2ª Epístola de Pedro.

Lecturas: 2ª Pedro 1:1-11; 3:17, 18.

Así como 2ª Timoteo expresa el último deseo y testimonio del apóstol Pablo, de la misma forma, la segunda epístola de Pedro expresa el último deseo y testimonio del apóstol Pedro.

Pedro amaba al Señor, y asimismo estaba dispuesto a perder su vida por amor a Él. Por desgracia, él no se conocía a sí mismo y, a causa de eso, falló, negándolo tres veces; pero, a través de ese fracaso, su amor para con el Señor fue purificado. Por ese motivo, después que el Señor fue levantado de entre los muertos, se le apareció a Pedro en el mar de Tiberias, y le dijo:«Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras». Al decir esto, el Señor estaba dando a entender la forma en la cual Pedro iría a morir.

Después de la ascensión del Señor, el apóstol Pedro, siendo una persona muy dinámica, estaba activamente ocupado con los negocios de su Maestro. Se cree que Pedro tenía mayor edad que el Señor Jesús, y tal vez era también el más viejo de entre los Doce. De ser así, entonces Pedro debió tener 70 u 80 años de edad cuando escribió su segunda epístola. Él sirvió al Señor durante muchos años, y ese hecho, por sí mismo, es un milagro, pues Pedro era una persona muy impetuosa e inconstante.

Sin embargo, el Señor lo guardó a lo largo de todos aquellos años, hasta esa avanzada edad. Pedro llegó a ser casi como una piedra inconmovible. Esta es la gracia del Señor en la vida de él, y nos muestra también el poder que el Señor tiene para guardarnos.

Pedro no dice a quién dirige esta carta, pero en el versículo 3:1 leemos: «Amados, esta es la segunda carta que os escribo…». Con esto, él está diciendo que había escrito una carta anteriormente. Por tanto, creemos que fue escrita a las mismas personas a quienes él se dirigió en la primera epístola.

Él escribió «a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia». Aunque la palabra dispersiónsea utilizada especialmente en referencia a los judíos que estaban dispersos en otros lugares fuera de su patria, Pedro no les escribía a los judíos de la dispersión en general; él escribía a los judíos cristianos. Ellos son extranjeros y peregrinos en esta tierra; no sólo los judíos, pues Pedro también mencionó a los gentiles, una vez que la iglesia es formada tanto por judíos como por gentiles.

Así, pues, la segunda epístola de Pedro fue escrita a las mismas personas a quienes dirigió su primera carta y, de esta forma, creemos que Pedro está también, mediante esta carta, dirigiéndose a nosotros.

Pedro escribió esta segunda carta porque sabía que estaba cercano el día de su partida de esta tierra, conforme el Señor lo había predicho. Pedro deseaba escribir esta carta antes de partir.

En esta carta, Pedro menciona al menos tres veces el motivo que lo llevó a escribirla. Su único propósito era despertar la mente de los hermanos con advertencias para que ellos se acordasen de las palabras antes dichas por los santos profetas, así como del mandamiento del Señor.

Es una carta con el objetivo de traer de nuevo a la memoria algo que ellos ya sabían. No se trataba de recordarles algo que nunca hubiesen oído, ni algo acerca de lo cual no tuviesen conocimiento. Ellos ya sabían aquellas cosas, y estaban fundados en la verdad, pero Pedro sintió que era su responsabilidad recordarles, despertar sus mentes, para que ellos no lo olvidaran.

Pero, ¿en qué situación estaba Pedro al escribir su segunda epístola? Él estaba próximo a partir probablemente para siempre, y pretendía dejar un último mensaje. Alguien en tal situación no puede darse el lujo de decir algo sin importancia o sin significado. Él no se detiene en cuestiones secundarias o en un asunto superficial. No puede hacer eso; al contrario, él va a dejar fluir de sus labios aquello que le es más sublime, más profundo, más íntimo. Él se siente impulsado a tomar aquello que es más preciado a su corazón y compartirlo con aquellos a quienes él ama.

Nosotros podemos recordar que, antes de dejar a sus discípulos, nuestro Señor Jesús les habló algunas cosas, y sus últimas palabras fueron palabras muy importantes, palabras que expresan el sentimiento de su corazón en aquel momento (ver Juan 14-16). Lo mismo es verdadero en lo que concierne a Pablo cuando escribió la 2ª a Timoteo. Así, cuando Pedro estaba intentando transmitir sus últimas palabras a aquellos a quienes él amaba, son palabras que, con toda certeza, expresan cosas que le eran muy preciosas, muy queridas.

