Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.

La simiente de Abraham, o la vida de fe

Fue con relación a la promesa de su descendencia que la fe del patriarca fue ejercitada y puesta a prueba. Al principio la promesa que recibió y comprendió se refería a su descendencia literal, pero cuando el pacto fue haciéndose más explícito y la luz más viva, se extendió a un significado mucho más amplio y la promesa de la descendencia pasó a ser para él el símbolo de su futuro Salvador. Que esto era así se desprende del lenguaje del apóstol en Gálatas 3: 16: «No dice: Y a las simientes, como refiriéndose a muchos, sino a uno. Y a tu simiente, la cual es Cristo». Que Abraham lo entendió queda implicado en las palabras de Cristo a los fariseos: «Abraham vuestro padre se regocijó de que había de ver mi día; lo vio, y se regocijó» (Juan 8:56). De modo que la fe y las promesas de Abraham estaban todas resumidas y centradas en la persona de Cristo. Así que dejemos que nuestra fe halle su centro, y nuestras promesas siempre alcanzarán el verdadero foco en Él, que es el primero y el último, y el todo de la fe y la esperanza cristianas.

Que nuestros más queridos afectos y expectativas terrenales, como el amado hijo de Abraham, se enlacen y se pierdan en la persona de Jesús mismo. Entonces, verdaderamente, toda nuestra vida será celestial, y todas las cuerdas de nuestro corazón nos atarán a su corazón de amor. Pero hay otra idea más importante sugerida por la simiente de Abraham; es decir, que su fe y esperanza fueron elevadas más allá de él mismo y de los límites estrechos de su corta vida, para hallar su cumplimiento y fruto en las vidas de otros y alcanzar su plenitud, no ya en las bendiciones que él recibía, sino en la bendición que había de ser para otros. El enlace de todas sus promesas con su descendencia fue el estímulo constante de su espíritu desinteresado, y nos enseña a nosotros que hemos también de perder nuestras vidas en las vidas de otros, y hallar nuestra bendición siendo una bendición.

La ciencia natural nos enseña que el gran designio de cada planta en la naturaleza se expresa en la semilla y es realizada en el principio de reproducción. En tanto que podemos valorar el árbol frutal principalmente por su rico y lozano fruto, la naturaleza reconoce la pequeña semilla incrustada dentro del fruto como el valor verdadero y esencial de la planta, no la pulpa y el jugo; y del mismo modo Dios nos evalúa, no tanto por lo que somos, como por lo que podemos llegar a ser en los asuntos de nuestra vida. El árbol es conocido, pues, por su fruto y la prueba y es-tándar del fruto establecido por Cristo es: «Algunos a treinta, otros a sesenta y otros a ciento».

La promesa se le dio a Abraham en la forma de dos símbolos notables; el primero de ellos era la arena de la orilla del mar, cuyo número había de ser superado por su descendencia. Esto sin duda tiene una referencia especial a su posteridad terrena, la descendencia literal de Abraham que sin duda va a realizar completamente en las edades futuras la restauración de Israel, en la plenitud expresiva de esta promesa. El segundo símbolo era el de las estrellas del cielo, cuyo número y esplendor la ciencia moderna ha expandido mucho más allá de la concepción más elevada de Abraham; pero incluso esto será cumplido al pie de la letra en la simiente espiritual del padre de los creyentes. Una gran multitud que nadie podía contar, tan variada en su carácter espiritual e infinitamente más gloriosa que las estrellas del cielo se reunirá a los pies de Dios, y demostrará ante él y el universo la fidelidad de Dios y la bienaventuranza de creer en él.

La misma espléndida figura se usa para describir las recompensas y expectativas del servicio cristiano. «Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia como las estrellas a perpetua eternidad». Nosotros podemos reclamar las mismas gloriosas promesas y posibilidades. Éste es el verdadero objetivo y la recompensa más satisfactoria de la vida humana. Cuando el aplauso o las críticas de los hombres ya habrán sido olvidadas, cuando las incomodidades pasajeras y los goces de la vida hayan pasado, cuando el fuego en que habrá sido probada la obra de cada hombre, y la madera y la paja se hayan convertido en ceniza en la última conflagración; ¡oh!, entonces será bienaventurado, verdaderamente, recoger del naufragio de la vida los tesoros de almas preciosas que se nos habrá permitido salvar y colocarlos en Su corona y en la nuestra. Dios conceda que podamos tener muchas de estas constelaciones en aquel firmamento.

