¿Qué alcances espirituales tiene Canaán? He aquí algunas riquezas de Cristo disponibles para todo cristiano.

Lectura: Josué 1:1-4.

En el plan de la revelación divina descubrimos una gran idea central definida que avanza invariablemente en un claro desarrollo y gran progresión a través de todo el libro.

Los libros de Moisés

El libro de Génesis es el libro de los Principios, y todo lo que hay en los libros posteriores, tiene, en cierto sentido, su origen y fundamento en él. Éxodo es el libro de la Redención. Levítico es el libro de la Reconciliación, y muestra la doctrina del Espíritu Santo en cuanto nuestro acceso a Dios, y de nuestra vida en lo sagrado del santuario. Números es la historia del desierto y el cuadro de nuestra peregrinación aquí abajo; y especialmente del fracaso del pueblo de Dios en tomar posesión de su herencia. Luego sigue Deuteronomio, el que nos relata la segunda o nueva partida del pueblo de Dios, después de la triste experiencia de fracaso y pecado, y repite de nuevo el pacto de Dios y sus órdenes a su pueblo, cuando la segunda generación se apresta a entrar al reposo que sus padres habían desechado.

Josué

La culminación de todo esto se halla en el Libro de Josué. Así como Números es la historia del fracaso, y Deuteronomio de la nueva preparación, así nos relata Josué su entrada efectiva en la Tierra Prometida. Este libro expone el punto culminante del pueblo del pacto hasta ahí, y necesariamente sugiere algunas lecciones más profundas en su significado espiritual, superiores respecto a las revelaciones neotestamentarias, y al pueblo espiritual del cual el antiguo Israel era sólo un tipo.

Por lo mismo, hallamos al apóstol diciendo en su carta a los Hebreos: “Si Josué les hubiera dado el reposo, no hablaría después de otro día”. Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios. Así, es evidente que Canaán no había de ser la pertenencia permanente de Israel, sino un tipo de la herencia superior de la fe y santidad que aún quedaba para el pueblo del pacto con Dios.

No el cielo

Esa herencia no puede ser el cielo que nos espera después de la muerte, ni aun el reino terrenal de gloria y justicia que ha de iniciar la venida de Cristo. Nuestra himnología está llena de este concepto, pero no concuerda con la idea real del Espíritu Santo; porque no hemos de hallar en el cielo, ni en el estado milenial, cosa alguna concordante con los enemigos en Canaán a quienes Josué tuvo que combatir, con los años de lucha que Israel soportó, o con la vergüenza y el pecado de Acán, o con el subsiguiente claudicar de Israel, etc. A esa tierra “no entrará cosa que contamine”, y aun Satanás, el gran caudillo de todas las huestes adversas, será expulsado definitivamente de allí.

Por tanto, el reino espiritual debe ser alguna experiencia y condición de aquí. Así lo expresa claramente el apóstol cuando dice: “El que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas”; y aún más: “Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado”. El reposo de Dios es algo de aquí abajo, una condición y experiencia de victoria, poder y satisfacción espiritual que corresponde con la experiencia de Israel en Canaán.

Dos tipos de cristianos

Aun el observador más superficial habrá notado en los anales de la experiencia cristiana, y la observancia de la vida, que en el mundo hay dos tipos de cristianos muy distintos el uno del otro; uno representa la experiencia de desaliento, ansiedad, duda, inconstancia y frecuente decadencia; una vida tan carente de satisfacción que a veces dudamos, si realmente son cambiados de corazón; y el otro, lleno de confianza, victoria, gozo, satisfacción, poder y estabilidad.

La diferencia entre estos dos tipos es más notable aún que la misma experiencia de conversión; o que el contraste entre un hombre mundano y un cristiano profesante. Los que han alcanzado esta segunda etapa de la vida cristiana testifican uniformemente que su segunda bendición señaló un cambio mucho mayor en su experiencia, que la primera.

No ha habido período en la historia de la Iglesia sin estas dos clases de discípulos. Aun los mismos apóstoles pasaron de una etapa a la otra. Su experiencia antes de la venida del Espíritu Santo fue la realización del libro de Números, y su vida subsecuente después del día de Pentecostés, fue una repetición del libro de Josué. No hay hoy día ninguna congregación de cristianos en la tierra que no tenga estas mismas dos clases: unos que simplemente han salido de Egipto y vagan en el desierto, con la esperanza de la salvación y una medida de la gracia suficiente para mantenerlos separados del mundo; y otros que han sido llenos del Espíritu, y caminan en la luz y gozo del Señor.

Tomando de esto el punto de vista más bajo, ¿quién será el que no haya sentido la necesidad de algo más profundo y elevado en su vida cristiana? ¿Quién será el que no ha lamentado sus fracasos y humillaciones, anhelando una pureza y poder dignos del costo y gloria de la gran salvación de Dios? ¿Quién será el que no se haya dado cuenta que debe haber algo superior a una vida de pecado y arrepentimiento, y poseer la santa aspiración que lucha constantemente dentro de su pecho?