El propósito de esta carta

¿Qué quería compartir Pedro con sus amados en esta su segunda epístola? Aquello que expresaba el sentir de su corazón. Esto era sublime y precioso para él no sólo ahora que estaba llegando al fin de su vida en la tierra, sino a lo largo de todos los años en que había seguido y servido al Señor – el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Cuando nuestro Señor Jesús estuvo en la tierra, él habló muchas cosas acerca del Reino. Y este es un hecho interesante, pues a nosotros nos gustaría oírle hablar sobre el cielo; sin embargo, cuando estuvo en la tierra, él habló mucho acerca del reino.

Ya en el inicio de su ministerio, su mensaje era: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado». Más tarde, en el monte, él instruyó a sus discípulos acerca del reino. Al descender del monte, él demostró el poder del reino de Dios, al expulsar demonios y sanar enfermos. Él dijo a los discípulos: «Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan» (Mat. 11:12). Este versículo no significa que nosotros debemos practicar actos de violencia contra otras personas; significa simplemente que debemos ser violentos en relación a nosotros mismos, debemos negar nuestro yo. En Mateo 13, el Señor habló parábolas acerca de los misterios del reino de los cielos.

Jesús nació para ser Rey, y este fue su testimonio delante de Pilato. Él murió como el Rey de los judíos. Después de su resurrección, él habló a los discípulos acerca del reino de Dios durante cuarenta días.

El reino de Dios, por tanto, es algo muy importante en el corazón de nuestro Señor Jesús. Pedro había seguido al Señor durante tres años, y había oído mucho acerca del Reino; por esa razón, cuando él comenzó a trabajar para el Señor, el Reino era algo muy precioso para Pedro, algo que estaba muy próximo al corazón.

Un anticipo del reino

El Señor dijo: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 18:36). Es un reino diferente, pero aun es un reino, un reino que nuestro Señor Jesús establecerá sobre la tierra. Él está reuniendo personas, a las cuales transformará en hijos del reino, para que ellas puedan heredar el reino juntamente con Él.

Para el apóstol Pedro, el reino es una realidad, algo que está siempre presente en su mente, algo que él contempla constantemente. Este reino era algo por lo cual él trabajaba, y Pedro, al hablar sobre el reino, dice que él no ha inventado un concepto nuevo usando su imaginación o inteligencia humana; no se trata de fábulas ingeniosamente inventadas, sino que Pedro dice que él mismo era un testigo ocular de aquel reino (ver 2ª Pedro 1:16).

En el capítulo 16 del evangelio de Mateo, Jesús dijo a sus discípulos que algunos de ellos no morirían sin antes haber visto al Hijo del Hombre viniendo en Su reino. Inmediatamente después, en el capítulo 17 del mismo evangelio, el Señor Jesús tomó consigo a tres de sus discípulos –Pedro, Jacobo y Juan– y los llevó a un monte alto, donde fue transfigurado delante de ellos. Su rostro resplandecía como el sol, y sus vestiduras se hicieron blancas como la luz. Moisés y Elías aparecieron conversando con Jesús respecto de Su partida de este mundo; mas los discípulos se habían adormecido. Probablemente la gloria era tan grande que ellos no podrían permanecer despiertos.

Súbitamente, Pedro se recobró y vio que Moisés y Elías se estaban yendo, y entonces él tomó la palabra y dijo al Señor:«Señor, bueno es para nosotros que estemos aquí; si quieres, hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías». Pero, mientras Pedro aun estaba hablando, el Padre celestial intervino, e interrumpiéndolo, dijo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd» (Mat. 17:5). Y ellos fueron envueltos por la nube, el shekinah de la gloria de Dios, y cuando ellos abrieron sus ojos, a nadie vieron, sino a Jesús solo.

Así, vemos que Pedro fue un testigo ocular de esa escena, la cual fue un anticipo del reino de Dios que será establecido en la tierra. Pedro había probado anticipadamente un poquito del reino; era algo bueno, sabroso, dulce. Él jamás podría olvidarlo. Por esta razón, cuando Pedro escribió su última carta, expresión de su último deseo o testimonio, él mencionó esa experiencia.