No hace falta la historia escrita con amor,
ni el nombre o monumento grabado en la piedra;
sea nuestra gloria aquello por lo cual vivimos,
y seamos recordados por lo que hemos hecho.

El sello de Abraham, o la vida de resurrección

El pacto de Dios con Abraham fue ratificado por medio de un signo especial que se llama el sello, esto es, una marca divina cuyo objeto era señalar la importancia y certeza del trato y la estabilidad o firmeza de las promesas implicadas. El sello era el rito de la circuncisión que, a partir de entonces, pasó a ser la marca distintiva del pacto del Antiguo Testamento, el rito iniciatorio del judaísmo. No era un signo meramente arbitrario, sino que era apropiado para expresar en su naturaleza propia las verdades más importantes. Era especialmente significativo de este gran principio que sostiene toda la economía de la gracia; a saber, la muerte de la vida vieja y la resurrección de una vida nueva.

La circuncisión era la muerte de la carne y servía para expresar el gran hecho de que nuestra naturaleza carnal y nuestra vida misma, en su centro más interno y en sus fuentes, debe ser crucificada y entonces renovada y purificada divinamente. Esta es la misma verdad que nos enseña la ordenanza del Nuevo Testamento que llamamos bautismo cristiano, sólo que este última hace más énfasis en la vida, en tanto que la primera lo hace en el aspecto de la muerte de la figura, como podría naturalmente esperarse del lugar de estas ordenanzas en las dos dispensaciones. Tan temprano y de modo tan vívido empezó a enseñar a su pueblo que la nueva vida debe ser una creación y ha de brotar de la tumba; y que la naturaleza caída del hombre no puede mejorar por la cultura o la elevación gradual a la pureza y el cielo, sino que la frase pronunciada con ocasión del diluvio debe cumplirse de modo literal: «El fin de toda carne está delante de mí».

Por ello la figura de la circuncisión se halla en todo el Antiguo Testamento como un emblema de la santificación. «Circuncidad vuestros corazones», «Incircuncisos de corazón», etc. ¿Hemos aprendido esta verdad escrutadora y humillante, por más que sea bienaventurada? Y bienaventurado es que podamos morir a este triste y pecaminoso yo, y vivir con el que murió por nosotros y resucitó. ¿Hemos entrado en el poder de la resurrección y hemos sido modelados conforme a su muerte, y nos consideramos como muertos, realmente, para el pecado, pero vivos para Dios por medio de Jesucristo? El fallo aquí es el secreto de casi todos nuestros fracasos. La fidelidad y la meticulosidad aquí van a ahorrarnos mil muertes en la vida cristiana y va a ser causa de una vida de gozo y de poder.

El día prescrito para el rito de la circuncisión era tan expresivo como el rito en sí. El día octavo es el comienzo de una nueva semana, y de esta manera expresa plenamente la idea de la nueva creación y la vida de resurrección. Dios nos conceda que podamos conocer el pleno sentido de este antiguo sello y pasar de los siete días de la vida natural al octavo día del poder de resurrección y bendición.

Si Cristo ha de vivir y reinar en mí,
yo tengo que morir.
Como él ha de ser crucificado:
tengo que morir.
Señor, a ti me entrego,
todo cuanto hay en mí,
aunque mi carne sufra y se queje,
tengo que morir, tengo que morir.
Cuando ya esté muerto, Señor,
para ti, tengo que vivir;
mi tiempo, mi fuerza, mi todo
he de darte, he de darte.
Oh, que el Hijo me haga ahora libre,
Señor, clava los clavos,
no importan los gemidos,
para el tiempo y para la eternidad,
he de vivir, he de vivir.