2ª Epístola de Pedro.

Lecturas: 2ª Pedro 1:1-11; 3:17, 18.

Las promesas y el poder de Dios

Nosotros no recibimos sólo un llamamiento, pues Dios, además de llamarnos, también nos dio preciosas y muy grandes promesas. Es él quien nos ha prometido, y con sus promesas podemos llegar a ser co-participantes de su naturaleza divina.

Al considerar atentamente las mayores promesas que nos fueron hechas por Dios, todas ellas son preciosas promesas que nos fueron dadas con un único propósito: hacernos partícipes de su naturaleza divina. «…todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder». Él nos ha dado vida por medio de su divino poder, la vida de su Hijo unigénito. En esta vida reside todo poder que nos conduce a la piedad, o sea, que nos permite ser semejantes a Dios, tener en nosotros el carácter de Cristo, ser conformados a imagen de Cristo.

Siendo así, todo lo que es necesario nos es suplido: el llamamiento, las promesas y el poder divino. Él no nos dio sólo el llamamiento para después decirnos: ‘Ahora que ustedes tienen el llamamiento, desarrollen ese llamamiento; el resto es con ustedes’. ¡No! De ninguna manera. Pues, ¿quién de entre nosotros está capacitado para obrar por sí mismo aquella vida para la cual fuimos llamados?

En primer lugar, él nos llamó para lo alto, tenemos una soberana vocación. En segundo lugar, nos dio sus promesas, para que nos apropiemos de ellas por la fe y, finalmente, puso a nuestra disposición su divino poder que nos capacita para entrar en todo aquello que él nos prometió. Ya nos fue concedido todo lo que necesitamos para heredar el reino.

Nuestra responsabilidad

Hermanos, ¿percibimos ya esto? ¿Comprendemos ya que Dios hizo provisión para que tú y yo tengamos acceso al reino plenamente suplido? Siendo así, si él ya proveyó todo lo que necesitamos, entonces nuestra responsabilidad es apropiarnos de estas grandes y preciosas promesas y hacer uso de todo el poder divino, el cual está a disposición, para que desenvolvamos plenamente nuestra salvación.

Nosotros tenemos una responsabilidad. Nuestra responsabilidad es ser diligentes. El reino de Dios no es para los perezosos, sino para los diligentes. Si somos perezosos, permaneceremos como bebés en Cristo, no podremos heredar el reino, pues no habrá en nosotros compatibilidad con el reino. A fin de heredar el reino, es necesario que tú seas parte del reino.

El propio carácter del reino debe caracterizar tu vida; por ese motivo, el reino no es algo para los bebés en Cristo, sino para aquellos que ya son maduros en Cristo. Y a fin de transformarte en adulto en Cristo, es necesario que tú seas diligente.

«…vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo…» (2ª Pedro 1:5). No podemos darnos el lujo de quedarnos sentados, con los brazos cruzados, si es que esperamos ser llevados al cielo. Necesitamos dedicarnos y ser diligentes.

Las ocho columnas para el crecimiento espiritual

«…añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor» (2ª Pedro 1:5-7).

En este versículo están descritas las ocho bases para el crecimiento espiritual – desde la fe al amor. Se inicia con la fe, la fe en nuestro Señor Jesús. Pero esa fe no lo es todo; algo necesita ser asociado, sumado a la fe. La palabra ‘añadir’, en este contexto, significa adicionar, acrecentar, pagar el precio para que algo sea realizado, dar con abundancia, suplir con mucho más que aquello que es exigido.

Tú tienes fe, tú crees en el Señor Jesús, pero a esa fe le es necesario añadir virtud, carácter. Es la misma cosa que escribió el apóstol Santiago. ‘¿Tú dices que tienes fe? Está bien; pero entonces muéstrame esa tu fe sin las obras, y yo, con las obras, te mostraré mi fe’. Eso significa que si tú posees una fe verdadera, entonces ella no es meramente algo abstracto, no es sólo una idea. La fe es algo concreto y operante; tiene obras como resultado. La fe produce inevitablemente carácter.

