Lo que se inició como una actividad meramente profesional se transformó en una verdadera aventura de fe.

Rodrigo Hermosilla

«¿Quieres ir a Japón sin concursos ni sorteos?», le preguntó de sopetón su profesor guía del Magíster aquella mañana. En un principio, Claudio Cerda, un médico veterinario chileno, creyó que era una broma. Sin embargo, no lo era.

Lo que sucedía era que la JICA (Japan International Cooperation Agency) ofrecía becas para viajar a Japón a realizar un curso de perfeccionamiento en la Universidad de la Prefectura de Osaka para profesionales de ocho países, entre ellos, Chile. Era un curso que se realizaría entre agosto y diciembre de 2004, destinado a ingenieros agrónomos o bioquími-cos. Los requisitos eran, entre otros: tener dominio del idioma inglés, trabajar en una institución del Estado con, a lo menos, 3 años de experiencia en manipulaciones genéticas en plantas, y ser menor de 35 años.

Claudio no cumplía ninguno de estos requisitos.

¿Qué había pasado para que el profesor hiciera este extraño ofrecimiento? Algo había sucedido. A un par de semanas de que se cerraran las inscripciones, uno de los seleccionados para viajar «se bajó», y necesitaban llenar el cupo, no importando si la persona cumplía o no con los requisitos. Si no había un reemplazante, el cupo se perdería. La beca comenzó entonces a ser ofrecida en todas las instituciones del Estado; sin embargo, extrañamente nadie postuló.

Así fue como su profesor guía dio su nombre por teléfono y se inició el proceso.

Claudio era un creyente, y sabía que nada ocurre a un hijo de Dios por casualidad. Así que percibió la mano de Dios detrás de todo esto. Consultó con Sandra, su esposa, y aunque en un principio le preocupaba quedar sin sueldo durante cuatro meses, pudo más la convicción de que Dios tenía un propósito para él.

Decidió en su corazón ofrecer este viaje al Señor como una ocasión para glorificar su Nombre. Japón es una nación muy enigmática para muchos occidentales, y también lo era para un chileno como él.

El Señor le tenía guardadas muchas sorpresas.

Un corazón dispuesto

«Me propuse compartir de Cristo con quien el Señor me permitiera». Con esta mentalidad, Claudio buscó oportunidades para realizar su propósito. La primera se le presentó con un compañero de curso al cual le habían retenido las maletas en Estados Unidos. Como no tenía ropa qué usar, él le prestó de su ropa, y le compartió del Señor.

Su compañero lo escuchó atentamente, pero luego le dijo que encontraba todo muy bonito, nada más. A pesar de la decepción, Claudio se sintió feliz de haber podido hacerlo.

En el OSIC (Osaka International Center), lugar donde fueron instalados, se alojaban aproximadamente 150 personas de distintos países. Ellos participaban de diversos cursos, en horarios que comenzaban muy temprano y que se extendían hasta las cinco de la tarde. Con el pasar de los días se comenzaron a relacionar.

Claudio debió estudiar bastante para nivelarse con sus compañeros, ya que él no era agrónomo. Finalmente, logró el nivel de su clase. Sin embargo, lo que más le preocupaba era que no se abrían más puertas para compartir del Señor, así que decidió empezar a buscarlas.

En el hotel había dos lugares de reunión: el karaoke –lugar donde se juntaban para cantar– y el salón de billar –donde jugaban y bebían. Claudio optó por este último, ya que el primero era demasiado ruidoso.

Entró a la sala de billar como un «pajarito nuevo», sin saber jugar. Allí conoció a Karl, un ingeniero de Papúa, Nueva Guinea, experto en el billar y en beber cerveza. Era un personaje extraño, introvertido, siempre vestido de negro y escuchando música en su ‘discman’. Jugaba descalzo, y casi siempre ganaba. A pesar de hablar poco, era muy amable, respetuoso, y le gustaba enseñar el juego a los que no sabían tanto.

