Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.

El nombre de Abraham, o la confesión de la fe

El pacto no sólo tiene que ser sellado, sino también puesto en vigor y activado. La fe de Abraham no sólo tiene que ser confirmada por el sello de Dios, sino que también tiene que «reconocer que Dios es fiel». Cuando Dios se compromete en una promesa, espera que nosotros hagamos lo mismo sin reservas, y por ello Abraham pronto tuvo que demostrar su confianza mediante una confesión de fe franca e inequívoca. La oportunidad la proporcionaron circunstancias notables y significativas. Dios le requirió que adoptara un nuevo nombre, una nueva forma ligeramente modificada del anterior, pero con un significado bien distinto. El nombre Abram significa padre poderoso, pero Dios le dio el nombre Abraham, que significa padre de una multitud. El primero podía reclamarlo, sin que tuviera que considerarse impropio, pero, al asumir el otro implicaba la admisión y confirmación de sus futuras esperanzas y expectativas. Y cuando recordamos que esto ocurrió en una coyuntura de su vida en que su edad excluía la probabilidad natural incluso de aquello que requería, empezamos a ver cuán real tiene que haber sido la prueba. Era un hombre anciano, y su cuerpo ya había muerto. La esperanza de engendrar un hijo era contraria al sentido común, y con todo, la adopción del nuevo nombre tenía que ser conocida por todos sus amigos y familiares, por necesidad, y por tanto Abraham había de explicar y proclamar sus expectativas no razonables. Para uno que poseía la dignidad e influencia que tenía Abram entre su familia y seguidores, esto tenía que haber sido algo difícil de hacer, que le ponía a prueba, y esta prueba se hacía más difícil cuando iba siendo prorrogada por medio de una temporada de espera al parecer infructuosa. Pero la fe de Abraham no disminuyó durante toda la prueba. No sólo declaró su confianza en el cumplimiento por parte de su Padre de la promesa, sino que empezó a obrar en conformidad con la misma como si ya se hubiera cumplido, y de esta forma pasó a ser un testigo en el grado más alto de la fe: el principio que es, quizás, esencial a toda verdadera fe, que el apóstol dice que es «llamar lo que no es como si ya fuera».

Esta es, realmente, la fe atribuida por Dios a sí mismo por el apóstol en Romanos 4:17, y a la luz de este principio Él está obrando constantemente en relación con sucesos futuros, como si ya fueran reales. Así, su propio Hijo era considerado como inmolado desde la fundación del mundo. Así, somos reconocidos, incluso en nuestra vida terrenal, como sentados con Cristo en lugares celestiales e investidos ya de las dignidades y gloria de nuestra herencia futura. Esta es la fe que Dios requiere de su pueblo y que está dispuesto a darles; y realmente, no hay nada, excepto el mismo Espíritu de Cristo, dentro de nosotros que pueda capacitarnos para creer y obrar de esta forma. Preguntémonos, otra vez, ¿de qué es que damos testimonio en nuestras vidas? ¿Hasta dónde nos hemos aventurado bajo la simple palabra de Dios y considerado las cosas que no son como si ya fueran, no sólo en nuestros corazones, sino con todo el testimonio de nuestras vidas? ¿Hemos aceptado su perdón y lo hemos confesado? ¿Hemos recibido su gracia santificadora y reclamado nuestra herencia en la plenitud de Cristo? ¿Hemos, pues, tomado a Cristo para nuestras necesidades temporales y físicas y hemos emprendido la marcha sin esperar la evidencia confirmadora, sólo con su palabra simple y escueta? En los relatos de los antiguos santos de Dios se nos dice que eran testigos de fe. En el capítulo 11 de Hebreos resplandecen como estrellas –como constelaciones en el firmamento– del Antiguo Testamento. ¿Van a resplandecer igualmente nuestros nombres en los anales de esta dispensación? Estamos escribiendo nuestro historial cada día; que Dios nos ayude a inscribirlo con la punta de un diamante en la Roca, para siempre; y que lo registrado sea: «Creo en Dios», y «Sé en quién he creído, y estoy persuadido que es capaz de guardar mi depósito hasta aquel día».