«… a la virtud, conocimiento». Esto significa que tú tienes discernimiento, entendimiento. Con el entendimiento, templanza y dominio propio, autocontrol. El dominio propio es, en verdad, dominio del espíritu. Y con el dominio del espíritu tú tienes la piedad, la semejanza de Dios. Asocia con eso el amor fraternal, la fraternidad. Tú amas a los hermanos no porque ellos sean bonitos o feos, los amas simplemente porque ellos son hermanos. Después de eso, tú descubres que, de acuerdo con 1ª Pedro 1:7, no basta con amar sólo a los hermanos; es necesario amar a todas las personas.

Dios proveyó todos los recursos para que podamos entrar en el reino, y nosotros debemos, haciendo uso de todas sus promesas y de su divino poder, empeñarnos con toda diligencia para que el carácter de Cristo sea formado en nosotros. A medida que el carácter de Cristo es formado en nosotros, nos tornamos en preparados y en armonía con la naturaleza del reino de Dios.

De esa forma, cuando tú llegues a heredar el reino, no te sentirás mal, porque el reino ya estará en ti. Si el carácter del reino no estuviere en ti, aunque tú fueses colocado en el reino, te sentirías como un pez fuera del agua. Tú no te sentirías bien, porque tu carácter no estará en armonía con el carácter del reino.

Recuerdo una historia que ilustra bien este asunto. Cierta vez, unos hermanos decidieron hacer un paseo en barco, y acordaron encontrarse en el puerto. En el puerto, sin embargo, había dos barcos. Uno de ellos estaba lleno de hermanos, los cuales cantaban himnos, adoraban al Señor y compartían unos con otros. En el otro, un barco de turismo, había personas no convertidas, que se estaban divirtiendo y tocando música popular. Por desgracia, uno de los hermanos abordó la embarcación equivocada, y después de algunos minutos descubrió que debería haber subido al otro barco.

Hermanos, este principio se aplica a nosotros. Si tú entras en el barco errado, no te sentirás bien. Por esta razón, para poder heredar el reino de los cielos, es necesario que tú tengas el carácter del reino formado en ti. Entonces, ¿qué debes hacer a fin de que el carácter de Dios sea formado en ti? ¿Cuál es tu parte? Es sencillo: tú debes ser diligente. Esa es tu responsabilidad, y eso es todo.

Tú debes apropiarte de las promesas de Dios con toda diligencia, y permitir que su divino poder transforme las promesas de Dios realidad en tu vida. Es Dios quien opera en ti por medio de su gracia. Pero, aunque sea gracia, tú debes diligentemente recibir la gracia y obedecer. Tú debes cooperar diligentemente, y eso es todo lo que Dios espera de ti. Si así hacemos, no estaremos ociosos ni sin fruto en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.

Pleno conocimiento de Dios

La palabra ‘conocimiento’ que aparece en 2ª Pedro 1:5-6 es la traducción de la palabra griega epignosis, y significa pleno conocimiento de Dios, un conocimiento personal. Tener el pleno conocimiento de Dios significa conocer su llamamiento, su divino poder y sus promesas. Si tú conoces todas estas cosas, entonces no estarás ocioso ni sin fruto. Si no tienes ese conocimiento, es porque estás ciego, viendo sólo lo que está cerca, olvidando la purificación de tus pecados de otro tiempo.

Damos gracias a Dios por haber sido purificados de nuestros antiguos pecados. Sin embargo, después de eso, si no somos diligentes, si no avanzamos partiendo de la fe hasta llegar al amor, entonces estamos ciegos, viendo sólo lo que es cercano. Hoy día hay un gran número de hermanos que espiritualmente sólo ven lo que está cerca. No obstante, el Señor está diciendo que debemos comprar colirio para ungir nuestros ojos (ver Apoc. 3:18).

Si tuviéremos las cosas mencionadas en 2ª Pedro 1:6-7, la palabra prosigue diciendo: «Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección…».

Hermanos amados, el llamamiento es cierto, la elección ya está asegurada; pero la elección es algo que precisa ser confirmado. El Señor Jesús dice: «Porque muchos son llamados, y pocos escogidos» (Mat. 22:14). Todos nosotros somos llamados, porque agradó al Padre darnos el reino. Tú eres llamado, tú eres elegido, pero si tú serás también escogido, depende de tu diligencia. Tu diligencia es lo que va a confirmar la certeza de tu llamamiento y elección.

«…porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás». En este punto, vuelvo a enfatizar que esto no se refiere a la salvación eterna, no es algo relacionado con el don de la vida eterna, ni con respecto a ir al cielo o no. Gracias a Dios, ese don ya nos fue dado por Dios y él jamás va a quitarnos aquello que nos fue concedido, porque Dios es fiel.

