James Hudson Taylor fue uno de los misioneros más ampliamente usados en la historia de China. Durante sus 51 años de servicio allí, su «Misión al Interior de China» llevó 849 misioneros al servicio y entrenó a unos 700 obreros chinos.

Resumen de la Primera Parte

Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832, en Inglaterra. A los 17 años de edad entregó su vida al Señor y sintió el llamado a servir como misionero en China. Tras una esforzada y solitaria preparación, viajó a ese país, donde sirvió en la Sociedad para la Evangelización de China. Allí realiza numerosos viajes evangelísticos, se casa con María Dyer, y asume la dirección de un Hospital. Sin embargo, tras siete años de servicio, y debido a su excesivo trabajo, su salud se deteriora, así que tiene que viajar de vuelta a Inglaterra. En su país se ocupa en la revisión del Nuevo Testamento Ningpo, de completar sus estudios de medicina, y de instar a las juntas misioneras denominacionales a asumir la evangelización del interior de China. Sin embargo, ninguna estaba en condiciones de acometer tan grande tarea.

Debido a esto, Hudson Taylor se sumió en una profunda crisis emocional. Mientras trataba de recuperarse en Brighton, junto al mar, finalmente decide ponerse en las manos del Señor para asumir él mismo el desafío, para lo cual le solicita 24 obreros, dos para cada provincia china y para Mongolia. Hudson Taylor tenía 33 años.

Nace la Misión al Interior de China

Muy pronto la casa de los Taylor en Inglaterra comenzó a llenarse de candidatos. La publicación del libro «La necesidad espiritual y las demandas de China» ayudó a despertar el interés por la obra de Dios en ese país. Sin embargo, las peculiaridades de la nueva Misión (denominada «Misión al Interior de China») alejaba a muchos, porque ella no solicitaba dinero, ni aseguraba un sueldo a sus misioneros. Pese a esto fue tal la respuesta, que hubo que avisar que cesaran las donaciones, porque las necesidades estaban cubiertas.

El 26 de mayo de 1866 Hudson Taylor salió con el primer grupo de 16 colaboradores rumbo a China. Este primer viaje no estuvo exento de peripecias, pues estuvieron a punto de naufragar en más de una oportunidad. Pero, gracias a Dios, llegaron sanos y salvos, y se establecieron en Hang-chow. Al año siguiente la familia Taylor vivió una profunda tristeza por la partida de su hija Gracie, de ocho años; sin embargo, la obra se extendía rápidamente por el Gran Canal hacia el interior.

Hudson Taylor enfrentó por ese tiempo otras pruebas muy fuertes. Una fue el motín de Yangchow, en que estuvo a punto de perder la vida, y otro, el descrédito que sufrió a manos de algunos miembros de su propio equipo, quienes regresaron a Inglaterra y lograron desanimar a algunos colaboradores. Debido a esto hubieron de enfrentar algunas estrecheces económicas, pero fue entonces que se manifestó la fidelidad de un conocido hombre de Dios: George Müller. Su nombre se había hecho conocido, pues sostenía por la sola fe y la oración, sin aportes fijos ni solicitar fondos, un orfanato de unos dos mil niños y niñas. Müller no sólo tenía carga por los huérfanos de Inglaterra, sino también por la evangelización en China, y así lo hizo notar en muchas ocasiones. Con sus oraciones, sus cartas y sus aportes, muchas veces infundió ánimo a los misioneros a la distancia. Las contribuciones de Müller durante los años siguientes alcanzaron la no despreciable suma de casi diez mil dólares anuales, ¡pese a que necesitaba mirar al Cielo diariamente por el sustento de sus propios huerfanitos!

