Todo escriba docto en el reino de los cielos saca de su tesoro cosas viejas y cosas nuevas.

Iguales, pero distintos

En la Biblia encontramos dos hombres del mismo linaje, pero de muy diversa condición. Ellos son Caleb y Nabal.

En 1 Samuel 25:3 se nos dice que Nabal “era hombre duro y de malas obras; y era del linaje de Caleb.” Nabal significa “insensato”, y su esposa, en cierta ocasión, dijo de él: “Él se llama Nabal , y la insensatez está con él”. Tal insensatez la usó contra David, por lo cual, “diez días después, Jehová hirió a Nabal, y murió.” (25:38). Pero, curiosamente, la Biblia nos declara que “era del linaje de Caleb”. ¿Quién fue Caleb?

Caleb fue uno de los hombres más prominentes de Israel. Su nombre se asocia con la fe, con la valentía y la longevidad. Fue uno de los doce espías enviados por Moisés a la Tierra Prometida, pero fue uno de los dos (el otro fue Josué), que dio un informe positivo. Fue quien dijo, de los enemigos de Dios “porque más podremos nosotros que ellos”, y “nosotros los comeremos como a pan”. Fue él quien recibió la promesa de Dios de introducirlo en la Tierra, y de que su descendencia la tendría por posesión. Fue Caleb, quien, una vez en Canaán, siendo de edad de ochenta y cinco años, se presentó ante Josué para reclamar la promesa de Dios. Entonces, una vez autorizado por Josué, subió a Hebrón y “echó de allí a los tres hijos de Anac, a Sesai, Ahimán y Talmai, hijos de Anac”. Y conste que éstos varones no eran unos cananeos cualesquiera. Eran gigantes. Pero Caleb había dicho a Josué. “Quizá Jehová estará conmigo, y los echaré, como Jehová ha dicho”. Y lo hizo, porque Jehová lo había dicho.

¿De este hombre era descendiente Nabal? Pues, lo era.

Ambos eran de un solo carácter, de una línea. Eran hombres fieros, dispuestos a todo. Caleb, en su lucha contra los anaceos, y Nadal, en su oposición a David. Uno fue un hombre de fe, ejemplo de los creyentes de hoy, conquistador y vencedor. El otro, un hombre insensato, de mal proceder, cuyo camino fue la muerte.

Humanamente, ambos tenían el mismo origen, similares caracteres, pero uno fue tocado por la gracia y el otro no. ¡Qué misterio más grande el alma humana, y la elección de Dios!

«Dadles vosotros de comer»

La gente ha seguido al Señor desde las ciudades hasta el desierto. El Señor ha cautivado su corazón con sus palabras de gracia. Ellos están felices. Se han olvidado hasta de comer.

Entonces, los discípulos se acercan al Señor y le sugieren que despida a la multitud, para que vayan a comprar de comer. Pero el Señor les dice: “Dadles vosotros de comer.” (Mateo 14:16).

Por supuesto, ellos no saben cómo hacerlo. Ellos sólo tenían cinco panes y dos peces, pero el Señor no quería que la gente fuera a buscar de comer en otro lado. Ellos debían alimentarles.

Sabemos cómo termina la escena en aquel desierto. La multitud fue saciada, y con lo que sobró llenaron doce cestas llenas. El pan fue repartido por las manos del Maestro, pero pasó por las de los discípulos hasta llegar a la multitud.

Allí estaba el hambre del cuerpo agotado por las caminatas y la espera silenciosa en torno del Maestro. Hoy está el hambre del alma insatisfecha, de la angustia que ha cavado un hoyo profundo en el corazón. Está la desesperanza que invita al suicidio; la sequedad del alma atormentada por el peso de la culpa; atemorizada por el mañana incierto, o por la inclemencia de un mundo hostil. Está el desconcierto del que ha sido defraudado, o abandonado por sus seres más queridos; está el fracasado, el endeudado con la sociedad. Ellos no han tenido un solo día de verdadero solaz, no conocen la paz de espíritu; ellos no saben de los ríos de gozo, de la dicha del perdón, del sabor de la gracia, ellos no han comido nunca del fruto apacible de justicia. ¡Ellos tienen hambre!

“Dadles vosotros de comer” dice aún el Maestro. ¿Dónde estáis, profetas del Dios altísimo? ¿Evangelistas, maestros, ungidos por el Espíritu Santo? Habéis sido saciados ya, favorecidos con los dones del Cielo y con los poderes del siglo venidero. ¿Qué esperáis para abrir vuestra boca en fe? Vuestra mesa está abastecida, ricos manjares hay en ella. ¿No daréis un mendrugo al pordiosero que toca vuestra puerta?