Por otro lado, la cuestión tratada por Pedro en estos versículos que estamos estudiando está relacionada con el reino eterno.«Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2ª Pedro 1:11).

Amados hermanos, el Señor está viniendo, y él establecerá su reino sobre la tierra. Sin embargo, al llegar el momento en que su reino sea establecido, hay algo que aún está por ser definido: tú eres quien decide si estarás preparado o no para heredar el reino con Él. Si tú reinarás con él, si tú serás un coheredero con Cristo cuando llegue aquel día, ¡es una decisión tuya! Depende de ti, el reino ya te fue dado, ¡pero eres tú quien decide recibirlo o no!

Tal vez pueda ilustrar mejor este punto con el ejemplo de aquella ocasión en que el Señor mostró una visión previa de su reino en el monte de la transfiguración. Había doce discípulos; sin embargo, sólo tres de ellos pudieron ver el reino. Los otros nueve no subieron al monte. ¿No será eso una especie de ‘aviso’ para nosotros? O, en otras palabras, ¿no estará el Señor revelándonos algo a través de este ejemplo? Puede parecer algo demasiado duro, pero es verdad.

Todos somos creyentes, todos somos discípulos y, gracias a Dios, a causa de ello, un día iremos al cielo. El don de Dios es irrevocable, él no vuelve atrás. Pero eso no significa que, por el simple hecho de ser creyentes y discípulos, vamos todos a entrar en el reino y reinar con Cristo.

Nuestro Señor Jesús dijo: «Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mat. 7:22-23). ¡El Señor está diciendo que no los conoce, porque ellos no hacen la voluntad del Padre que está en los cielos!

Que esto nos sirva de aviso. No pienses que el reino ya te pertenece sólo porque tú eres creyente. Sí, el reino te fue dado, pero si tú estás calificado para heredarlo es una decisión tuya. Es placer y satisfacción del Padre darte el reino, y él desea que tengamos acceso al reino ampliamente suplido, y él mismo ha hecho provisión para que tú lo obtengas. Sin embargo, si tú no lo logras, toda la culpa es tuya.

La herejía de los falsos maestros

Pedro contemplaba el reino constantemente; eso era algo que le era presente todo el tiempo. Pero, a medida que Pedro habla del reino, él siente al mismo tiempo las artimañas del enemigo. El enemigo de la humanidad, Satanás, el maligno, no desea que nosotros ganemos el reino. Él va a intentar por todos los medios engañarnos e impedirnos entrar en el reino de Dios. Así, pues, en el capítulo 2 de esta, su segunda epístola, Pedro comienza a hablar sobre los falsos maestros. «Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras…».

¿Qué es una herejía? La palabra ‘herejía’ es usada hoy de un modo tan libre y puede tener un significado tan amplio que muchas veces ni sabemos lo que ella significa exactamente. Herejía, de acuerdo con la palabra original griega, significa simplemente ‘escuela de opinión’1. Por esta razón, la palabra original griega para el término ‘secta’ que aparece en la Biblia es también el vocablo heresia. Siendo así, decir que una persona se somete a una herejía significa simplemente que ella comenzó a tener su propia opinión en lugar de someterse a la infalible palabra de Dios.

Todos nosotros tenemos muchas opiniones y, a menos que seamos disciplinados, seremos personas apegadas a opiniones. Surgirán falsos maestros que introducirán y enseñarán sus propias opiniones con respecto a la palabra de Dios. Tales falsos maestros no se someten a la palabra de Dios; al contrario, ellos tratan de sujetar la palabra de Dios a sus opiniones. Como consecuencia de eso, ellos llegan hasta el punto en que negarán al soberano Señor que los rescató.

La palabra ‘soberano’ de la Biblia es la traducción de la palabra griega déspota. A nosotros no nos gusta esa palabra, porque déspota significa un rey que gobierna con poder absoluto. Al referirnos a nuestro Señor como Señor soberano, estamos diciendo que nuestro Señor Jesús, que nos compró por precio, es nuestro Rey, nuestro monarca, que gobierna con poder absoluto. Él es nuestro soberano, a quien debemos prestar obediencia total. Eso es lo que deberíamos hacer.