Todas las noches se jugaba hasta la una o dos de la mañana. Sin embargo, una vez Karl se quedó toda la noche. En la mañana, al bajar a desayunar, todos sintieron ruido en el billar, lo que era muy raro tan temprano. Allí lo encontraron, cansado, pero todavía jugando.

Claudio le dijo que le parecía increíble lo que había hecho. Él sólo le respondió con la letra de la canción que oía en ese momento: «…Pero es verdad…».

Claudio percibió en Karl una enorme necesidad de Cristo; parecía que se le iba la vida en jugar y beber. Esto hizo que su corazón se compungiera. «Le pedí al Señor que me diera una oportunidad para compartirle, a pesar de todas mis limitaciones de idioma».

Esa tarde, se le acercó en el salón, decidido a hablarle, pero Karl estaba jugando. El primer milagro ocurrió cuando Karl perdió su partido, y luego, en vez de irse al bar a beber cerveza, se sentó a su lado. Inmediatamente, Claudio le dijo: «Yo siento que tú estás buscando algo». Karl lo miró extrañado. «Lo que tú necesitas es al Señor Jesús. Él puede darte lo que has buscado por tanto tiempo, y que intentas llenar con el juego y la cerveza».

Mientras escuchaba, Karl comenzó a sentir algo en su pecho, algo especial. Le contó que durante la tarde había paseado y se había sentado en medio de la vegetación a contemplar el cielo, y que eso le había dado mucha paz. Ahora, con lo que Claudio le decía, se sentía muy contento.

Hablaron durante horas. En un momento Claudio quiso ir a acostarse, pero Karl le pidió que le siguiera hablando. Karl le contaba que, de todas sus vivencias, ésta era la más especial, pues jamás se había sentido así. Se llevaba las manos al pecho, extrañado de lo que le pasaba. Así estuvieron conversando hasta que un hombre de Mongolia los interrumpió.

Al día siguiente, Karl comenzó a distanciarse de él. Faltaban pocos días para regresar a su país. Tres días después, Claudio decidió hacer algo. «Le pedí al Señor que me diera otra oportunidad, esta vez para confrontarlo con la Palabra y para que tomara una decisión con respecto a Él».

Se encontraron en el bus de regreso de la Universidad. Claudio se le acercó y le pidió un tiempo para terminar la conversación anterior. Quedaron de acuerdo para verse en el dormitorio de Karl esa noche. Claudio consiguió una Biblia en inglés (ni siquiera había llevado una) de un cristiano colombiano. Pensó en leerle la palabra de Apocalipsis: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo…».

Entró al dormitorio, y sin rodeos, le hizo ver que él había escuchado la voz del Señor, pero que no todos atienden a ella, y que ahora él debía tomar una decisión para que lo vivido no sólo fuese una bonita experiencia. Era necesario abrirle el corazón a Cristo y entregarle su vida. Le preguntó si quería hacerlo, y él dijo que sí. Rápidamente oraron y Karl le entregó su vida a Cristo. Estaba muy emocionado.

A partir de entonces, Karl no hallaba la hora de volver a su país para contarle a su familia. Su esposa, que era cristiana, estaría feliz.

Claudio volvió gozoso a su dormitorio, agradeciendo al Señor por su preciosa obra. Concluyó su acción de gracias, diciendo: «Señor, dame otra oportunidad de compartir de ti».

Y vino la respuesta

A pesar de estar lejos de su esposa y de sus hijos, Claudio irradiaba gozo. Esto se reflejaba hacia sus compañeros. Poco a poco se fueron enterando de que él, junto a Andrés, otro estudiante, asistía a una Iglesia los días domingo. Claudio invitaba a sus compañeros, pero la mayoría se excusaba.

Un día jueves se le acercó Pablo, un chileno, quien le manifestó su deseo de acompañarlo el próximo domingo. Se notaba triste. Al día siguiente se encontraron de nuevo, y Pablo le contó el motivo de su tristeza: su novia, en Chile, estaba sufriendo una grave enfermedad.