La visión de Abraham, o la prueba de fe

Más tarde o más temprano, la prueba del sufrimiento tiene que seguir a toda promesa y profesión de fe. A Abraham le vino en un símbolo lleno de significado que se registra en el capítulo 15 de Génesis, la visión del horno humeante y la antorcha ardiente, que pasaba por entre los animales del sacrificio divididos, en la oscuridad de la noche y las profundas tinieblas que se habían arremolinado sobre su espíritu. Y lo mismo con nosotros, las promesas de Dios pueden ser seguidas por un ponerse el sol de la tierra en pruebas y tribulaciones, incluso en el horror y tinieblas que a veces caen sobre nuestro horizonte interior; y entonces, en medio de la oscuridad, viene un horno ardiente que escudriña el corazón con angustia y sufrimiento. Los hijos de la fe tienen que ser puestos a prueba en el mismo fuego, y cuanto más victoriosa es la fe y más glorioso el testigo, más ardiente ha de ser la llama, hasta que parezca que la vida y la fe han de ser las dos consumidas. Pero el oro es indestructible y la fe sobrevive y se abrillanta con esta prueba.

Había otra figura en la visión y era la antorcha ardiente que brillaba en la oscuridad, por encima del humo del horno. Esta es la presencia celestial que nunca nos abandona en la hora más oscura. Era, a su vez, un símbolo majestuoso de otra figura, mayor aún, que más tarde apareció a Israel, cuando ellos ya habían salido del horno humeante de Egipto, a saber, la columna de nube y de fuego, el tipo de la luz y la protección que el Espíritu Santo proporciona al corazón cansado que confía cuando pasa por el desierto. Fue en esta hora de tinieblas e ígnea visión, que Dios dio a Abraham la promesa más clara y precisa de su futura herencia, escribiendo a la luz vívida de las llamas del horno los mismos nombres de las naciones que iba a expulsar de la tierra a través de su descendencia y hablando de todo ello en tiempo perfecto, como si ya se hubiera realizado. ¿No ocurre lo mismo con nosotros, que en la hora del sufrimiento más vivo Dios siempre nos ha hablado en sus palabras más grandes, y ha grabado al fuego en la visión con una precisión y claridad que la fe no puede olvidar nunca las promesas que El está ahora cumpliendo en nuestras vidas agradecidas? No temamos la oscuridad y el fuego, sino confiemos más por causa de aquello que viene a poner a prueba nuestra confianza El sufrimiento no sólo viene a quemar la escoria, sino que viene a grabar al fuego la promesa. No pensemos que sea extraña la prueba ardiente a que estamos sometidos; es más preciosa aún para el que la envía que el oro, que perece, y se hallará que ha redundado en «alabanza y honor y gloria a la venida de nuestro Señor Jesucristo».

Melquisedec, o el verdadero objeto de nuestra fe

Una figura humana misteriosa se cruzó en el camino, de Abraham durante unas horas, dejando una impresión tan vívida que ha permanecido como una visión profética de la venida del Mesías, tanto en los salmos como en el Nuevo Testamento. Esta figura es considerada por muchos como verdaderamente sobrehumana, y como nada menos que el mismo Cristo personal y real viviendo en la tierra antes de su advenimiento en forma humana, a fin de mostrar de algún modo a Abraham lo que su vida terrenal después representaría para el mundo, su carácter y obra de mediador. No podemos aceptar este punto de vista a menos de poseer evidencia más sólida que la que podemos hallar en las Escrituras. Sería innecesario que Cristo tuviera que aparecer dos veces en la tierra en su personalidad real. Lo que creemos es que él apareció a Abraham en forma humana poco antes de la destrucción de Sodoma y Gomorra, pero se trataba indudablemente de una apariencia asumida. Melquisedec se nos muestra como un personaje humano real. Era el rey de Salem, la antigua Jerusalén; y era también un verdadero adorador y un sacerdote oficial del Dios Altísimo; probablemente como Job, que había sido preservado de la primitiva fe, que había pasado desde Noé sin corrupción, y Dios lo usó como un tipo especial del carácter oficial y la obra mediadora del futuro Mesías.