La gran experiencia espiritual

En septiembre de 1869 Hudson Taylor entró en una experiencia espiritual que marcó su vida, y de la cual habría de compartir a muchos durante sus años siguientes. Él la llamó de la «vida canjeada». Poco antes había estado muy desanimado, por la falta de comunión con su Señor, y por la escasez de frutos, y no sabía cómo podría mejorar. Pero la llegada de una carta de su amigo Juan McCarthy en que le contaba su propia experiencia, gatilló en él la solución tan anhelada. ¿En qué consistió? En ver, a partir de Juan capítulo 15, cómo permanecer en Cristo, y recibir de él la fuerza necesaria para una vida victoriosa. Después de esto, Hudson Taylor fue otro hombre. ¡Aquella fue una experiencia que sería capaz de resistir todos los embates del tiempo! (Ver artículo «El secreto espiritual de Hudson Taylor», pág. 74).

Pruebas y expansión

Pronto se acercaban, sin embargo, algunas experiencias familiares aún más dolorosas que las ya vividas. En medio de una época muy agitada en la vida de China –la matanza de Tientsin– el matrimonio Taylor tuvo que separarse del resto de sus hijos para enviarlos a Inglaterra para su educación. Y poco después, en julio de 1870, muere un hijo recién nacido y, a los pocos días, María Dyer, quien contaba apenas con treinta y tres años. En estas circunstancias, Hudson Taylor tuvo que echar mano más que nunca el consuelo procedente de sus experiencias espirituales.

«¡Cuánta falta me hacía mi querida esposa y las voces de los niños tan lejos allá en Inglaterra! Fue entonces que comprendí por qué el Señor me había dado ese pasaje de las Escrituras con tanta claridad: ‘Cualquiera que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás’. Veinte veces al día, tal vez, al sentir los amagos de esa sed, yo clamaba a él: ‘¡Señor, tú prometiste!’ Me prometiste que jamás tendría sed otra vez’ Y ya fuera de noche o de día, ¡Jesús llegaba prestamente a satisfacer mi corazón dolorido! Tanto fue así que a veces me preguntaba si mi amada estaría gozando más de la presencia del Señor allá, que yo en mi cuarto, solitario y triste». Al año siguiente, Taylor tuvo severos dolores del hígado y del pulmón, y muchas veces tuvo dificultades para respirar. Sin embargo, junto a cada dolor físico había el profundo consuelo de una vivencia más íntima con Cristo.

La renuncia del matrimonio Berger, que dirigía la Misión en Inglaterra, obligó a Taylor a viajar a ese país en 1872. Allí, en los próximos quince meses, organizó un Consejo de apoyo a la Misión, mientras oraban intensamente en reuniones realizadas en su casa. F. W. Baller, un joven creyente que llegó a ser después un íntimo colaborador, escribió lo siguiente cuando le vio por primera vez en una de esas reuniones: «El Sr. Taylor inició la reunión anunciando un himno, y sentándose al armonio, dirigió el canto. Su aspecto no era muy imponente. Era pequeño de estatura y hablaba en voz baja. Como todo joven, quizá yo asociaba la importancia con la bulla y buscaba mejor presencia de un líder. Pero cuando dijo «oremos», y procedió a dirigir la oración, cambié de opinión. Nunca había oído a nadie orar así. Había una sencillez, una ternura, una audacia, un poder que me subyugó y me dejó mudo. Me di cuenta que Dios le había admitido en el círculo íntimo de comunión con él».

Cierto día, parado frente al mapa de China, Taylor se volvió hacia unos amigos que le acompañaban y dijo: «¿Tienen fe ustedes en pedir conmigo a Dios dieciocho jóvenes que vayan de dos en dos a las nueve provincias que aún quedan por evangelizar?». La respuesta fue afirmativa; así que allí mismo, tomados de las manos delante del mapa, se pactaron con toda seriedad para orar diariamente por los obreros que se necesitaban.

Poco después, de regreso en China, Taylor pudo comprobar con tristeza que la obra trastabillaba. En vez de hacer planes para su adelanto, apenas pudo atender lo necesario para robustecer lo que había. En esa circunstancia, su nueva esposa, Jenne Faulding, prestaba una gran ayuda. Al cabo de unos nueve meses pudo visitar cada centro y cada punto de predicación de la Misión. La obra cobró nueva fuerza.