Pedro testificaba acerca del reino porque era algo que él había presenciado, algo que él había visto. Pedro vio la majestad del Señor; él vio cuando el Señor «recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia» (2ª Ped. 1:17). Pedro estaba diciendo: «Este es el reino, y de él soy un testigo ocular».

¿Qué es el reino de Dios? ¿Qué es el reino de los cielos? Nosotros oramos: «Venga tu reino». Un día, su reino será establecido aquí en la tierra. Pero, ¿qué es este reino, al final? Este reino vendrá cuando nuestro Señor Jesús reciba honra y gloria del Padre celestial. Este reino vendrá cuando nuestro Señor Jesús sea el centro de todas las cosas. Tú no verás a nadie, sino solamente a Jesús. Este reino vendrá cuando tú oigas la voz: «Este es mi Hijo amado; a él oíd». Nuestro Señor Jesucristo es el reino.

En 2ª Pedro 1:19, Pedro dice: «Tenemos también la palabra profética más segura…». De esta forma, Pedro estaba diciendo que no se trataba meramente de su testimonio personal, porque además de eso, estaba la palabra profética, la cual era confirmada. Si leemos la palabra de Dios, descubriremos que tanto los profetas del Antiguo Testamento, como los del Nuevo Testamento, se estaban refiriendo a una misma cosa. «Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones» (1:19).

El mundo está en tinieblas, y en las tinieblas no se puede ver cosa alguna. Ahora es de noche, y nos estamos aproximando a la hora de las más densas tinieblas. Todo es oscuro, tinieblas y oscuridad, mas damos gracias a Dios, porque aunque vivamos en un mundo envuelto en tinieblas, nosotros tenemos una lámpara. Las palabras proféticas de Dios son como una antorcha que brilla sobre nuestro camino de modo que no quedemos en tinieblas.

Nosotros sabemos hacia dónde estamos yendo, y a medida que atendemos a las palabras proféticas, algo ocurre: el día llega a nuestros corazones. En nuestros corazones, la mañana comienza a aparecer. Aunque todo a nuestro alrededor evidencia que aún estamos en medio de la noche, en nuestro corazón el día ya comenzó a nacer, y el lucero de la mañana ya apareció.

El lucero de la mañana sólo puede ser visto por aquellos que se levantan temprano. Si tú acostumbras a levantarte tarde, jamás verás la estrella de la mañana, porque después que aparece el sol, ella ya no puede ser vista. La estrella de la mañana sólo puede ser vista antes de la salida del sol, y al contemplarla quedamos impresionados por su belleza.

Habrá un día en que nuestro Señor Jesús vendrá a esta tierra como el Sol de justicia. Un día nacerá el Sol de justicia, y todo el mundo le verá; pero antes de que eso acontezca, él aparecerá en tu corazón como el lucero de la mañana si tú estás despierto. Si tú estás esperándole, si estás atento a las palabras proféticas, entonces, aunque el Sol de justicia no haya llegado, en tu corazón él ya habrá aparecido con la estrella de la mañana. ¡Cuán bienaventurados son aquellos que, en su corazón, ya avistaron la estrella de la mañana!

El reino de Dios está por venir y, sin duda alguna, será establecido aquí en la tierra. Eso ya es hecho consumado. Pero entre nosotros hay muchos que ni aun conocen el reino. Ellos piensan sólo en el cielo, y dicen así: ‘Un día, cuando muramos, nosotros iremos al cielo’. Sí, tu irás al cielo, pero no tan rápido como imaginas, porque si lees con atención la palabra de Dios, descubrirás que aquellos que pertenecen al Señor no van al cielo inmediatamente después de la muerte; van al Paraíso. Si tú eres del Señor, por tanto, después de morir, vas a esperar en el Paraíso hasta el momento en que serás resucitado, y luego, después de eso, llegará el día en que irás al cielo.

Lamentablemente, hay algunas personas que sólo conocen el cielo. Ellos no saben nada acerca del reino. No saben que antes de que el cielo se torne nuestra morada eterna, será establecido un reino aquí, en esta tierra, el cual durará mil años. Ese es el periodo en que aquellos que están preparados y esperando irán a reinar con Cristo. Aquellos que estén preparados, siguiendo al Señor, apoderándose del reino por violencia, reinarán mil años con Cristo.

