Una maravillosa obra de Dios más allá de las fronteras de lo conocido, donde el amor de Dios llegó a conmover los cimientos de una religión milenaria.

– Desde hace mucho los esperábamos para que nos hablen de ese Dios que ama – dijo con un extraño acento el lama tibetano, mientras hacía ademanes corteses a los misioneros para que le siguieran.

El corazón de la misionera Gladys Aylward comenzó a palpitar aceleradamente. Había estado por más de una década en la China, y estaba habituada a que Dios le deparara sorpresas, pero pocas veces había tenido un encuentro más extraño. Miró con estupor al anciano doctor Huang, que le acompañaba, pero él estaba tan sorprendido como ella.

Por ahora no había mucho que hacer ni en qué pensar, excepto seguir al monje por el sendero que les señalaba. Al llegar a la cúspide de la colina vieron una escena que les quitó el aliento. En un entorno de una exuberante vegetación se levantaba un edificio imponente y majestuoso: Era un lamasario.

Al franquear la enorme puerta, la pequeña misionera no pudo dejar de pensar: Ya estamos adentro, pero ¿volveremos a salir alguna vez? Un grupo de lamas les saludó con suma cortesía y les condujo a una habitación, mientras otros llegaban con agua, almohadas y platillos con exquisitos manjares.

“Esto parece un sueño” – pensó Gladys Aylward.

Una pequeña camarera inglesa

Gladys Aylward había sentido tempranamente el deseo de viajar a China para ayudar a la evangelización de ese gran país. A poco de convertirse a Cristo había solicitado el ingreso en una sociedad misionera, pero fue rechazada por sus bajas calificaciones. Sin embargo, su deseo fue tan fuerte que decidió viajar sola, después de orar intensamente y de hallar en las Escrituras suficientes señales que le guiaban en tal sentido.

Su anhelo se vio confirmado cuando supo que una anciana misionera en China –Jeannie Lawson, de 73 años– estaba orando para que Dios le enviase una persona joven que pudiera continuar la obra que ella realizaba, pues presentía que su partida estaba cercana. Cuando Gladys lo supo, dijo simplemente:

– Muy bien, esa persona soy yo.

Después de muchas peripecias en un largo viaje en tren y luego a lomo de mula, llegó a Yang-Cheng sana y salva.

Allí colaboró primero con Jeannie Lawson, y la sucedió en su obra, después de la muerte de ella. Cuando ya su situación se tornaba insostenible en ese lugar, el Señor le proveyó un empleo en el gobierno regional, que le permitió recorrer toda esa vasta región ¡predicando el evangelio con toda libertad!

En años posteriores había sentido la dirección de Dios para formar un rústico orfanatorio, en el cual había sustentado a más de cien niños abandonados, además de muchos heridos que la guerra iba dejando, no sólo entre los chinos sino también entre sus enemigos.

Pero ahora, ¿cómo había llegado ella hasta aquí?

El poder de la oración

Hacía no muchos días atrás, mientras servía con unos misioneros ingleses en Fenghsien, fue invitada a hablar sobre la obra misionera en una conferencia de jóvenes. Se trataba de un grupo de entusiastas cristianos que habían tenido que huir por la guerra, y que ahora la buscaban oportunidad de instruirse para servir al Señor.

Sin embargo, cuando las conferencias ya comenzaban, Gladys enfermó otra vez, y no pudo participar en ellas. Debió guardar cama por tres semanas. Un día, mientras estaba allí tendida, escuchó murmullos en el cuarto contiguo. Se levantó silenciosamente, y vio que había un grupo de estudiantes que oraban en torno a un mapa por los lugares que al azar iban apuntando con el dedo. Esto lo hicieron por varios días.

Ellos no podían ir a esos lugares, ¡pero sí podían orar para que Dios enviara a quien estuviera en condiciones de hacerlo!

Gladys sintió que ella debía ir.

Y, en efecto, lo hizo. Durante varios días recorrió aldeas, predicando. Los cristianos que allí había la recibían alborozados. Sin embargo, cuando llegó a la última aldea del distrito y manifestó su deseo de ir más allá, todos le aconsejaron que no siguiera.