Nuevos sueños

Un día lo siguió un anciano hasta donde él alojaba y le dijo: «Me llamo Dzing, y tengo una pregunta que me atormenta: ¿Qué voy a hacer con mis pecados? Nuestro maestro nos enseña que no hay un estado futuro, pero encuentro difícil creerlo… ¡Ah Señor! De noche me tiro en la cama a pensar. De día me siento solitario a pensar. Pienso, y pienso, y pienso más, pero no sé qué hacer con mis pecados. Tengo setenta y dos años. No espero terminar otra década. ¿Puede usted decirme qué debo hacer con mis pecados?». Esta conversación, más el ver las multitudes en las grandes ciudades sin testimonio de Dios, produjo en Hudson Taylor una nueva urgencia por más obreros. En una de sus Biblias escribió: «Le pedí a Dios cincuenta o cien evangelistas nacionales y otros tantos misioneros como sean necesarios para abrir los campos en los cuatro Fus y cuarenta y ocho ciudades Hsien que están aún desocupados en la provincia de Chekiang. Pedí en el nombre de Jesús». Era el 27 de enero de 1874.

Poco después le fue entregada a Taylor una carta que traía una donación de 800 libras «para la obra en provincias nuevas». ¡La carta había sido enviada aún antes de que Taylor escribiera su petición en la Biblia!

Sin embargo, un llamado urgente desde Inglaterra por parte de la Srta. Blatchley –que estaba a cargo de los niños– lo obligó a viajar de inmediato. Luego supo que ella había muerto. Allí en Inglaterra le sobrevino una grave enfermedad a la columna, a causa de una caída que había tenido poco antes de salir de China. Como consecuencia, estuvo paralizado de sus piernas, totalmente postrado.

Allí, solo, en su lecho de dolor –su esposa estaba lejos atendiendo otras necesidades–, con la carga de la inmensa obra sobre su corazón y con poca esperanza de volver a caminar, surgió, sin embargo, el mayor crecimiento para la Misión al Interior de China. En 1875 publicó un folleto titulado: «Llamamiento a la oración a favor de más de 150 millones de chinos», en el cual solicitaba la cooperación de dieciocho misioneros jóvenes que abrieran el camino. En poco tiempo se completó el número solicitado, y él mismo, desde su lecho, comenzó a enseñarles el idioma chino. ¿Cómo explicaba Taylor las extrañas circunstancias en que se dio esta expansión? «Si yo hubiera estado bien (de salud) y pudiera haberme movido de un lugar a otro, algunos hubieran pensado que era la urgencia del llamamiento que yo hacía y no la obra de Dios lo que había enviado a los dieciocho a China».

Las formas cómo el Señor proveía para las necesidades para la Misión eran variadas y asombrosas. Cierta vez viajaba con un noble amigo ruso que le había escuchado hablar. «Permítame darle una cosa pequeña para su obra en China», le dijo, extendiéndole un billete grande. Taylor, pensando que tal vez se había equivocado, le dijo: «¿No pensaba darme usted cinco libras? Permítame devolverle este billete, pues es de cincuenta». «No puedo recibirlo», le contestó el conde no menos sorprendido. «Eran cinco libras lo que pensaba darle, pero seguramente Dios quería que le diera cincuenta, de manera que no puedo tomarlo otra vez.» Al llegar a casa, Taylor halló que todos estaban orando. Era fecha de enviar otra remesa para China, y aún faltaban más de 49 libras. ¡Ahí entendió Taylor por qué el conde le había dado 50 libras y no 5!

Durante los próximos años, los pioneros de la Misión viajaron miles de kilómetros por todas las provincias del interior. Sin embargo, lo mucho que ellos hacían era, en verdad, tan poco comparado con los millones de chinos que diariamente morían sin Cristo. Taylor se percató de que la única manera de alcanzar a toda China era incorporando al servicio a los mismos chinos. «Yo miro a los misioneros (extranjeros) como el andamio alrededor de un edificio en construcción; cuanto más ligero pueda prescindirse de él, tanto mejor».

