Cuando los fariseos le preguntaron al Señor acerca del divorcio (Mateo 19), ellos no sospecharon la veta de luz que abrirían para las futuras generaciones. Al responder esa pregunta, el Señor mostró algunos principios que pueden aplicarse aun más allá de los problemas del matrimonio.

Lo que impedía a los judíos conocer la voluntad de Dios para el matrimonio era que ellos tenían como referencia la enseñanza de Moisés, y no la palabra original de Dios. Ellos regresaban a Deuteronomio 24 –que autorizaba el repudio– pero no eran capaces de volver a Génesis 2 – que muestra la unidad indisoluble del hombre y la mujer en el matrimonio.

En este punto radica la causa de muchas situaciones anómalas hoy en medio del pueblo de Dios, tanto en lo personal como en lo colectivo. Cuando nos vemos aquejados de situaciones de deterioro, nosotros regresamos al pasado en busca de soluciones y respuestas, intentando hallar el punto donde comenzó nuestra pérdida, pero no regresamos todo lo que debiéramos.

En lo personal, cuando nuestra vida espiritual se va secando, debilitando, volvemos a algún punto de nuestra historia de fe, pero no al principio. Un punto intermedio no es capaz de ayudarnos, porque nos muestra con algún grado de suficiencia, de mérito propio. Fue en el comienzo –cuando llegamos al Señor, o cuando el Señor nos encontró– que nosotros estábamos en una verdadera bancarrota. Solo entonces éramos lo que somos en nosotros mismos. Incapaces, inútiles, derrotados, esquilmados por el diablo, «sin esperanza y sin Dios en el mundo».

Cuando llegamos al Señor, estábamos en la más absoluta indefensión. Por eso, pudimos alzar a él una mirada lastimera, como un pordiosero hambriento; una mirada desesperada, porque el infierno nos tragaba; una mirada ansiosa, porque ya no teníamos fuerzas para seguir soportando. Y entonces Dios nos tendió la mano y nos socorrió. Nuestra gratitud se desató en lágrimas, nuestros labios besaron sus pies, nuestra humillación y gratitud fueron un canto de alabanza a Dios por tanta gracia recibida.

Sin embargo, después, con la conciencia ya limpia, con los pecados perdonados, con la restauración de nuestra dignidad rota, nuestro ego se recuperó, y comenzamos a olvidarnos de dónde nos sacó Dios. Nos sentimos fuertes, capaces, suficientes, y así se comienza a tejer nuestra desgracia. La causa de nuestros males es alguna justicia propia, alguna «dureza de corazón» no juzgada, la costra que se hace en el alma, y que la vuelve indiferente y orgullosa. Llegamos a pensar que nos bastamos a nosotros mismos.

Tenemos que volver al principio, a una conciencia de indignidad de nosotros mismos, de incapacidad, de insolvencia. Tenemos que hacernos niños de nuevo, reconocer que nada sabemos ni nada podemos. Tenemos que volvernos a la actitud descrita en las bienaventuranzas, a tener un corazón hambriento de Dios, y a la pobreza de espíritu. Toda vez que busquemos remediar alguna forma de deterioro, volver al Génesis y no al Deuteronomio es la voluntad perfecta de Dios.

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