Por lo tanto, no hay solamente el cielo, sino que hay también un reino para el pueblo de Dios. El cielo nos es ofrecido como un don, pero el reino es un galardón. Tú naciste de nuevo no sólo para heredar la vida eterna, pues además de eso, después de haber nacido de  nuevo, es deseo de Dios que tú tengas ampliamente suplida la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

¿Cómo es posible ganar el reino?

En el pueblo de Dios hay personas que conocen la verdad acerca del reino de los cielos; sin embargo, algunos tienen miedo, y comienzan a preguntarse: ‘¿Cómo yo puedo ganar el reino? Este es un reino de tanta gloria y majestad, ¿cómo puedo yo ser parte de él? ¿Qué debo hacer para conquistarlo?’. Y entonces piensan: ‘Probablemente ganar el reino es algo tan difícil que yo no lo voy a lograr. Tendré que desistir’. Pero nuestro Señor dice en Lucas 12:32: «No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino». ‘¡No temáis! ¿Por qué estáis tan temerosos? ¡No temáis, manada pequeña!’.

El término ‘manada pequeña’ es usado una sola vez en las Escrituras, y se refiere a la iglesia. Si comparamos la iglesia con el mundo, constatamos que ella es apenas un pequeño rebaño. El mundo está constituido por multitudes innumerables; sin embargo, la iglesia es un rebaño chiquito. Pero el Señor dice: ‘No temáis, rebaño pequeño, porque vuestro Padre se agradó en daros el reino. Nuestro Padre tiene placer, satisfacción, en daros el reino’.

Por otro lado, es preciso considerar que el reino de los cielos, siendo tan incomparablemente mejor que el reino de este mundo, tiene también un estándar altísimo, y Dios no va a reducir ese padrón haciendo concesiones. La medida para la entrada al reino de Dios es alta, pero aun así el Señor dice: ‘¡No temáis, no tengáis miedo!’. Eso quiere decir que no es algo tan difícil, al punto de ser imposible de lograr. Al contrario, es tan majestuoso, es tan glorioso, que nosotros no podemos perderlo.

Sin embargo, tú podrías preguntar: ‘¿Quién me garantiza que puedo conseguirlo? ¿Cómo puedo saber que puedo ganar el reino?’. Es sencillo; basta saber que Dios proveyó todo lo que es necesario para que tú alcances el reino. Si Dios no hubiese hecho la provisión, nadie sería capaz de obtenerlo, pues simplemente es algo que está más allá de nuestra capacidad. Mas, si Dios hizo provisión para que cada uno de sus hijos gane el reino, y si tú no entras en el reino ni lo ganas como herencia, la culpa es toda tuya.

«Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo…» (2ª Pedro 1:3-4).

Dios nos llamó para su propia gloria y excelencia. Nosotros somos llamados por Dios; pero el problema es que acostumbramos pensar en nuestro llamamiento en términos de nuestras propias necesidades. Yo necesito tener mis pecados perdonados, por tanto, pienso que Dios me llamó simplemente para acudir a él y tener mis pecados perdonados. Gracias a Dios por eso. Yo necesito ir al cielo y, por ese motivo, pienso que Dios me llamó simplemente para darme vida eterna, como si esta fuese un pasaporte para el cielo.

Nosotros pensamos siempre con respecto a nuestro propio llamamiento en términos de nuestras propias necesidades y, a causa de eso, hacemos de nuestro llamamiento algo inferior, a un nivel más bajo. Pero, recuerda, Dios nos llamó para su propia gloria y excelencia. Él no nos llamó de acuerdo con una necesidad; nos llamó de acuerdo con lo que él es. Él nos llama de acuerdo con su gloria.

En las Escrituras, la gloria es algo indescriptible; por otro lado, la gloria es sinónimo de Dios mismo. Él nos llama de acuerdo con su propia gloria, nos llama de acuerdo con su excelencia, que es su carácter. Él nos llamó de acuerdo con lo que él mismo es, para que podamos ser semejantes a él. Por esta razón, su llamamiento es un gran llamamiento, una soberana vocación. No es un llamamiento pequeño. Él nos llama para que seamos semejantes a él, para que sus virtudes, su carácter, estén en nosotros.

Nuestro llamamiento es para que entremos en su gloria. Somos llamados para el reino, para ser herederos de Dios y coherederos con Cristo, para que heredemos el reino eterno de nuestro Dios y Salvador Jesucristo. Tal es nuestro llamamiento. (Continuará).