A menudo, muchos hombres se han cansado tanto y quedado tan desconformes con su pequeña religión, que la han arrojado de sí, diciendo: “Si no he de tener algo mejor que esto, prefiero no tener nada”; y después de años de lucha hallaron la plena salvación de Dios y la aceptaron llegando a poseer una experiencia amplia de la santificación por el Espíritu Santo. Es instinto natural de un alma recién renacida esperar semejante vida desde el principio, y sufre una extraña desilusión al experimentar su primera caída, se siente abrumada por su insuficiencia e impotencia, lanzando por primera vez el amargo clamor: “¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”

Ya en el capítulo 13 de Génesis leemos que Dios dio a Abraham una visión de la Tierra Prometida, largos siglos antes de que se cumpliese; y así, Dios nos ha estado dando a nosotros durante toda nuestra vida, una visión de bendiciones mayores y más ricas que las que jamás hemos disfrutado. A menudo las hemos visto en la vida de santos de Dios con quienes hemos estado en contacto, y sus semblantes radiantes han despertado en nosotros hambre por lo que poseemos, asombrándonos de que no lo tengamos. A menudo lo hemos visto en la promesas de Dios, y nos preguntamos por qué no se realizan en nosotros, si es que Dios realmente nos las quiere cumplir. A menudo, la visión ha parecido un vago asomo muy indefinible, pero otras veces la luz se ha hecho más y más clara, a fin de que entendamos más definidamente lo que significa e implica la promesa. Esta es la oración del apóstol en favor de sus amigos de Éfeso, y es la oración del Espíritu para cada uno de nosotros, que sean “alumbrados los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamamiento, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos”. Que Dios abra de tal manera nuestros ojos para que, a medida que leemos estas líneas, podamos entender el significado de la herencia de los santos, y la plenitud de la bendición de Cristo.

Victoria

El primer poste señalizador definido en la herencia es victoria. Canaán significaba para los antiguos israelitas triunfo sobre sus enemigos; y nuestra gran necesidad espiritual es poder para vencer el mal dentro de nosotros y el que nos rodea. En ninguna parte se nos promete eximirnos de la lucha, sino que es nuestro privilegio triunfar en ella.

El pecado no dejará de existir en la presente dispensación, pero nosotros podemos ser muertos al pecado, y demandar la potente promesa: “El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”. El pacto y juramento de Jesús es que: “siendo librados de todos nuestros enemigos y de las manos de los que nos aborrecen, le sirvamos sin temor, en justicia y santidad delante de Él, todos los días de nuestra vida”. Victoria sobre el pecado interno, sobre el ego que nos domina, sobre la tentación que nos persigue, ésta es la promesa de Cristo; ésta es la compra de sus sangre, ésta es la santificación que el Espíritu Santo viene a dar a cada corazón rendido a Él.

Reposo

Canaán es llamada el “Reposo de Dios”. Puesto que la tuvieron después de cuarenta años de fatigoso vagar era, por cierto, un delicioso reposo. Representa, en la experiencia cristiana, algo tan precioso como escaso: liberación no sólo del pecado y tentación, sino aun de la ansiedad y el temor; representa también la paz que sobrepasa a todo entendimiento y guarda el corazón y la mente mediante Cristo Jesús; la confianza que no se aflije por nada, esa confianza que echa todos sus afanes sobre Él; esa paz perfecta en que Dios guarda a aquellos cuyas mentes están ancladas en El, la gran paz de los que aman su ley, y nada les ha de ofender. Cristo mismo tiene esta paz perfecta, y su último legado a sus discípulos fue: “La paz os dejo (o lego), mi paz os doy: no se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”.

Realización

La tierra de Canaán era para ellos la realización de muchas promesas anteriores. Les hacía efectivas las cosas que hasta entonces sólo habían sido esperanzas. Y así para nosotros, en nuestra vida cristiana, hay una etapa de fe y promesa, y hay la experiencia de completa realización y bendita satisfacción. “La ley por medio de Moisés fue dada: mas la gran realidad vino por Jesucristo”.

El Espíritu Santo es una prenda y un sello; y estas figuras expresan enfáticamente la profunda impresión de realidades vivas en nuestro corazón y vida. Hay para nosotros el conocimiento efectivo de cosas divinas y el conocimiento personal e íntimo de Dios; la satisfacción completa de cada anhelo del alma; amor tan arraigado y fundado que no puede ser conmovido, y bendiciones “más abundantes de lo que pedimos o entendemos.” Esta herencia, amados, es para vosotros. Dios quiere hacer que las cosas del Espíritu sean más efectivas en vuestra vida que las cosas de los sentidos en el mundo inferior y material, y vivificar cada sentido interno a tal punto que podáis conocer y ver las realidades invisibles del mundo venidero con una intensidad que las cosas de esta tierra jamás podrán alcanzar.