Esa noche, Claudio, premunido de una Biblia en español, le leyó a Pablo en Mateo 7:24-25: «Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca». Sin preámbulos, le explicó brevemente la palabra. Cuando Claudio escogió esa cita no tenía idea de cómo esos versículos impactarían a su compatriota.

Pablo había vivido años atrás una terrible experiencia, que ahora se le venía a la memoria. Fue en una expedición a Campos de Hielo Sur, en Chile, con un grupo de montaña de la Universidad Santa María. Él y sus compañeros estaban en un campamento, donde fueron alcanzados por una tormenta que duró como dos semanas.

Si bien ellos estaban muy bien equipados, la tormenta acabó con sus víveres y las baterías de sus equipos de comunicación. A los cuatro días de habérseles agotado los alimentos, decidieron partir hacia otro campamento. Pero a poco andar, la tormenta aumentó su intensidad, de tal modo que el grupo decidió regresar. Entonces, tres de ellos, entre los cuales estaba Pablo, cayeron en una grieta donde quedaron atascados en sus mochilas. El grupo estaba dividido, sin saber nada los unos de los otros. Pablo pensó que ese sería el final de su vida. Sin embargo, sin saber cómo, él y sus compañeros lograron salvarse. Del otro grupo, lamentablemente, no escapó nadie.

Esta tragedia golpeó muy fuerte a la opinión pública chilena en aquel entonces.

Para Pablo fue una experiencia muy dolorosa. Con el paso del tiempo, si bien logró adormecer el dolor e intentó rehacer su vida, ahora la enfermedad de su novia y la palabra del Señor, le hicieron revivir la experiencia. Se vio de nuevo frágil y vulnerable. Ahora temía por el futuro de su novia.

Claudio encontró la oportunidad precisa para llevarlo al Señor. Pablo abrió su corazón, entregándole su vida a Cristo. Claudio le prestó la Biblia y le sugirió que leyera los evangelios.

Pablo tuvo una necesidad inmensa de seguir conociendo a Jesucristo, así que se apartaba de las actividades cotidianas para leer la Palabra y escuchar música cristiana, que Claudio bajó de una página web. Desde entonces ambos oraban permanentemente por la novia enferma.

En estas actividades eran acompañados también por Andrés. Los tres asistían a las reuniones de la iglesia. Allí Pablo se bautizó, confirmando su fe en Cristo. Día a día, su estado de ánimo fue mejorando, y mucho más luego de recibir la maravillosa noticia, poco después, de que su novia estaba completamente sana.

El grupo de creyentes estaba cada vez más unido. Como ya los cursos estaban terminando, decidieron orar cada vez que alguien debía volver a su país, para bendecirlos, guardar sus viajes, y aprovechar de compartir la Palabra y alabar al Señor. Habían bajado de aquella página web un cancionero con la letra y acordes de las canciones que estaban aprendiendo.

En la despedida de una chica argentina, invitaron además a un joven del Perú. Mientras cantaban el Salmo 23, de pronto la chica argentina y el peruano se pusieron a llorar. La mujer decía que se sentía muy rara, ya que ella nunca había sido muy religiosa ni siquiera cercana a algo como esto, pero que se sentía muy bien. Andrés aprovechó la instancia, y les preguntó si querían aceptar al Señor en sus vidas. Ellos lo hicieron, oraron, y alabaron al Señor. Al día siguiente, ella se fue gozosa.

Claudio estaba muy impactado. «Yo sentí una gran libertad; sentí que ser hijo de Dios, creyente en Cristo, es la gran libertad que puede tener un ser humano. Me daba cuenta que todas las religiones están llenas de imposiciones, reglamentos, prohibiciones respecto del qué hacer o no, qué comer o no, cómo vestirse, etc. En cambio, cuando uno llega al Señor, él viene a morar en nuestro ser y él comienza a hacer los cambios en nuestra vida».