El apóstol declara que carecía de padre, era sin genealogía. Esto ha de significar que su árbol genealógico es misterioso y desconocido, y que se presenta en el curso del tiempo sin introducción, una figura vívida y pasajera que expresa en una breve mirada los aspectos que Dios quería revelarnos de su Hijo. Esto se expresa en el nombre, la posición y el oficio de Melquisedec.

Su nombre en hebreo significa «Rey de justicia»; su posición política era la de rey de Salem, que significa «paz»; y su carácter oficial era el de sacerdote. Así combina en su persona los dos cargos de sacerdote y rey, y las dos cualidades de justicia y paz.

Éstas son las cuatro ideas básicas en la obra y cargo de mediador de Cristo. Es nuestro Sacerdote y Rey, y nos trae su justicia y su paz. Como nuestro sacerdote, dirime para nosotros la cuestión del pecado y nos garantiza nuestra posición y privilegios con respecto a Dios; del mismo modo, nuestro rey, nos protege, somos sus súbditos, nos gobierna y nos guía y vence a nuestros enemigos y los suyos. Como nuestro verdadero Melquisedec, él reúne estos dos cargos en una persona, el de rey, cuya majestad podemos temer, es el sacerdote, cuyos sufrimientos e intercesión nos han salvado de nuestros pecados y nos han reconciliado a su favor. Él nos trae su justicia que nos justifica y santifica y pasa a ser para nosotros el Señor, nuestra justicia. Y él va a bendecir a su pueblo con su paz. Su sangre rociada pacifica la conciencia culpable. Su amor perdonador nos pone en paz con Dios. Su Espíritu manso alienta en nuestro corazón su reposo. Su seno nos ofrece descanso de todo cuidado y temor, y en la cámara interna de su presencia hallamos la paz que sobrepasa todo conocimiento. Todo esto representó Melquisedec a Abraham. Todo esto es Cristo para nosotros. ¿Hemos ya conocido y aceptado a Cristo como hizo el antiguo patriarca? ¿Nos hemos puesto a su disposición con nuestra adoración y sumisión? ¿Ha pasado a ser nuestro gran Sumo Sacerdote, nuestro Rey supremo y glorioso? ¿Nos ha cubierto con su justicia, y ha pasado a ser nuestra santificación? ¿Y nos hemos postrado en el estrado de su trono y le hemos recibido como Príncipe de Paz y hallado que es verdad en nuestra feliz experiencia que lo dilatado de su imperio y la paz no tienen límite?

Éstos son algunos de los símbolos de la vida de Abraham. Al dejarlos, ¿nos dejan ellos, a su vez, en nuestro peregrinaje por una patria mejor que él ya ha alcanzado, y en el altar del sacrificio en que él lo halló todo al darlo todo? ¿Nos han traído la visión de nuestra descendencia, nos han sellado con el secreto de nuestra verdadera vida, la muerte del yo y la vida de resurrección de Cristo? ¿Y saldremos adelante, dando testimonio, como él, de nuestras promesas del pacto, incluso si ha de ser en el horno humeante, y en las tinieblas nocturnas de las pruebas más profundas de la vida? Y por encima de todas las otras lecciones, mayor que Abraham y que la fe de Abraham, ¿nos han llevado estos símbolos a nosotros mismos a los pies del Príncipe de Paz y del Rey de Justicia, como Autor y Consumador de nuestra fe, como Alfa y Omega de todas nuestras esperanzas y bendiciones? (Continuará).