Poder

¡Cuánto ansían los hombres el poder! ¡Cuán débil e ineficaz es la vida de nuestros cristianos, cuán poco producen para Dios y sus semejantes! Cristo es el Todopoderoso, y no hay esfera en que se debiera sentir más su omnipotencia que en el reino espiritual, donde domina supremo el Espíritu Santo.

La experiencia de Josué en Canaán expresa el poder victorioso. Era la marcha de Dios, materializada en su pueblo, en triunfo continuo, hasta que todo enemigo terrenal y toda fuerza material reconociera esta supremacía. El mismo poder fue incorporado en el Señor Jesucristo y su Espíritu omnipotente, y aguarda el depósito de todo corazón completamente rendido. “Recibiréis virtud (poder) cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo; y me seréis testigos”; “El que en mí cree, las obras que yo hago también él las hará; y mayores que éstas hará”.

Vuestra propia herencia

Pero hay algo superior a todo esto. La tierra de la promesa tiene un significado personal para cada uno de nosotros. Ningún hombre puede ocupar todo el mundo, o vivir en toda una ciudad; hay un sitio que cada uno llama hogar, eso es una ubicación o posesión particular, y expresa nuestra propia residencia personal. Y así hay un sentido en que Dios tiene una herencia especial para cada uno de sus hijos. Las promesas de Dios tienen para ustedes un significado que no pueden tener para mí; y así Dios tiene para cada uno un plan distinto e individual.

Este plan Él lo está aplicando continuamente a nuestra fe a la medida de nuestra capacidad y voluntad de recibirlo. Esto es a lo que se refería David al decir: “Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado”.

La heredad de cada cristiano es la suprema voluntad de Dios para él. Incluye la vida interna y la externa, y significa para cada uno la revelación de Cristo en nuestro propio corazón con toda su plenitud de gracia y poder, y la disposición providencial de Dios en nuestra vida, a fin de desarrollarnos en el grado mayor y usarnos para el mayor bien.

Durante toda nuestra vida Dios nos ha estado hablando de este plan. Algunos recordamos las distantes visiones de nuestra infancia, cuando nos arrodillábamos para nuestras primeras oraciones, y cuando la luz del cielo empezó a iluminar el firmamento de nuestras almas, abriéndolas a los pensamientos y planes de Dios. Más y más claramente, a medida que entrábamos a su más inmediata presencia, nos iba revelando su pensamiento para nosotros, agregando promesa tras promesa, y a medida que las iba cumpliendo sucesivamente, nos conducía a mayores visiones, más vastas esperanzas y más osados avances; y hemos empezado a recorrer la tierra en toda su longitud y anchura.

La cuerda para medir esa tierra son las promesas de Dios. Cada víspera de Año Nuevo, cada día de especial devoción a Él, cada ocasión de nueva consagración, cada cumpleaños y cada aniversario, ha ido acrecentando estas promesas y ensanchando la visión, y cada año que pasa, en el cual la fe y la esperanza se han tornado en acción de gracias y alabanzas por las promesas cumplidas, ha probado la veracidad y seguridad de su Palabra.

Una Tierra mayor

Pero para la mayoría de nosotros aún hay una tierra más amplia que la que nos hemos dado cuenta, y Dios nos habla como lo hizo antaño a Abraham, diciéndole: “Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur, y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu descendencia para siempre… Levántate, ve por la tierra a lo largo de ella, y a su ancho; porque a ti la daré.”.

Así también habla Él a algunos de nosotros en las ricas y gloriosas promesas de Deuteronomio 8: 7-10: “Porque Jehová tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella; tierra cuyas piedras son hierro, y de cuyos montes sacarás cobre. Y comerás y te saciarás, y bendecirás a Jehová tu Dios por la buena tierra que te habrá dado”.

¡Qué hermosa tierra es esa, con sus vertientes de refrigerio espiritual, cuyas fuentes de agua viva se hallan en la vida y presencia de Dios, y de allí el corazón obtiene amplia provisión para todas las necesidades espirituales; también para su trigo, cebada, higueras y granados; su pan sin escasez, su dulce miel; su aceite y olivos produciendo en perpetua frescura la unción de su gozo y poder; la tierra cuyas mismas piedras y collados con toda su aspereza y aridez no son sino minas de cobre y hierro, capacitándonos para sacar poder de nuestras mismas dificultades, y bendición de todas nuestras aflicciones.

Estimados, hay para nosotros una tierra semejante. Si queréis entrar y tomar posesión de toda la plenitud de esta bendición ilimitada sólo necesitáis desear y reclamar toda la plenitud de esa tierra prometida.

(Fragmento del capítulo 1 del libro “Josué”).