Un milagro iraní

Llegó el día en que Pablo y el ingeniero peruano debían regresar a sus países, por lo cual se reunieron. Comenzaron a cantar, y el peruano comenzó a llorar.

«Yo no sentía nada en mí –confiesa Claudio–, mi culto era muy racional, pero al observar a los demás, no me cabía duda: el Señor estaba ahí». Mientras cantaban, entró al dormitorio una compañera de Pablo, para tomarle una foto y despedirse de ellos. Era Mehri, una muchacha iraní, muy recatada –siempre iba cubierta– que trabajaba para el gobierno de su país. Claudio le permitió tomar la foto, y, por cortesía, la invitó a quedarse. Pensó que, siendo musulmana, se negaría. Pero ella se quedó.

Siguieron alabando, y ella también comenzó a llorar. Lo sorprendente era que ellos cantaban en español ¡y ella no conocía el idioma!

Al cabo de una hora se despidieron. Cuando los demás hubieron salido, la joven musulmana se acercó a Claudio y le comentó que mientras cantaban, ella había sentido algo muy especial y le preguntó si podía volver a cantar. Claudio aceptó. Pero para asegurarse de que ella supiera lo que cantaba, fue traduciendo las canciones especialmente en las partes en que hablaban de Jesús. Él pensaba que ella, al saber el contenido, se apartaría inmediatamente. Pero el Señor le tenía otra sorpresa: ella seguía llorando con cada canción.

Luego de unas seis o siete canciones, Claudio sintió dolor de cabeza – no tenía la costumbre de cantar durante tanto tiempo. Aprovechó ese momento para compartirle de Jesucristo, de su condición de Hijo de Dios, de su maravillosa obra en la cruz, y de la oportunidad de aceptarlo en su vida como su Salvador y Señor. Ella aceptó inmediatamente, confesó el nombre del Señor Jesús, y oraron entregándole su vida a Cristo.

En ese momento, él recordó que tenía un Nuevo Testamento que había conseguido para regalárselo a un amigo árabe – incluso le había escrito una dedicatoria en la primera hoja. Pero no dudó en regalárselo a Mehri, y explicarle lo de la dedicatoria. Al verla, la joven explotó inmediatamente en un llanto incontrolable, mientras decía unas palabras que Claudio no comprendía. Una vez que ella se calmó un poco, le contó que hacía unos cinco o seis años atrás había tenido un sueño, en el cual se había visto en esa misma habitación, y que un ángel le entregaba ese mismo libro – ¡con la misma dedicatoria!

Ella nunca había podido olvidar ese sueño, y ahora se hacía realidad. Al partir esa tarde, Mehri se veía llena de paz y de un gozo indescriptible.

De regreso en su país, Mehri le escribió un e-mail a Claudio, en el cual le contaba que al mostrarle a su familia la grabación que hizo mientras cantaban, su familia experimentó la misma reacción de llanto que ella había tenido. Hasta el día de hoy el contacto continúa.

Mientras menos hacemos nosotros…

La estadía en Japón terminó, pero Claudio aún conserva los gratos recuerdos de aquellos maravillosos milagros del Señor. ¿Cómo es que Dios lo había usado, siendo un creyente común? Para él, la explicación es muy sencilla: «Tendemos a pensar que para ver actuar al Señor debemos prepararnos de forma especial, estar en una condición ‘adecuada’ espiritualmente. Pero el Señor se encarga de mostrarnos que la obra es suya, y que no depende de alguna acción nuestra».

Él no se había preparado de manera especial para todo ello. «Sentí que no había nada que yo tuviera que hacer para conseguir que el Señor hiciera algo. Quedé con esa certeza de que todo lo que ocurrió no se debió a nada que yo hubiera hecho. Fue como que el Señor me dijera: «Ven, siéntate aquí, yo te voy a mostrar lo que puedo hacer». Sentí claramente que mientras menos hacemos nosotros, más puede hacer el Señor».