Al revés de esto, los falsos maestros renegaron del Señor, y lo rechazaron como su soberano, como su Rey absoluto, porque ellos deseaban tener sus propias opiniones. Ellos negaron a su Maestro, y esto es fatal. Ellos usaron argumentos construidos con astucia; palabras ficticias, con doble sentido; abstracciones construidas por ellos mismos con el objetivo de hacer mercadería del pueblo en provecho de sí mismos. Y ellos vendrían a engañar a muchas personas. Les prometían liberación, aunque ellos mismos estaban cautivos. Este es un camino de destrucción, pero Dios, repentinamente, va a juzgar una a una todas las cosas erradas que ellos están haciendo.

En la primera carta de Pedro, el problema de los creyentes era la persecución y las pruebas. Los sufrimientos tenían su origen en cosas que venían de afuera. En la segunda epístola, sin embargo, el enemigo no viene de afuera; al contrario, viene de dentro de la propia iglesia. Dentro de la iglesia había falsos maestros que estaban engañando a las personas a fin de apartarlas de Cristo y atraerlas para sí mismos, y al hacer esto robaban a las personas el reino de Dios.

Escarnecedores dentro de la iglesia

Al leer el capítulo 3 de la segunda epístola de Pedro, descubrimos que en la iglesia no sólo había falsos maestros, sino también escarnecedores, y tales escarnecedores no eran personas del mundo. Esos escarnecedores estaban en la iglesia, porque los creyentes eran materialistas y demasiado racionales.

Ellos intentaban juzgar todas las cosas basándose en fenómenos exteriores. Por este motivo, miraban al mundo, y decían: ‘¿Dónde está la promesa de su venida? El mundo sigue siendo el mismo desde la creación’ (ver 2ª Pedro 3:4). Sin embargo, ellos olvidaban que el mundo de ahora no es el mismo de la creación.

Si tú lees con atención, descubrirás que la referencia no es hecha al diluvio de la época de Noé, sino a Génesis 1:2: «Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas». Hubo una vez en que esta tierra fue destruida por las aguas; pero después de eso, Dios la restauró para hacerla habitable y conservarla hasta el día en que será destruida por el fuego.

No podemos olvidar que, para el Señor, un día es como mil años y mil años es como un día. El Señor aún no ha venido, pero eso no significa que él se demora; significa que él está siendo misericordioso. Él desea que ninguno perezca, sino que todos lleguen a conocerle. Él aún no ha venido, pero ciertamente está viniendo. Un día, esta tierra y cielo serán destruidos por el fuego y, puesto que eso es verdad, ¡cuán piadosos debemos ser nosotros!

Por medio de su segunda epístola, Pedro estaba avisando a los hermanos que aquellos escarnecedores estaban intentando robarles el reino. Lo que los escarnecedores en verdad estaban diciendo era: ‘Comamos, bebamos, divirtámonos, disfrutemos de los placeres de este mundo; no hay diferencia, ustedes van a vivir para siempre aquí en esta tierra’. Pero Pedro vuelve a afirmar: ‘No es así, hermanos, de ninguna manera, pues vendrá el fin, y el reino de Dios será establecido en la tierra’.

Apresurando la venida del Señor

Finalmente, Pedro nos exhorta con las siguientes palabras: «Así que vosotros, oh amados, sabiéndolo de antemano, guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos, caigáis de vuestra firmeza. Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad» (2ª Pedro 3:17-18).

Amados hermanos, nosotros estamos aquí no sólo esperando la venida de nuestro Señor y su reino, sino que debemos también estar apresurando su venida. El tiempo, a los ojos del Señor, es flexible, el horario de Dios es espiritual. No es mecánico; puede ser adelantado, puede ser atrasado. Depende de la novia. Depende de la novia prepararse a sí misma; depende de la novia estar ataviada y pronta para Él y para el reino. Nosotros tenemos en eso un estímulo y un gran incentivo. Nosotros podemos, por la gracia del Señor, apresurar el establecimiento del reino, apurar la venida de nuestro Señor.

¿Deseas tú apresurar la venida del Señor? ¿O prefieres contribuir para que su venida se tarde? Si crecemos en gracia y en el pleno conocimiento de Jesucristo, nuestro Señor, nosotros estaremos no sólo aguardando su venida; estaremos, en verdad, apresurando su venida. ¡Que el Señor nos socorra!