El desbordamiento

En 1882 Taylor oró al Señor por setenta misioneros, los cuales Dios fielmente proveyó en los tres años siguientes, con su respectivo sustento. El reclutamiento de los Setenta trajo una gran conmoción en toda Inglaterra, notificando a todo el pueblo cristiano de la gran obra que Dios estaba realizando en China. Otros conocidos siervos de Dios, como Andrew Bonar y Charles Spurgeon, se sumaron al apoyo a la Misión.

Cuatro años más tarde, Taylor da otro paso de fe, y pide al Señor cien misioneros. Ninguna Misión existente había soñado jamás en enviar nuevos obreros en tan gran escala. En ese tiempo, la Misión tenía sólo 190 miembros y pedirle a Dios un aumento de más del cincuenta por ciento ¡era algo impensable! Sin embargo, durante 1887, milagrosamente, seiscientos candidatos venidos de Inglaterra, Escocia e Irlanda, se inscribieron para enrolarse. Así, el trabajo de la Misión se esparció por todo el interior del país según era el deseo original de Taylor. ¡Al final del siglo XIX, la mitad de todos los misioneros del país estaban ligados a la Misión!

En octubre de 1888, Taylor visita Estados Unidos, donde fue recibido afectuosamente en Northfield por D. L. Moody, desde donde emprendió el regreso a China, pero no solo: le acompañaban 14 jóvenes misioneros más, procedentes de Estados Unidos y Canadá.
Durante los próximos años, Taylor vio extenderse su ministerio a todo el mundo. Compartió su tiempo visitando América, Europa y Oceanía, reclutando misioneros para China. Fueron los años del desbordamiento espiritual, que ahora se extendía por todos los confines de la tierra.

Un carácter transformado

El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus ingresos diarios – ‘Mi paz os doy’. Todo aquello que no agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le agitaría a él. La serenidad del Señor Jesús en relación a cualquier asunto, y en el momento más crítico, era su ideal y su posesión práctica. No conocía nada de prisas ni de apuros, de nervios trémulos ni agitación de espíritu. Conocía esa paz que sobrepuja todo entendimiento, y sabía que no podía existir sin ella… Yo conocía las ‘doctrinas de Keswick, y las había enseñado a otros, pero en este hombre se veía la realidad, la personificación de la ‘doctrina Keswick’, tal como yo nunca esperaba verlo».

La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la leía, sino que la vivía.

En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa María y cuatro de sus hijos.

Mientras recorrían las ciudades chinas, Howard pudo comprobar el gran amor que todos le dispensaban a su padre, y también conocer cuál era el secreto de su prodigiosa vida espiritual. Para Taylor, el secreto estaba en mantener la comunión con Dios diaria y momentáneamente. Y esto se podía lograr únicamente por medio de la oración secreta y el alimentarse de la Palabra. Pero ¿cómo obtener el tiempo necesario para estos dos ejercicios espirituales? «A menudo, cuando tanto los viajeros como los portadores chinos habían de pasar la noche en un solo cuarto (en las humildes posadas chinas), se tendían unas cortinas para proveer un rincón aislado para nuestro padre, y otro para nosotros.

Y luego, cuando el sueño había hecho presa de la mayoría, se oía el chasquido de un fósforo y una tenue luz de vela nos avisaba que Hudson Taylor, por más cansado que estuviera, estaba entregado al estudio de su Biblia en dos volúmenes que siempre llevaba. De las dos a las cuatro de la madrugada era el rato generalmente dedicado a la oración – el tiempo cuando podía estar seguro de que no habría interrupción en su comunión con Dios. Esa lucecita de vela ha sido más significativa para nosotros que todo lo que hemos leído u oído acerca de la oración secreta; esto significaba una realidad – no la prédica, sino la práctica».

Después de haber recorrido todas las misiones establecidas por él, Hudson Taylor se retiró a descansar una tarde de junio de 1905, y de este sueño despertó en las mansiones celestiales.