– Este es el final. Más adelante no hay nada – le dijeron.

– Pero el mundo no termina ahí como lo afirman ustedes –respondió la intrépida misionera–. Debo seguir más adelante. Para eso he venido.

Después de mucho porfiar logró que un hermano, el doctor Huang, la acompañara por cinco días. Así que emprendieron la marcha. Los cinco días se prolongaron a nueve, en los cuales compartían con todos los que encontraban a su paso. En esos lugares nunca se había predicado a Jesucristo.

Al décimo día llegaron al pie de una montaña y no vieron en todo el día una sola alma. ¿Dónde pernoctarían? Gladys se sintió turbada. Entonces, oraron. Ella, por su necesidad, y él porque el Señor les pusiera alguien por delante a quien compartirle de Jesús.

Luego, ya más confiados, comenzaron a cantar. Su voz retumbaba en las paredes de la montaña. De pronto, el doctor Huang dio un salto: había visto un hombre. Se acercó a él presuroso, y vio que era nada menos que ¡un sacerdote lama tibetano!

Una extraña reunión de evangelización

Ahora ellos se encontraban disfrutando la hospitalidad del lamasario.

Luego del afectuoso recibimiento, y cuando ya se aprestaban a descansar, dos hombres llamaron a la puerta y les invitaron a que les siguieran. Fueron conducidos a través de muchos patios hasta que por fin llegaron a uno muy grande, en el cual habían 500 cojines hechos de hojas de cocotero alineados en un cómodo semicírculo. Sobre cada uno de ellos se encontraba sentado un lama con sus manos piadosamente cruzadas y su cabeza inclinada.

En el centro había dos cojines vacíos, y hasta allí fueron conducidos. Gladys estaba desconcertada. ¿Qué esperan que hagamos?, pensó con cierto nerviosismo.

El doctor Huang le dijo, entonces, al oído:

– Nosotros tomaremos la iniciativa. Póngase a cantar.

– Pero, ¿qué canto?

– Lo que usted quiera – le dijo el doctor Huang.

Con voz muy temblorosa, Gladys comenzó a cantar un himno en chino.

Un silencio sepulcral siguió al canto. Entonces, el doctor Huang comenzó a hablar. Les contó acerca del Niño que nació en un pesebre en Belén; luego les habló del Salvador que murió en la cruz.

– Ahora cante usted otra vez – dijo. De modo que Gladys cantó. Luego habló y volvió a cantar. Habló en seguida el doctor Huang. Y luego, ella cantó y habló de nuevo.

Los quinientos lamas permanecían impasibles sentados sobre sus cojines. Los misioneros no podían ver sus rostros, pero ¿por qué no decían algo para dar por terminada la reunión?

Gladys estaba agotadísima.

– Dentro de un instante me voy a caer de este cojín – le susurró al doctor Huang.

– Entonces ya podemos terminar – dijo éste. Y salieron. Más tarde supieron que como visitantes ellos tenían la iniciativa para moverse. Las reglas de cortesía exigían que el auditorio permaneciera quieto mientras ellos estuviesen sentados.

Al poco rato, cuando Gladys se aprestaba a acostarse, llamaron a su puerta. Era dos sacerdotes que esperaban cortésmente.

– Señora, ¿está usted demasiado cansada para hablarnos más? – preguntaron humildemente.

Entraron, escucharon con mucha atención, y luego se marcharon. Minutos después llegaron otros dos, y así sucesivamente toda la noche. Siempre hacían la misma pregunta:

– ¿Quiere explicarnos cómo y por qué murió? ¿Podría decirme por qué me pudo amar?

Estos hombres jamás dudaron de que Dios fuese el creador del mundo; jamás dudaron del hecho del nacimiento virginal; jamás objetaron los milagros. Para ellos fue la maravilla del amor de Dios lo que les obsesionaba. La historia de la muerte de Cristo en el Calvario llenaba sus mentes de temor y reverencia.

A la mañana siguiente, Gladys supo que también el doctor Huang había sido visitado lo mismo que ella.

