Richard Wurmbrand, famoso pastor rumano, cuenta que en su juventud, siendo un ateo, oraba así: «Dios, tengo el convencimiento absoluto de que tú no existes; pero por si acaso existieras, cosa que dudo, no es mi deber creer en ti, pero sí es tu obligación revelarte a mí». Al poco tiempo, Dios se le reveló, y Wurmbrand llegó a ser un siervo de Dios.

Muchas personas no tienen fe para ser salvas. Aunque se esfuercen, no pueden creer, y piensan que nunca podrán alcanzar la salvación de Dios. Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra, salvó a muchos. Algunos tenían una fe muy grande, otros ni siquiera creían, y aun otros vinieron a él con una fe prestada. Y todos fueron salvos.

Una vez se acercó un leproso diciéndole: «Señor, si quieres, puedes limpiarme» (Mat. 8:2). Él sabía que bastaba con que el Señor quisiera. No era asunto de si el Señor podía, sino de si quería. ¡Qué fe más profunda! Otra vez vino a él una mujer enferma de flujo de sangre, que decía dentro de sí: «Si tocare solamente su manto, seré salva» (Mat. 9:21). Ella sabía que había tal poder en él que bastaba con ese gesto, y se operaría el milagro. Estas personas tomaron la iniciativa, y por supuesto, obtuvieron del Señor lo que pidieron.

Y tenemos el caso de un hombre que fue salvo por la fe de otros: aquel paralítico a quien sus amigos pusieron en una camilla y le llevaron a la casa donde estaba Jesús. Al no poder entrar, a causa de la multitud, ellos tomaron a su amigo, hicieron una abertura en el techo, y lo bajaron a los pies del Señor. El Señor Jesús, «al ver la fe de ellos», sanó al enfermo (Mar. 2:1-5). No fue el enfermo quien tomó la iniciativa de acercarse al Señor, sino sus amigos.

Pero hay aun otros casos más dramáticos, como el de aquella pobre mujer encorvada, que hacía 18 años no podía erguirse. Cuando Jesús la vio, la llamó. No le preguntó si tenía fe o si quería ser sanada. Solo le dijo: «Mujer, eres libre de tu enfermedad». Y ella fue sana (Luc. 13:10-13). En el estanque de Betesda, muchos enfermos esperaban que bajara un ángel del cielo para que tocara el agua. Luego, el primer enfermo que entraba al agua, era sanado. Uno de ellos, un paralítico, había estado allí 38 años, y no podía ser sanado, porque siempre se le adelantaba otro. El Señor se le acercó y no le preguntó si tenía fe, sino: «¿Quieres ser sano?». Y le sanó.

Estos dos últimos casos representan a la humanidad sufriente, postergada, los derrotados de la vida, que han visto cómo otros triunfan, mientras a ellos la suerte les ha sido adversa. Pero aun a ellos vino el Señor. Basta estar cerca de él para ser alcanzado por su mano amorosa, basta acercarse y abrir el corazón para que él entre a morar.

Aún hoy, el Señor pregunta a todo aquel que sufre: «¿Quieres ser sano? ¿Quieres ser salvo?». Basta que usted le diga «Sí», y él le salvará y le sanará.

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