer el temor de Dios en el corazón del hombre!

¡Qué sano temor el de aquellas noches de infancia ante lo inconmensurable y lo incomprensible, ante el Dios del trueno y del relámpago, oyendo a la madre o la abuela relatar historias de campo!

Hoy reinan la presunción y la soberbia. La abundancia del pan que sobra en la mesa, la luz cegadora en la noche, la música desenfrenada, el show permanente de la T.V., nos eximen del lenguaje solemne de la naturaleza, y del santo temor de Dios. Hoy campea la desfachatez, el cinismo del hombre triunfalista y exitoso, que se ríe con desprecio de la fe sencilla de quienes temen a Dios. ¡Oh, bendita fe y santo temor!

¡Oh, que seamos llenos del temor de Dios para no pecar contra Él! ¡Cómo necesitamos vernos expuestos y vulnerables, para andar delante de Dios en santo temor, y agradarle!

Necesito el temor de Dios cada día. Necesito saber que si no tiemblo ante Él tal vez no haya pan en mi mesa, ni alegría en mi casa, que mis hijos no tendrán paz, y que se verán expuestos a peligros incontables.

¡Oh bendita inseguridad, que nos lleva a esperar en Dios cada día, a buscar en Él todos nuestros recursos! No queramos librar nuestra alma de la inseguridad y del temor.

Ellos la mantendrán limpia de toda soberbia y siempre muy cerca de Dios.

Sólo una voz

«Le dijeron los sacerdotes y levitas: ¿Tú, quién eres? Él dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto» (Juan 1:19,23). El profeta Isaías había dicho: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas” (Mateo 3:3).

Juan, el hijo de unos ancianos casi olvidados en las montañas de Judá, Elizabet y Zacarías, unos seiscientos años después, dice cuando los judíos le preguntan acerca de su identidad: “Yo soy la voz de uno que clama en el desierto.” No tiene otro antecedente que mostrar, sino aquel que Isaías había escrito de él con antelación.

Juan no estima ser nadie, ni nada, sino una voz. Juan no es nada en sí mismo. Todo él tiene valor y sentido por el mensaje que le fue dado predicar: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”

Después de decirlo, ya no tiene nada que decir. Todo lo demás es accesorio.

¡El más excelente hombre nacido de hombre y de mujer no fue un rey, ni un sabio! Fue un profeta –el más grande de todos los profetas– pero quien se consideraba a sí mismo sólo una voz, y cuyo mensaje podía resumirse en una sola frase.

Su alcurnia espiritual era la más noble, y de su ministerio habían hablado los profetas de antaño, pero él no era nada aparte de su mensaje. Juan el Bautista era, él mismo, el mensaje que predicaba.

Fue el más tosco, el más rudo; su comida era langostas y miel silvestre; su vestido era tal, que los nuestros parecerían a su lado como los de un rey. Pero fue el hombre más grande.

A él le fue dado el honor mayor: introducir a su Señor a la nación de Israel.

Era un poco mayor que Jesús en cuanto a la edad, pero era infinitamente menor que Él en dignidad. Sí, era el hombre más excelente, era el más grande de los profetas, pero era sólo una voz.

El no sabía nada, sino a Cristo. No tenía ojos para nadie más, sino para Aquel sobre quien esperaba ver descender el Espíritu como paloma. No tuvo Universidad, ni Colegio alguno. Su escuela fue el desierto, su costumbre más acendrada era orar y ayunar. Fue el más grande hombre jamás nacido. Pero era sólo una voz.