Durante una semana, los monjes, apenas estaban libres de sus obligaciones, acudían a hacer preguntas. La noche previa a su partida del lamasario, Gladys fue invitada para presentarse ante el gran lama, a quien hasta entonces no había visto.

Éste era un hombre bien parecido, que estaba sentado en un hermoso cojín, y rodeado de un séquito de servidores.

Después de tocar varios temas, la misionera se atrevió a hacerle la pregunta que le comía la lengua:

– ¿Por qué me dejó entrar a su lamasario, siendo yo una mujer extranjera? ¿Por qué me dejó hablar ante sus sacerdotes?

La respuesta del gran lama llenó de asombro a Gladys Aylward.

El Dios que ama

“Es una larga historia – comenzó el gran lama. Por acá en nuestras laderas crece una hierba llamada regaliz, que mis lamas recogen y venden en las ciudades. Cierta vez que los hombres vendían hierba en una aldea vieron a un hombre que agitaba un papel en su mano y gritaba:

– ¿Quién quiere uno? La salvación es gratis y no cuesta nada. El que cree puede ser salvo y vivir para siempre. Si usted quiere saber más acerca de esto venga al salón del evangelio.

“Los lamas, completamente pasmados de tal doctrina, tomaron el folleto y lo trajeron al lamasario. Fue entonces cuando me dieron el folleto, ahora gastado y hecho pedazos, pegado en la pared. Véalo usted”.

La misionera lo vio, y se dio cuenta que era un folleto común y corriente, que citaba el pasaje de Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Eso fue todo, pero de ahí concluyeron que en alguna parte había “un Dios que amaba”. Todos lo leyeron y lo volvieron a leer o se lo leyeron a otros.

– Al año siguiente –continuó el gran lama–, cuando nuestros hombres llevaron la hierba a las ciudades, se les ordenó investigar dónde vivía ‘el Dios que amaba’, pero por cinco años no lograron saber más.

Entonces, el hombre que primero recibió el folleto juró que no regresaría hasta no saber más acerca de este Dios. Acompañado de otros lamas, siguieron su camino hasta que llegaron a Len Chow. Allí vieron en la calle a un hombre de porte distinguido y le hicieron la pregunta acostumbrada:

– ¿Puede usted informarnos dónde vive el Dios que ama?

– Oh sí –contestó él– Váyanse ustedes por esa calle hasta llegar a una gran entrada con tres signos sobre ella: Fe, Esperanza y Amor. Allí le hablarán acerca de ese Dios.

“Gozosos llegaron a la pequeña casa de la Misión al Interior de la China e hicieron la misma pregunta a un evangelista chino. El les dijo todo lo que pudo, y les regaló a cada uno una copia de los Evangelios.

“Ansiosos regresaron al lamasario y leímos los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Creímos todo lo que contenían los evangelios, aunque por supuesto muchas cosas no las pudimos entender. Pero un versículo nos pareció de importancia especial. Cristo había dicho: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio”. Entonces, sencillamente alguien tenía que venir a decirme más acerca de este maravilloso Dios. Todo lo que teníamos que hacer era esperar, y cuando Dios mandara un mensajero, estar listos para recibirlo.

“Esperamos tres años más. Entonces dos lamas, que recogían palitos allá en la falda del cerro, escucharon que alguien cantaba. ‘Estos son los mensajeros que estamos esperando’, dijeron. Sólo las gentes que conocen a Dios cantan.

“Mientras uno regresó para decirnos que nos preparáramos para recibir a nuestros largamente esperados huéspedes, el otro se fue a encontrarlos junto a la falda del cerro.”

Fruto para la eternidad

Poco después de esto, el lamasario fue destruido por los comunistas, y los 500 lamas fueron arrojados de allí. ¿Qué fue de ellos? Después de lo que los misioneros vivieron allí, ellos no tienen ninguna duda de que muchos de ellos recibieron la salvación. Dios había preparado el terreno; el doctor Huang y la pequeña misionera podían sentirse agradecidos porque Dios los había usado como mensajeros. Sin embargo, sólo en la eternidad ellos habrán de saber el verdadero resultado de esa, la más extraña semana jamás vivida.

Adaptado de La pequeña mujer en la China, por Gladys Aylward.