Las cosas no son siempre lo que parecen

Dos ángeles viajeros se pararon para pasar la noche en el hogar de una familia muy adinerada. La familia era ruda y no quiso permitirle a los ángeles que se quedaran en la habitación de huéspedes de la mansión. En vez de eso le dieron un espacio pequeño en el frío sótano de la casa. A medida que ellos preparaban sus camas en el duro piso, el ángel más viejo vio un hueco en la pared y lo reparó. Cuando el ángel más joven preguntó: “¿Por qué?”, el Ángel más viejo le respondió: «Las cosas no siempre son lo que parecen».

La siguiente noche, el par de ángeles vino a descansar en la casa de un señor y una señora, muy pobres, pero muy hospitalarios. Después de compartir su poca comida que tenían les invitaron a que durmieran en su propia cama. Cuando amaneció, al siguiente día, los ángeles encontraron a sus huéspedes bañados en lágrimas. La única vaca que tenían, cuya leche había sido su sostén, yacía muerta en el campo. El ángel más joven estaba furioso y preguntó al ángel más viejo: “¿Cómo pudiste permitir que esto hubiera pasado? El primer hombre lo tenía todo, sin embargo tú lo ayudaste; la segunda familia tenía muy poco, pero estaba dispuesta a compartirlo todo, y tú permitiste que la vaca muriera.

– Las cosas no siempre son lo que parecen» –le replicó el ángel más viejo–. Cuando estábamos en aquel sótano de la inmensa mansión, yo noté que había oro almacenado en aquel hueco de la pared. Debido a que el propietario era avaro y no dispuesto a compartir su buena fortuna, yo sellé el hueco, de manera tal que nunca lo encontraría. Luego, anoche mientras dormíamos en la cama de la familia pobre, el ángel de la muerte vino en busca de la esposa del agricultor. Y yo le di a la vaca en su lugar. Las cosas no siempre son lo que parecen. Algunas veces, eso es exactamente lo que pasa cuando las cosas no salen como uno espera que salgan. Si tú tienes fe, solamente necesitas confiar en que cualesquiera que fueran las cosas que vengan, serán siempre para tu ventaja. Y podrías no saber esto hasta un poco más tarde.
Norberto Elio Brunat, en christianos@yahoogroups.com

No distraigas la atención

Cuando Leonardo Da Vinci pintó su «Última Cena», le pidió la opinión a un amigo. Éste empezó a elogiar la obra maestra y ponderó, especialmente, la copa de vino en la mano del Señor. Cuando el amigo comentó esto, Leonardo borró la copa, diciendo: «Nada deberá distraer la atención hacia el Señor».

Recordemos que somos solamente siervos de Jesús, y como tales, lo mejor que podemos hacer para ayudarle… es «no estorbarle». O sea, no interponernos entre los demás y Jesús, dejándonos de lado para que quien lo merece sea el centro de atención.
Arturo Quiros Lépiz, en christianos@yahoogroups.com

El niño y el pato

Había un pequeño niño visitando a sus abuelos en su granja. El tenia una honda (resortera) con la que jugaba todo el día. Practicaba con ella en el bosque pero nunca daba en el blanco. Un poco desilusionado, regresó a casa para la cena. Al acercarse a casa, divisó al pato mascota de la abuela. Sin poder contenerse, tomó su honda y le pegó al pato en la cabeza y lo mató.

Estaba triste y espantado, así que escondió el cadáver del pato en el bosque. Pero se dio cuenta que su hermana Lucrecia lo estaba observando. Sin embargo, ella no dijo nada. Después de comer, la abuela dijo: «Lucrecia, acompáñame a lavar los platos.» Pero Lucrecia dijo: «Abuela, Pedro me dijo que hoy quería ayudarte en la cocina, ¿no es cierto, Pedro?”. Y le susurró al oído: «¿Recuerdas lo del pato?». Entonces, sin decir nada, Pedro lavó los platos.

Al día siguiente, el abuelo preguntó a los niños si querían ir de pesca, y la abuela dijo: «Lo siento; pero Lucrecia debe ayudarme a preparar la comida.» Lucrecia, con una sonrisa dijo: «Yo sí puedo ir, porque Pedro me dijo que a él le gustaría ayudar.» ¿Verdad Pedro? Y con su mirada le dijo: «¿Recuerdas lo del pato?». Entonces Lucrecia fue a pescar y Pedro se quedó.

Transcurridos muchos días en que Pedro estaba haciendo sus propias tareas y las de Lucrecia, finalmente él no pudo más. Fue donde la abuela y le confesó que había matado al pato. Ella se arrodilló, le dio un gran abrazo y le dijo: «Amorcito, yo ya lo sabía. Estuve parada en la ventana y lo vi todo, pero porque te amo te perdoné. Lo que me preguntaba era hasta cuándo permitirías que Lucrecia te tenga como esclavo». ¿Hasta cuándo permitirás que tus pecados sin confesar te mantengan esclavo? Hoy puedes gozar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
www.selah.com.ar

No menosprecies tu obra

John Egglen nunca había predicado un sermón en su vida. Jamás. No es que no quisiera hacerlo, sólo que nunca tuvo la necesidad de ello. Pero una mañana lo hizo. La nieve cubría de blanco su ciudad, Colchester, Inglaterra. Cuando se despertó esa mañana de domingo de enero de 1850, pensó quedarse en casa. ¿Quién iría a la iglesia en medio de semejante nevazón?

Pero cambió de parecer. Después de todo era un diácono. Y si los diáconos no iban ¿Quién lo haría?. De modo que se calzó las botas, se puso el sombrero y su capa, y caminó las seis millas hasta el templo. No fue el único miembro que consideró la posibilidad de quedarse en casa. Es más, fue uno de los pocos que asistieron. Sólo había trece personas presentes: Doce miembros y un visitante.

Incluso el pastor estaba atrapado por la nieve. Alguien sugirió que volviesen a casa, pero Egglen no aceptó esa posibilidad. Habían llegado hasta allí, así que tendrían una reunión. Además, había una visita, un niño de trece años. Pero ¿quién predicaría?

Egglen era el único diácono. Así que le tocó a él. Así que lo hizo. Su sermón sólo duró diez minutos. Daba vueltas y divagaba y al hacer un esfuerzo por destacar varios puntos, no remarcó ninguno en especial. Pero al final, un denuedo poco común se apoderó del hombre. Levantó sus ojos y miró directo al muchacho y le presentó un desafío:

– Joven, mira a Jesús. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!

¿Produjo algún cambio ese desafío?. Permitan que el muchacho, después que fue un hombre, conteste:

– Sí, miré, y allí mismo se disipó la nube que estaba sobre mi corazón, las tinieblas se alejaron y en ese momento vi el sol.

¿El nombre de ese muchacho? Pues, Charles Haddon Spurgeon, el que fuera conocido hasta en nuestros días como «El príncipe de los predicadores».

¿Supo Egglen lo que hizo? No. ¿Los momentos históricos se reconocen como tales cuando suceden?. Ya sabes la res-puesta a esa pregunta. (Si no, una visita al pesebre te refrescará la memoria). Rara vez vemos a la historia cuando se genera y casi nunca reconocemos a los héroes. Y mejor así, pues si estuviésemos enterados de alguno de los dos, probablemente arruinaríamos a ambos. Pero sería bueno que mantuviésemos los ojos abiertos. Es posible que el Spurgeon de mañana esté cortando tu césped, y el «héroe» que lo inspira podría estar más cerca de lo que te imaginas. Podría estar en tu espejo.
hhtp://laiglesia.cjb.net