Estudios sobre la vida cristiana
La voluntad de Dios es que los cristianos no sigan pecando. De hecho, es posible no seguirlo haciendo. Con todo, si un cristiano peca, hay provisión en Dios para recuperar la comunión con Él.
Inmediatamente después de recibir la salvación, se nos manda que no pequemos más (Jn. 5:14;8:11). Toda persona salva, debe dejar de pecar. ¿Es esto posible? ¡Por supuesto que sí! Es posible, porque tenemos una vida que no peca, ni tolera el más leve indicio de pecado, ya que es santa como Dios. La vida nueva que tenemos es muy sensible al pecado; si vivimos por ella y le obedecemos, no pecaremos.
Sin embargo, si pecamos se debe a que aún estamos en la carne. Si no andamos conforme al Espíritu, en cualquier momento podemos pecar. Por eso dice en Gálatas 6:1: «Si alguno fuere sorprendido en alguna falta …»; y en 1ª Juan 2:1: «Hijitos míos … si alguno hubiere pecado …». Todo creyente está expuesto al pecado, y es inevitable que peque (1ª Jn. 1:8, 10). Podemos decir por experiencia que es muy posible caer esporádicamente en el pecado a pesar de ser creyentes. Esto suele ser muy doloroso para un creyente que ama a Dios, y que quiere andar en santidad.
Consecuencias del pecado
¿Perecerá una personas que peca ocasionalmente? ¡No! El Señor dijo: «Y yo les doy vida eterna; y no perecerá jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano» (Jn.10:28). La salvación que recibimos es eterna. Este es un hecho inalterable.
Entonces, ¿no tiene importancia que una persona peque después de ser salva? Sí la tiene. Si un creyente peca, afronta dos consecuencias graves: en primer lugar, sufrirá en esta vida las consecuencias del pecado. El hermano de 1ª Corintios 5:5 fue entregado a Satanás, lo cual es terrible.
El Señor perdonó el pecado de David con la mujer de Urías, pero jamás se apartó la espada de su casa (2 Sam.12:9-13). En segundo lugar, será castigado en la era venidera. Cuando el Señor regrese «pagará a cada uno conforme a sus obras» (Mt.16:27). Pablo dijo que todos compareceremos ante el tribunal de Cristo, para recibir según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo (2ª Cor. 5:10).
Aparte de estas dos consecuencias, el pecado interrumpe nuestra comunión con Dios. Para el creyente, tener comunión con Dios es una bendición y un privilegio muy glorioso; sin embargo, si pecamos, la perdemos inmediatamente. Cuando pecamos, el Espíritu Santo es contristado, y la vida en nosotros se siente incómoda, con lo cual perdemos el gozo y la comunión con Dios. Ya no tenemos deseos de leer la Biblia, ni de ver a los hermanos, ni de orar. Es un asunto serio pecar después de haber recibido la salvación. Se apaga la vida de Dios en el corazón.
Pero, ¿qué hacer «si alguno peca»? Si alguno pecare involuntariamente, ¿cómo puede restaurar su comunión con Dios?
El Señor Jesús llevó todos nuestros pecados en la cruz. Los que cometimos en el pasado y los que cometeremos en el futuro. Al momento de ser salvos, fuimos perdonados de todos los pecados que habíamos cometido hasta ese momento, conscientes o inconscientes. Pero hay algo más: Él también llevó en la cruz los pecados que habríamos de cometer después de ser salvos.
Un tipo del Antiguo Testamento
En Números 19 se menciona una vaca alazana. El sacrificio de esta vaca no satisfacía la necesidad del momento, sino una necesidad futura. Una vez degollada, la quemaban con madera de cedro, hisopo y escarlata. La madera de cedro y el hisopo representan el mundo entero (1 R.4:33); y la escarlata (o grana) representa nuestros pecados (Is.1:18). Todo esto indica que los pecados del mundo se pusieron sobre la vaca alazana cuando ésta fue ofrecida a Dios. Esto representa la cruz del Señor Jesús. Allí se incluyeron todos nuestros pecados, pasados, presentes y futuros, grandes y pequeños.
Luego, se recogían las cenizas y se guardaban en un lugar limpio. Más tarde, si algún israelita había tocado algo inmundo, y necesitaba purificarse, era rociado con el agua que contenía esta ceniza. Cuando un israelita ofrecía un toro o un cordero como ofrenda por el pecado, lo hacía porque conocía su pecado. Pero la ofrenda de la vaca alazana era diferente. Esta se quemaba, no por los pecados conocidos, sino por los pecados futuros.
Cuando uno pecaba, no necesitaba matar otra vaca alazana para ofrecerla a Dios, sólo necesitaba las cenizas de la que ya había sido sacrificada. De la misma manera, no es necesario que el Señor muera por segunda vez, porque su redención ya se consumó. Las cenizas de la vaca alazana representan la eficacia eterna e inmutable de la redención del Señor. La eficacia de la cruz abarca todas las necesidades que lleguemos a tener en el futuro.
Es necesario confesar
Cuando un hijo de Dios peca, debe confesar sus pecados, porque si no lo hace, no podrá ser perdonado. No debemos encubrir el pecado (1ª Jn. 1:9; Prov. 28:13). No le cambiemos el nombre al pecado, ni nos justifiquemos.
Confesar es mantenerse del lado de Dios y condenar el pecado. Dios está en un extremo, los pecados en el otro y nosotros en el centro. ¿A qué lado nos inclinaremos? Si nos ponemos del lado de los pecados, nos hacemos enemigos de Dios (Col.1:21). Confesar significa regresar a Dios, reconociendo que hemos pecado. Los que andan en luz, sienten repulsión por el pecado, y confiesan genuinamente sus faltas. Los que se han endurecido, piensan que pecar es normal, no confiesan con el corazón ni aborrecen el pecado.
El Señor perdonó nuestros pecados para que dejásemos de pecar, no para que siguiésemos pecando. Pero, si alguno peca, «abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados» (1ª Jn. 2:1). La propiciación que se menciona aquí es la realidad del tipo de las cenizas de la vaca alazana. Basándonos en la sangre del Señor Jesús, podemos acudir a Él como nuestro abogado.
Cuando un hijo de Dios peca y no confiesa su pecado, pierde su comunión con Dios e interrumpe la relación íntima que había entre él y Dios. Esta comunión sólo se puede restaurar cuando confesamos nuestros pecados.
Tenemos que humillarnos y confesar nuestros fracasos y faltas delante de Dios. No seamos orgullosos ni negligentes, porque podemos caer en cualquier momento. Cuando confesamos nuestros pecados, la comunión con Dios se restaura de inmediato, y recobramos el gozo y la paz que habíamos perdido.